1975- Ciclo A
LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR
12-V-75 (Inmaculada, San Benito)
Lectura del santo Evangelio según san Mateo 28, 16-20
En aquel tiempo, los once discípulos fueron a Galilea, a la montaña donde Jesús los había citado. Al verlo, se postraron delante de él, sin embargo, algunos todavía dudaron. Acercándose, Jesús les dijo: "Yo he recibido todo poder en el cielo y en la tierra. Id y haced que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que yo os he mandado. Y yo estaré siempre con vosotros hasta el fin del mundo".
SERMÓN
Si hay un tema que es de absoluto mal gusto hablar en sociedad es el de la muerte. “¡Ah, no hablemos de esas cosas!” “Ché ¿no tenés algo más divertido de qué hablar?” Tema tan desagradable que, hace pocos años, un escritor medio psicólogo, proponía en un congreso internacional de periodismo que todos los diarios se pusieran de acuerdo para no mencionar nunca la palabra ‘morir’. Palabra ‘traumatizante’, decía.
En Estados Unidos hay academias especializadas para preparar técnicos de pompas fúnebres –que, por supuesto no se llaman así‑ dedicados exclusivamente a hacer olvidar la muerte, incluso cuando alguien se muere. Nada de negro, muchachos vestidos de sport que maquillan al finado, le dibujan una sonrisa, los ponen en cajones multicolores.
Y, por supuesto, abreviar velorios y eliminar el luto.
¿No pasa algo parecido en los velatorios porteños donde, sobre todo los menos allegados, en esa oscura repulsa del hombre a enfrentar el problema de la muerte, después de dos o tres frases medidas de circunstancia, se dedican a charlar de cualquier cosa e, incluso, a contar chistes?
Pero este camuflaje artificial que se monta en torno a la muerte para hablar lo menos posible de ella, más que ocultar revela la importancia enorme que este problema tiene para cada uno de nosotros. Esa muerte que, según Freud, es el destino de la vida, abismo hacia el cual se dirige inexorablemente toda existencia, punto final implacable que hace que toda la vida humana –al decir de Sartre‑ sea nada más que “una pasión inútil”.
Sí: la muerte es el enemigo número uno, poderoso e inevitable, que se opone a esa fuerza primordial que anida en lo profundo de nuestro ser y que es el ansia de vivir. Ansia de vivir que, de por sí, no tiene ningún límite y que, por eso mismo, se enfrenta en la muerte con el supremo absurdo de sus ansias naturales frustradas.
No: nadie quiere morir y, si alguna vez alguien busca voluntariamente la muerte, es porque la muerte fisiológica ha sido ya precedida por algún otro tipo de muerte en el alma.
Tablilla XI del poema de Gilgamesh, British Museum
Los más arcaicos ritos y los más antiguos mitos reflejan esta preocupación insoluble ínsita en la humana natura de la búsqueda de la inmortalidad. En el poema mesopotámico de Gilgamesh, dos mil años antes de Cristo –y que tiene notables parentescos con los relatos del Génesis‑ es, precisamente, la muerte el centro de la preocupación del mito. Como nosotros, que no pensamos en ella o tratamos de no pensar sino cuando nos amenaza de cerca, Gilgamesh despierta dolorosamente al problema ante la muerte de su amigo Enkidu. “Cuando muera ¿no seré como Enkidu? El espanto ha entrado en mi vientre. Temeroso de la muerte recorro sin tino el llano. En mi alcoba acecha la muerte ¡y dondequiera que pongo el pie está la muerte!”·‑exclama‑. Y, obsesionado, para eludir ese último destino, Gilgamesh se pone a buscar la inmortalidad. Ésta está representada por una planta misteriosa que existe en algún lugar del fondo del mar. En el camino se topa con Siduri ‑la cervecera celeste que alimenta la sed de vivir de los dioses‑ y le ruega: “No consientas que vea la muerte que constantemente temo”. Siduri le responde: “Gilgamesh ¿a dónde vagas tu? La vida que persigues no hallarás. Cuando los dioses crearon la humanidad, la muerte apartaron para la humanidad, reteniendo la vida en las propias manos. Tú, Gilgamesh, llena tu vientre, goza de día y de noche. Cada día celebra una fiesta regocijada. Día y noche danza tú y juega. Procura que tus vestidos sean flamantes, perfuma tu cabeza, báñate en agua. Atiende al pequeño que toma tu mano ¡Qué tu esposa se deleite en tu seno!”
Respuesta eterna y actual al hombre sin esperanzas de eternidad. Algo parecido decía San Pablo: “Si Cristo no ha resucitado y nosotros no hemos de resucitar, pues ¡comamos y bebamos que mañana moriremos!”
Y esto es lo que trata de hacer el mundo moderno.
Y, sin embargo, la preocupación, aunque oculta y aparentemente olvidada en el ruido de la fiesta, sigue dramáticamente latente. Por eso Gilgamesh no se satisface y sigue buscando y buscando y, finalmente, con la ayuda del sabio Utnapishtim, encuentra la planta de la inmortalidad. Pero, al tomarla, antes de que pueda comerla le es arrebatada por una serpiente. Gilgamesh regresa derrotado a su ciudad de Uruk.
Sí; como el hombre de siempre. A pesar de las pirámides, a pesar de la medicina, a pesar de la hibernación, a pesar de la filosofía, recibe siempre, tarde o temprano, el mentís supremo a sus ansias y búsqueda de inmortalidad.
Pero, profundicemos más. ¿Qué es esta ansia de inmortalidad y vida que subyace a todo anhelar del hombre? ¿Solamente perduración temporal en la existencia? ¿No morir?
La inmortalidad ¿no podría constituirse también en una especie de condena como lo postulan también antiguos mitos –Prometeo encadenado‑ y muchas novelas contemporáneas de fantasía científica? Perdurar para siempre en la vida terrena ¿no nos conduciría al hastío, a agotar todas las posibilidades de gozo y placer del mundo, a quedar finalmente insatisfechos para siempre en un hambre permanente que nada terreno podría colmar?
¿No será la inmortalidad solo ‘uno’ de los componentes de esa felicidad plena a la cual parece dirigirse el deseo innato de los hombres? ¿Qué cosa más aburrida que ese cielo que a veces no imaginamos, flotando para siempre, sin fin, en paisajes blancos, grises y celestes?
Gustave Thibon 1903-2001
Gustave Thibon, filósofo católico francés contemporáneo publicó en 1954 una obra de teatro llamada “Seréis como dioses” (1) en donde describe la hipótesis de una sociedad humana en donde, en el futuro, se habrían alcanzado todos los objetivos de las aspiraciones inmanentes del hombre. La técnica, la psicología, la educación, la justicia social, habrían logrado bienes abundantes para todos. Cultura, dominio de sí mismos, paz, seguridad, serían patrimonio de la humanidad. La medicina habría logrado desterrar todas las enfermedades, perfeccionar el vigor y la belleza de los cuerpos y, sobre todo –y esto está en el terreno de lo posible‑ habría logrado para todos la inmortalidad. Y, sin embargo –el drama lo protagoniza una muchacha, Angélica‑ las cosas en el fondo no funcionan. Angélica ya ha agotado todo y gozado de todo y ahora ningún programa tridimensional, ninguna fiesta, ningún excitante fármaco o psíquico, ninguna compañía, ningún trabajo logra satisfacerla. El tedio más grande hace presa de su alma y, en su ansia de otra cosa que finalmente la llene, concluye quitándose ella misma la vida.
Es que, señores, el miedo a la muerte, el ansia de inmortalidad no es sino un aspecto de algo mucho más amplio: el hambre de absoluto, de trascendencia. El hombre nace con la impronta de fábrica de un deseo voraz de infinitud, no solamente en el tiempo sino también en el ser, en la belleza, en el bien, en la felicidad. Prolongar simplemente la vida, aún para siempre, no es sino tomar cada vez más conciencia de la ineptidud de calmar el hambre que tienen las cosas creadas.
No: el hombre ha sido creado para Dios, para unificarse con El y Su felicidad en el abrazo pleno de la caridad, del amor sublimado por la Gloria.
El hombre surge a la vida con un ansia de divinización que, detenido en si mismo, conduce al pecado pero, proyectado hacia Dios, nos lleva al cielo. Porque el ‘seréis como dioses’ de la serpiente en el paraíso es tentación terrible cuando el hombre quiere realizarla en el terreno de su pura humanidad, pero obedece a los más profundos instintos de nuestra condición de hombres cuando la esperamos de Dios, en la trascendencia, a través de la muerte.
Y la muerte, entonces, no es el fin trágico de la vida; es solo el paso ineludible. Porque, para nacer como dioses, debemos antes morir como hombres. Ese es el sentido de la Cruz.
Por eso no basta hablar de resurrección –al menos no basta habla de resurrección a lo Lázaro o a la manera del hijo de la viuda de Naim-. Nuestro fin no es solamente la resurrección a una vida permanente e inacabable. Eso no bastaría. Nuestro fin es, en definitiva, la Ascensión. La ‘exaltación’ –como dicen Marcos y Juan- el traspaso de una vida en plano crasamente humano a una Vida sublimada en la divinidad.
Una promoción, una superación, un ‘ascenso’ al plano de Dios, un casi casi sentarnos a Su derecha, reinar con Él.
Ese es el sentido de la fiesta que hoy celebramos. “Que”, pues, como dice San Pablo en la lectura de hoy, “el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, les de sabiduría para entender estas cosas y que ilumine sus mentes para que conozcan y valoren la esperanza a la que han sido llamados, los tesoros de gloria que promete en herencia y la extraordinaria grandeza de su poder. Amén”.
Albrecht Altdorfer, Ascensión, 1527. Kunstmuseum Basel, Suiza
(1) Vous serez comme des dieux, Fayard, (Paris 1954); dernière édition 1985