Sermones de pascua

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

2004- Ciclo C

LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR
(GEP 23/05/04)

Lectura del santo Evangelio según san Lucas 24,46-53
Y añadió: "Así estaba escrito: el Mesías debía sufrir y resucitar de entre los muertos al tercer día, y comenzando por Jerusalén, en su Nombre debía predicarse a todas las naciones la conversión para el perdón de los pecados. Ustedes son testigos de todo esto. Y yo les enviaré lo que mi Padre les ha prometido. Permanezcan en la ciudad, hasta que sean revestidos con la fuerza que viene de lo alto". Después Jesús los llevó hasta las proximidades de Betania y, elevando sus manos, los bendijo. Mientras los bendecía, se separó de ellos y fue llevado al cielo. Los discípulos, que se habían postrado delante de él, volvieron a Jerusalén con gran alegría, y permanecían continuamente en el Templo alabando a Dios.

SERMÓN

Estamos habituados últimamente, por la tremenda presión de los medios y una historiografía deformada, a pensar en Jerusalén 'Capital Eterna', como declararon ellos en 1980, del Estado de Israel, cuanto mucho disputada por los palestinos, con Jordania, sus últimos dueños. El mundo se divide entre los que están a favor de la territorialidad judía y los que se ponen de parte de la propiedad musulmana. En lo que todos están de acuerdo es en que los cristianos nada tienen que ver con esos territorios, salvo el bochornoso episodio de las cruzadas en donde, a sangre y fuego, los cruzados, supuestamente, violando los derechos humanos, irrumpieron brevemente en esas tierras en episodios de los cuales los católicos parece que tenemos que pedir perdón. Y, mientras nosotros mismos cometemos muchos pecados, implorando, empero, perdón por los pecados de nuestros gloriosos predecesores en la fe en lugar de pedirlo por los nuestros, la historia sigue deformándose. " Roma para los católicos -dice una consigna judía-, Jerusalén para los judíos, La Meca para los musulmanes ."

Prescindiendo del hecho de que las cruzadas fueron promovidas por Papas -muchos de ellos santos-, para evitar las masacres de cristianos perpetradas por los musulmanes y fueron predicadas por otros grandes santos como San Bernardo, y llevadas a cabo por cristianos que se jugaron la vida y los bienes y muchos de los cuales murieron mártires... tenemos que tener en cuenta que esas matanzas de católicos continúan realizándose en el mundo -y no solo por parte del Islam-. Tanto es así que nuestro Papa actual pidió no hace mucho la intervención armada de las naciones Unidas -una especie de llamado a la cruzada sin Cruz- para evitar el exterminio de cristianos en un país africano. Nosotros mismos estamos por enviar tropas a Haití, lamentablemente no por motivos religiosos, para contribuir -se dice- a la paz de esa desdichada isla. Es una pena que no las utilicemos para contribuir a la paz de nuestro propio territorio, casi peor que el de Haití, avasallado por delincuentes, partidos, montoneros, sindicatos, políticos y funcionarios corruptos, piqueteros y maleantes de toda laya.

El asunto es que Jerusalén, para la cual, la Santa Sede ha pedido repetidas veces un estatuto internacional, respetando el voto de la ONU de 1946, está finalmente, a partir de 1967, en manos de los judíos quienes se ocupan bien de hacerlo saber haciendo la vida imposible a los cristianos que, prácticamente, salvo las congregaciones religiosas que garantizan los jugosos ingresos del turismo, han debido abandonar su territorio, lo mismo que, poco a poco, los musulmanes.

Pero ¿quién tiene derecho a Jerusalén? Es como preguntarse ¿quién tiene derecho a la Argentina? ¿Los descendientes de las pocas tribus tehuelches que habitaban su inmenso sur?, ¿los tobas del Chaco?, ¿los mapuches -araucanos chilenos- que ya estando los españoles invadieron el territorio de la Patagonia matando y expulsando a patagones y tehuelches e instalándose allí por la fuerza? ¿Los blancos que, luego, a su vez, ocuparon e hicieron prosperar esas tierras? ¿Los chilenos, que reclaman su territorio, siguiendo los consejos de Sarmiento? ¿Los argentinos porteños que solo van allá para esquiar, pasar la luna de miel o festejar su bachillerato a Bariloche? Lo cierto es que, como en todas partes del mundo, los dueños verdaderos finalmente son los que legitiman su propiedad con la posesión efectiva. Que lo digan, si no, los dueños de casas y predios ocupados. Que lo digan los que no pueden circular por calles que son suyas y de la que se hacen dueños malevos pagados por el Estado con impuestos robados a los mismos dueños.

Mal que nos pese, y sobre todo cuando no hay ley o ésta no se puede imponer por falta de autoridad, los dueños son los que ejercen efectivamente el control. ¿Quién dudará de que las Malvinas serán inglesas mientras ellos sean los más fuertes o mientras les convenga mantenerlas bajo su control?

Lo de Tierra Santa es así. Los más antiguos dueños fueron, posiblemente, los cananeos o fenicios. Otros pueblos anteriores apenas han dejado rastros en los estratos neolíticos. Su territorio pasó luego por varios dominios: el de los hititas, el de los egipcios, luego el de los asirios, los persas, los griegos de Antioquía, los griegos de Alejandría y, finalmente, los romanos. Cuando estos poderosos imperios, por debilidades y disensiones internas, perdían su poder y hegemonía, algunas de las ciudades cananeas, no se sabe si invadidas por otras etnias -'abirus', luego 'hebreos'-o por revoluciones internas, se unían entre sí y lograban una cierta consistencia política. Eso sucedió muy especialmente entre los siglos noveno y sexto antes de Cristo donde, mal que bien, medraron dos pequeñas monarquías: la de Israel, al norte y la de Judá, al sur, capital Jerusalén, que desaparecieron tan pronto los imperios dominantes recuperaron su poder.

Sin embargo, a partir del siglo VI o V antes de Cristo, restos de poblaciones de esas monarquías, se aunaron alrededor del culto al único Dios y, poco a poco, fueron reuniendo los escritos que hoy forman nuestra Biblia, alcanzando, a través de éstos, una cultura y conciencia nacional y religiosa nunca vista en la antigüedad. Tanto es así que, dispersos por todo el mundo, conservaron su personalidad, por más que, estrictamente, no controlaron nunca más el territorio palestino, salvo la breve época macabea.

Como tal, pues, los llamados judíos, dominaron sobre esas tierras palestinas y con límites poco precisos no más de tres o cuatro siglos. El papel de Pueblo de Dios y los legítimos herederos del legado del antiguo testamento fueron los cristianos, que tomaron como su ciudad santa, el lugar donde había muerto y resucitado el Señor: Jerusalén. El patriarcado cristiano de Jerusalén lleva ya dos mil años de existencia. El dominio político de los cristianos sobre esa ciudad y tierras se extendió luego, al menos, desde Constantino hasta la caída de Jerusalén en manos del Islam, tres siglos y medio por lo menos, algo más que el tiempo del antiguo dominio judío. Estuvieron luego dominantes, cuatro siglos, los mahometanos. Luego, tres siglos más, los cristianos. Finalmente, otra vez, el Islam, que dominará los últimos seis siglos. Digamos, pues, que, sin contar la prehistoria cananea, si es por el tiempo en que estuvieron allí, los que más lo hicieron, de hecho, fueron los musulmanes -repartidos en el tiempo y sucesivamente entre árabes, mamelucos y turcos-, luego los cristianos, después, recién, los judíos.

En todo caso, si hubiera que aducir algún tipo de derecho divino, los legítimos herederos de esas tierras santificadas por Cristo son los cristianos, auténticos descendientes del hijo de David y Jerusalén, ciudad santificada por su muerte y resurrección, su capital espiritual, de donde -como bien se ve por los textos de Lucas que hemos leído hoy- nació y se propagó la Iglesia a todo el mundo.

En este momento los dueños 'de facto' son los más fuertes: los judíos. Y, ante su fuerza -y, por qué no admitirlo, también su valor-, aunque nos pese, nos sacamos el sombrero. Pero, algún día, los cristianos volveremos.

Y todo esto viene a cuento, porque Beda el Venerable , monje inglés muerto en el 735, cuenta, en sus crónicas de su viaje a Tierra Santa, que, la noche de la Ascensión, el monte de los Olivos parecía estar encendido en fuego, de la cantidad de cristianos con antorchas que a medianoche subían para esperar la aurora rezando para festejar esa fiesta. Y eso era poco años antes del latrocinio musulmán o poco después, cuando todavía la mayoría de los habitantes era cristiano y Jerusalén era una ciudad totalmente católica.

La tradición evangélica afirmaba, efectivamente, que había sido precisamente el Huerto de los Olivos, en la región de Betania, frente a Jerusalén, el lugar donde Jesús se había despedido definitivamente de los suyos.

En realidad la Ascensión es una fiesta que comienza a celebrarse recién en el siglo IV o V. Hay que pensar que la gran fiesta cristiana fue siempre la Pascua. Los evangelios, tanto de Juan como de los demás sinópticos, identifican la Ascensión de Jesús con su Resurrección, ya que la victoria de Cristo sobre la muerte no consistía solo en un regreso a la vida, sino en el tránsito Pascual a la vitalidad definitiva de la nueva creación. Jesús, con su Resurrección, no solo vence la mortalidad, sino que supera lo humano y lo introduce en el ámbito de la vitalidad divina. Eso los autores evangélicos lo expresan de diversas maneras: 'fue exaltado', 'se sentó a la derecha del Padre', 'recibió el poder sobre toda creatura', 'todo lo puso bajo sus pies' ... Formas simbólicas de expresar algo que nuestras categorías terrenas no pueden describir, porque está más allá de nuestro tempo y nuestro espacio donde se mueven las ideas de nuestro cerebro.

Cualquiera que lea los evangelios se dará cuenta, empero, que la fiesta litúrgica de la Ascensión, calcada sobre el esquema de los cuarenta días que Lucas apunta en el primero de los relatos que hemos oído, no responde exactamente a lo que el resto de los evangelios y afirmaciones neotestamentarias describen. Para los evangelistas, empezando por Juan, la Resurrección identificada con la exaltación, es decir con la Ascensión, se da el mismo día de la Resurrección. Lo mismo sucede con Marcos y Mateo; y, si Vds. han escuchado con atención, lo mismo el evangelio de Lucas, el mismo autor de los hechos de los Apóstoles. Reléanlo en la hojita, cuando vuelvan a casa.

¿Por qué, pues, Lucas, al final de su evangelio, ubica a la Ascensión el día de la Resurrección y, casi a renglón seguido, en su continuación del Evangelio que son los Hechos la ubica después de cuarenta días?

Es que, más que de la Ascensión o exaltación o triunfo de Jesús, a lo que quiere apuntar Lucas es que ya el cristiano no debe contar con la presencia física, tangible, milagrosa, de Cristo, sino, tomar su lugar en la predicación del evangelio y el testimonio, con la fuerza que viene de lo alto, con el Espíritu de Jesús que ha sido derramado en la iglesia y en cada uno de los bautizados.

En realidad Lucas no quiere insistir tanto en la elevación a dónde sea de Jesús, sino a su despedida física. Es evidente que ya el Señor triunfante, en el cielo, sus apariciones, a partir del día de la Resurrección, como relatan los evangelios, fueron muchas y en diversos lugares, quizá algunas simultáneas. Era necesario que ello sucediera para que el acontecimiento estuviera firmemente atestiguado.

Pero es posible, también, que, junto a apariciones auténticas, hubiera luego muchas fraguadas, truchas o producto de la imaginación exaltada de otros adherentes. Eso siempre sucede, por ejemplo, alrededor de las apariciones de la Virgen (aunque no es seguro que se trate del mismo tipo de apariciones).

Por eso, la Iglesia determinará, luego, que los únicos fiables en el testimonio respecto de las apariciones, son los que le conocieron y vieron mientras Jesús, antes de su transformación pascual, vivió entre nosotros. Ellos eran los únicos que podían reconocer fidedignamente que el resucitado era el mismo Jesús.

Pero, como en los primeros tiempos la gente seguía aspirando a las apariciones -todavía hay muchos cristianos que viven esperando apariciones, signos y mensajes milagrosos de la Virgen o de quien sea- Lucas decide cortar por lo sano y escribe, bueno, está bien, durante cuarenta días -que son los días que un discípulo tiene que estar junto a su rabino antes de recibirse- Jesús siguió apareciéndose a los discípulos, pero, después, ¡basta!: "Hombres de Galilea; ¿por qué seguís mirando el cielo?" Ahora, ¡a trabajar!

(Aún así, Vds. saben, tres años después, Jesús se aparece a San Pablo y éste, a pesar de no haber conocido al Señor durante su vida prepascual, lo mismo se siente testigo y apóstol. A Dios no le gusta someterse a esquemas.)

La cuestión es que lo importante de la Ascensión es que marca el momento en que la Iglesia debe emprender su misión de predicar el evangelio a todas las naciones sin la presencia visible de Jesús. De alguna manera capta la significación de esta escena la bella poesía de Fray Luis de León "Y dejas, Pastor santo, tu grey en este valle hondo, oscuro, en soledad y llanto; y tú, rompiendo el puro aire, te vas al inmortal seguro?..."

Pero también hay que destacar que, ahora, Jesús ya no es el Rey de Israel rechazado por los suyos, expulsado y muerto fuera de su capital, Jerusalén: se transforma en Señor del Universo, de todas las naciones, de todos los mundos... Su soberanía no queda reducida a esta o aquella ciudad del mundo, a éste o aquel territorio, Jesús no es solo el Rey de los judíos, es el Rey de todos los hombres.

El que el sucesor de Pedro gobierne desde Roma es un asunto simbólico, ya que, durante siglos, Roma fue la figura del imperio universal. Quizá en nuestros días Pedro hubiera elegido para instalarse otra sede (¿Nueva York?). De todas maneras, ni Roma ni Jerusalén son esenciales para el gobierno de la Iglesia. En cualquier lugar, en cualquier planeta en donde alguna vez se instale el Papa, esa será la capital simbólica de la cristiandad y éste conservará, como tradicional y honorífico, el título de obispo de Roma.

Pero la Ascensión dice mucho más. Que al Señor ya no tenemos que ir a buscarlo hace dos mil años en Palestina, en un oscuro, hasta entonces, lugar de nuestra tierra, para poderle hablar a lo mejor cinco minutos, como con el Papa o con Kirchner. Sino que, porque precisamente fuera de nuestro mundo, de nuestras categorías de espacio y de tiempo, a la manera de Dios, podemos hallarlo en cualquier lugar y en cualquier momento.

Y aún si queremos tocarlo y estar con él a la manera humana, visible, tierna, físicamente próxima, lo podemos tener bien cerca y bien nuestro en cualquier sagrario, de cualquier lugar, de cualquier tiempo.

Porque como Él bien dijo "Yo estaré con vosotros hasta el fin del mundo".

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