Sermones de pascua

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

2002- Ciclo A

LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR
(GEP 12-05-02)

Lectura del santo Evangelio según san Mateo 28, 16-20
En aquel tiempo, los once discípulos fueron a Galilea, a la montaña donde Jesús los había citado. Al verlo, se postraron delante de él, sin embargo, algunos todavía dudaron. Acercándose, Jesús les dijo: "Yo he recibido todo poder en el cielo y en la tierra. Id y haced que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que yo os he mandado. Y yo estaré siempre con vosotros hasta el fin del mundo".

SERMÓN

Cincuenta años después de los acontecimientos, el autor del evangelio de Mateo, probablemente en Antioquía, Siria, tiene que dar fin a su ya excesivamente largo escrito y, por supuesto, aprovecha sus últimos versículos, como una especie de colofón, para subrayar las afirmaciones más importantes que ha desarrollado a lo largo de su obra y que ha enunciado ya al comienzo de ésta. Es el pasaje de evangelio que acabamos de escuchar: el final de Mateo. Así pasa con todos los libros: cuando uno, sin demasiado tiempo, debe informarse respecto al contenido de éste, hojea directamente el prólogo y el epílogo. Allí se hace una idea de su temática general.

Si Vds. van al prólogo de este evangelio mateano verán que los primeros renglones, después de la genealogía que inserta a Jesús en la historia de la salvación, son los del anuncio a José, cuando se declara a Jesús concebido por obra del Espíritu Santo y se lo llama Emanuel, "Dios con nosotros", seguidos de la escena de los magos, representantes de los paganos, llegando desde lejos a adorar al Niño, postrándose ante Él.

La escena final de Mateo -que terminamos de leer- es simétrica a esa primera, recogiendo los mismos temas. Se desarrolla en Galilea, tierra de paganos, como los magos, donde el Resucitado ha ordenado a los discípulos que se encuentren con Él. En realidad desde allí se ha desarrollado históricamente la misión a los paganos -ya no a los judíos- que, ahora, en la época que escribe Mateo, allá por los años 80, en Siria, constituyen la mayoría de los cristianos. Como los magos los discípulos -señala Mateo- se postran ante Jesús. El Señor, finalmente, les envía a predicar el evangelio a todas las naciones y bautizar o, mejor dicho, a "hacer discípulos" de Él, en todas ellas.

En ese bautismo se repite la afirmación de la divinidad de Cristo: ese bautismo que, para conversión de los pecados, Juan hacía en nombre de Dios, y prometiendo un nuevo bautismo en fuego y Espíritu divino, ahora se hace también en nombre del Hijo. Jesús es elevado a la misma categoría del Padre y del Espíritu.

Todo este final se ubica en la cima de un monte, paralelo al sueño de José. Es el lugar de las antiguas revelaciones, como el monte Sinaí, asociado a Moisés y a la entrega de las tablas de la ley. Mateo siempre sitúa las grandes enseñanzas de Jesús en una cumbre. Recuerden Vds. el sermón de la montaña, las montañas donde se retira a orar, la Transfiguración... Su enseñanza final, pues, también la hará desde un monte, en Galilea... Cumbres simbólicas, sin duda, porque nadie podrá comparar las tenues elevaciones galileas y palestinas con las agrestes y poderosas montañas del Sinaí.

Finalmente, la promesa de que estará siempre en compañía de los discípulos que predican el evangelio hasta el fin del mundo -Emanuel, "Dios con nosotros"-. Punto final del evangelio de Mateo.

Pero -Vds. preguntarán- ¿dónde, en Mateo, el relato de la Ascensión, a la manera de Lucas, solemnidad que hoy celebramos? Lo mismo tendríamos que preguntarnos de Marcos o de Juan que narran el asunto de diversas formas y que, en realidad, identifican la Resurrección con la Ascensión. Son dos aspectos del mismísimo Acontecimiento.

Y hay que decir que un relato de la ascensión tan pormenorizado como el de Lucas, tanto en los Hechos de los Apóstoles -cuya lectura hoy hemos escuchado en primer lugar- como en su evangelio, no aparece en el resto de los evangelistas. Los datos recibidos de la tradición original son manejados por ellos con toda libertad, incluso por el mismo Lucas que, en el evangelio, ubica la Ascensión el mismo día de la Pascua y, en los Hechos, cuarenta días después. El uno en Betania, el otro en Jerusalén. Mateo en su pasaje final no habla de ascensión, sino de últimas palabras o instrucciones, ubicadas, por otro lado, no en Jerusalén ni en Betania, sino en Galilea.

Hemos de pensar que el acontecimiento de la Resurrección -en si mismo inenarrable, porque perteneciente a la densa realidad adquirida definitivamente por el Señor e incapaz de ser captada directamente por nuestros débiles cerebros mortales- fue vivido en la Iglesia primitiva de un modo tan fuerte y omnipresente -haciéndose de hecho el fundamento y centro del mensaje evangélico- que los evangelistas no se ocuparon demasiado de él. Era simplemente vivido y permanentemente recordado y presente como la substancia misma del Evangelio. La generación apostólica solo cuidó investigar y recoger por escrito lo que había sucedido con Jesús durante su vida mortal, prepascual, y las palabras que entonces había dicho porque, ya todo ello superado, corría el riesgo de perderse. Lo de la resurrección era, en cambio, un hecho tan vigente y supuesto que parecía superfluo narrarlo y escribirlo. Solo para redondear los relatos evangélicos se recogen tardíamente, más allá de la afirmación del hecho, pocos episodios elegidos por particulares intereses. Y esas escasas escenas que los evangelistas escriben sobre la Resurrección eran solo como referencias a lo que estaba de una manera mucho más detalladamente presente en la memoria actual de sus oyentes. A nadie se le ocurre escribir sobre lo que todo el mundo conoce. Por eso, cualquier lector de literatura antigua sabe bien que, muchas veces, es más importante tratar de descubrir lo que los autores silencian, omiten como obvio, como sabido por todos, que lo que desarrollan explícitamente.

De todos modos había una realidad o, mejor, dos, que estaban en la conciencia de todos: primera, que las apariciones del Señor que, al comienzo, habían sido abundantes, con el pasar del tiempo habían cesado. Segunda, que lo mismo, de una manera impalpable, pero no menos real, Jesús seguía actuando poderosamente en su Iglesia, con una presencia vital que llegaba a todas las comunidades y a todos los cristianos.

En su pequeña historia sobre los comienzos de la Iglesia, los Hechos de los Apóstoles , Lucas se ve en la necesidad de marcar de algún modo este paso de las primeras apariciones frecuentes a la nueva forma de presencia. Lo hará acotando las apariciones de Jesús al número simbólico de cuarenta días. Ya lo sabemos: el 'cuarenta' era un número que, entre los hebreos, significaba 'preparación', 'entrenamiento previo': como los cuarenta años de los hebreos en el desierto, antes de ingresar en la tierra prometida; o los cuarenta días de ayuno en la montaña de Moisés, antes de recibir los mandamientos; o los cuarenta días de ayuno de Jesús en el yermo, previos al comienzo de su misión; o los cuarenta días que, entre los judíos, pasaban los alumnos junto a su maestro, antes de ser iniciados en el rabinato y comenzar a enseñar... Así Lucas, al mismo tiempo que pone un límite a las apariciones de Cristo -pensemos, sin embargo, que varios años después lo hará aparecer ante Pablo camino a Damasco-, define este período de espera como tiempo ejemplar de preparación de la iglesia apostólica a su actividad misionera. Tiempo de oración, de plegaria, junto a la Virgen. Ahora sin la presencia visible de Cristo, pero movidos por una presencia mucho más inmediata e interior, que será la del Espíritu Santo, el Espíritu de Jesús, actuando en su Iglesia desde adentro de cada uno, a partir de Pentecostés.

Al mismo tiempo Lucas vuelve a enfatiza el hecho de que la resurrección no es simplemente una reviviscencia, un retorno a la vida, sino una promoción de Cristo a la vida plenamente divina -lo cual se simboliza en su pintoresco movimiento de ascenso, de elevación-.  Lo mismo que afirma Mateo cuando habla de la recepción de plenos poderes "en el cielo y en la tierra". Como también, con otras palabras, lo enseña Pablo, en nuestra segunda lectura, a los Efesios: "lo resucitó de entre los muertos y lo hizo sentar a su derecha..., elevándolo por encima de todo principado, potestad y dominación..."

Pero Mateo -como, de otro modo, Lucas y Juan- quiere decir algo más: estas últimas instrucciones del Resucitado no son un abandono, una despedida. En todo caso la Iglesia pierde una presencia ceñida al cuerpo mortal de Cristo. Antes de la Pascua solo podían acercarse a Jesús unos pocos miles de personas e, íntimamente, solo una decena de discípulos. Recuerden a la pobre hemorroisa, desalentada de conseguir audiencia personal, se conforma, en medio de la aglomeración, con apenas tocarle el borde del manto con el dedo. O lo que han de hacer los amigos del paralítico para, rompiendo el techo, descolgarlo en su camilla frente a Jesús desde la azotea. Piensen las dificultades que tendría cualquiera de nosotros en conseguir una audiencia con el Cardenal Bergoglio o, peor, con el Papa o, a un nivel mucho menor, pero no por eso menos real, para conseguir hablar con el párroco de Madre Admirable. Mi Palm a veces no tiene lugar durante días para poder conversar largamente con nadie.

Por eso, en las lecturas de las misas de estos días, hemos escuchado decir a Jesús, en el evangelio de Juan "os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, el Paráclito no vendrá a vosotros". Es Él, el Espíritu Santo, quien, en forma de presencia realísima, en el corazón de la Iglesia, actualizará la asistencia de Cristo a todos y a cada uno de nosotros los cristianos. Es este Espíritu de la verdad o Espíritu de Jesús el que hará que, sin pedido de audiencia alguna, nos podamos poner en inmediato contacto, en Cristo, con el Padre, cuántas veces elevemos nuestra mente, transformada por la fe, hacia El.

La ascensión pues, lejos de ser el momento triste de los adioses -a la manera de Fray Luis de León "¿Y dejas, Pastor santo, tu grey en este valle hondo, obscuro, con soledad y llanto...?"- es la condición necesaria para un estar mucho más cercano del Señor entre nosotros. Por eso muchos dicen que el sentido primitivo del "Dominus vobiscum", "El Señor esté con vosotros" era "El Señor está con vosotros". Cercanía constante y en todo tiempo y lugar, pero que, a modo de concreta evidencia, por la epiclesis , es decir por la invocación del Espíritu Santo en el pan, se concretiza, de manera paradigmática, en la Eucaristía. Presencia imposible de darse sin la Ascensión.

En el brevísimo pasaje que hemos leído de Mateo se resumen, pues, todas estas cosas, sin hacer referencia directa a una escena plástica de subida, de ascenso. A saber: la presencia del Emanuel -Dios con nosotros- adorado por sus discípulos y promovido al cielo en poder y gloria: "se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra". Su estar extendido y prolongado a todos los tiempos y todos los lugares "sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo". La acción del Espíritu, que nos lleva al Padre mediante el Hijo, en la liminar frase trinitaria que, a la vez que mandato de evangelización y transmisión del mensaje, es promesa de asistencia de los Tres.

Pero Mateo, como Lucas, sabe que esa acción no es que simplemente llegue a nosotros como algo realizado, ya hecho, regalado y empaquetado, para que cada uno lo disfrute a su modo. La gracia, en este mundo, nos viene a modo de misión, de tarea, de mandato de llevar el mensaje de Cristo, no solo a este o aquel que podamos atraer a la fe, a nuestras parroquias, sino a todo el mundo, "a todas las naciones", "id y haced que todos los pueblos sean mis discípulos". "Toda la creación", como afirma Marcos. No solo convertir a los individuos, sino transformar las sociedades, catequizar los corazones de las masas, erradicar de las civilizaciones, mediante la predicación evangélica, las supersticiones, las falsas religiones, las ideologías frustrantes, la iniquidad, la corrupción.

En momentos en que tanto se habla de "mundo globalizado" alrededor de principios puramente humanos, del utópico "fin de la historia" de Fukuyama, del "inicio del tercer milenio" paradisíaco, en realidad ya desde el comienzo devorado en enormes proporciones por religiones de conquista y fanatismo, o de resignación y fatalismo, y que más bien parece arrancar de conflicto en conflicto, aumentando sus contradicciones y sus enormes bolsones de miseria... en momentos de ruina nacional como los que estamos viviendo... escuchemos a Mateo, volvamos los cristianos, alentados por el Señor a Quien se le ha dado todo poder en el cielo y en la tierra -y que, desde la Ascensión, permanece hasta el fin de los tiempos con nosotros- más allá de todo diálogo entreguista y tímido, más allá de todo vergonzante ecumenismo, volvamos a levantar bien alto nuestra voz de discípulos de Cristo y proclamar a los cuatro vientos su mensaje de salvación, su esperanza de cielo, y su camino, aún para la marcha de este mundo, de respeto a la ley de Dios, vivificado de cruz, de gracia y de caridad.

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