Sermones de pascua

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

1977- Ciclo C

LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR
22-V-77

Lectura del santo Evangelio según san Lucas 24,46-53
Y añadió: "Así estaba escrito: el Mesías debía sufrir y resucitar de entre los muertos al tercer día, y comenzando por Jerusalén, en su Nombre debía predicarse a todas las naciones la conversión para el perdón de los pecados. Ustedes son testigos de todo esto. Y yo les enviaré lo que mi Padre les ha prometido. Permanezcan en la ciudad, hasta que sean revestidos con la fuerza que viene de lo alto". Después Jesús los llevó hasta las proximidades de Betania y, elevando sus manos, los bendijo. Mientras los bendecía, se separó de ellos y fue llevado al cielo. Los discípulos, que se habían postrado delante de él, volvieron a Jerusalén con gran alegría, y permanecían continuamente en el Templo alabando a Dios.

SERMÓN

A la altura de la Piazza Navona, pero del otro lado del corso Vittorio Emanuele, se encuentra en Roma una de las más pintorescas plazas de la ciudad que, actualmente, funciona como mercado y en donde es posible asistir a los más vivos diálogos en ‘romanaccio’ entre las amas de casa y los puesteros. Es la ‘piazza di Campo dei Fiori’, lúgubremente conocida en el Medioevo como lugar de ejecuciones capitales. Justamente en el centro de la plaza, se levanta hoy el monumento que Ettori Ferrari levantara, por encargo de la ciudad, en 1887, al célebre Giordano Bruno allí ajusticiado tras sentencia de la Inquisición, el 17 de Febrero del año del Señor 1600.

La verdad que solo se le podía ocurrir levantar una estatua a tal personaje al estúpido siglo XIX. “A Bruno il secolo da lui divinato qui dove il rogo arse”, (“A Bruno el siglo por él vaticinado aquí donde ardió la hoguera”), dice al pie del pedestal la dedicatoria de Giovanni Bovio. Porque la cierto es que el figurante solo mereció la fama por su condena y porque hicieron luego de él bandera anticatólica desde los protestantes de la época, pasando por los masones y liberales que le hicieron la estatua, hasta los comunistas de hoy en día de le ‘Botteghe Oscure’ que, una vez por año, van a dejar una corona de flores al pie del monumento.

Lo cierto es que este monje dominico apóstata que confesaba cínicamente haber tenido en su vida más mujeres que Salomón y, supersticiosamente, se divertía con la astrología, los ritos mágicos y las misas negras, más podría ser comparado a un Cagliostro o un López Rega que a un verdadero político o pensador o filósofo.
Entre sus obras ‑en las cuales su prodigiosa memoria permite amasar una pasta de múltiples doctrinas y teorías de cuanto pensador antiguo y moderno caía en sus manos‑ las más conocidas fueron las que, en una especie de género fantacientista, exponía su visión del universo.
Es en alguna de esas obras donde sostiene la tesis de que no existen límites en el espacio. La tierra no ocupa el centro del universo, precisamente porque, en un espacio ilimitado e infinito, es absurdo habla de medios y de focos. El cielo estrellado que vemos no marca ningún límite –como pensaban los antiguos‑. Detrás de las estrellas que miramos, siempre encontraremos más estrellas y así hasta el infinito. No existen el cielo y la tierra, solo un espacio inmenso incircunscripto extendiéndose sin fronteras en todas direcciones y poblado de innúmeros mundos e incontables extraños seres vivos. Y, entonces, si no hay cielo más allá de las estrellas, tampoco hay lugar para Dios. No existe Dios. Esta es la peregrina demostración del ateísmo que aplaudieron estólidamente nuestros bigotudos decimonónicos abuelos.
El asunto es que, cuando Giordano Bruno oía hablar de la Ascensión del Señor a los cielos, se burlaba de ésta. Si el pobre Cristo pensaba llegar al cielo subiendo hacia las nubes, menuda decepción se estaría llevando –afirmaba Bruno‑ mientras por los siglos de los siglos andaría flotando en medio de los infinitos mundos.

Giordano Bruno había estudiado y leído muchas cosas, es verdad, pero evidentemente no había nunca estudiado con profundidad su Biblia. Si lo hubiera hecho se habría dado cuenta de que no siempre la Sagrada Escritura pretende mostrarnos las cosas al modo del periodista o del fotógrafo. Entender el relato de la Ascensión como si Cristo hubiera iniciado un viaje espacial desde Cabo Kennedy es como creer que todas las calamidades que nos suceden provienen del hecho de que Adán y Eva se comieron una manzana.

Porque, aún desde el punto de vista de la Biblia, la imagen de Jesús elevándose a los cielos sobre una nube después de cuarenta días, tomada literalmente, ofrece no pocas dificultades.
Por empezar, el número cuarenta. Todos sabemos que Lucas es el autor no solo del evangelio que lleva su nombre sino del libro de los Hechos de los Apóstoles. Ahora bien, en la perícopa que acabo de leer –y que es de él‑ la ascensión sucede el mismo día de la Resurrección, lo mismo que en el relato de San Juan y de San Marcos. Los ‘cuarenta días’ son mencionados solamente, pues, en el relato de los Hechos. ¿Se contradecirá Lucas, entonces, consigo mismo y con los demás evangelistas? No: lo que sucede es que ya estamos muy lejos de ciertas particularidades de la mentalidad bíblica y, entre otras cosas, no nos damos cuenta de la calidad simbólica que tenían los números para ellos.
Como delimitación del período de las apariciones el número ‘cuarenta’ es claramente simbólico. Es el tiempo que estuvo Moisés en el Sinaí; los años que permaneció Israel en el desierto; los días de ayuno y preparación de Cristo antes de su vida pública; los días, también, que, según la costumbre rabínica, eran de norma para que los discípulos aprendieran y repitieran la enseñanza de su maestro. Como, supuestamente, los días postpascuales anteriores a la Ascensión serían los de las últimas instrucciones de Cristo a sus discípulos, a la manera del Paráclito que había prometido Juan, Lucas nos quiere decir que la enseñanza de los apóstoles es auténtica y canónica por haberla precisamente recibido en una instrucción normativa que les dio el Resucitado durante estos tradicionales cuarenta días. Esto lo sostenía Tertuliano hacia el año 200. Hasta recién el siglo IV ningún autor interpretó literalmente los cuarenta días como días calendario, asumiéndolos en la celebración del año litúrgico.


John Singleton Copley Ascension 1775, Museum of Fine Arts, Boston,

Por otra parte la imagen del ‘ascenso’ en medio de las nubes es la contraparte del simbolismo bíblico del Dios que ‘baja’ en el Antiguo Testamento en forma de nube. La ‘nube’, en la religiosidad de entonces, era signo de origen celestial, ultra terreno ‑por eso cubre el santuario‑; o de la imaginería de la apocalíptica hebrea que figura la intervención definitiva de Dios en favor del pueblo de Israel bajo el simbolismo del hijo del Hombre descendiendo entre las nubes.

Pero, entonces ¿qué es esta Ascensión? ¿Qué significa? ¿Qué fue lo que realmente sucedió?
Lo que hay que decir es que la Ascensión en realidad es un desdoblamiento teológico del hecho polisémico de la Resurrección. A través de la muerte en Cruz, en donde Cristo se zambulle en el hondón más profundo y tétrico de las consecuencias del pecado del hombre, Jesús no solamente vence a la muerte y por tanto al pecado y da sentido a todas las desdichas y desgracias de los hombres, sino que, como dice San Pablo, merece ser exaltado a la derecha –es decir a la igualdad‑ del Padre.
Cristo no solo vence a la muerte, resucita ‑a lo Barnard‑ como Lázaro a esta vida, sino que es ‘exaltado’, promovido, encumbrado, ascendido, elevado, a la Vida misma de Dios. Para expresar esto que está fuera de nuestras experiencias terrenas no hay otro recurso que utilizar vocablos de origen espacial y material: ascender, elevar, ‘sentarse a la derecha’.
La Resurrección no es solo ‘vuelta a la vida’, nos dice la solemnidad de la Ascensión: es divinización, apoteosis.

Cristo, desde el primer instante de la Resurrección ya está ascendido, elevado, a la derecha del Padre. Empero esta Resurrección ‑que se ha dado de alguna manera ya fuera del ámbito de la vida y la historia mundana y que no solo es victoria sobre la muerte sino elevación de la humanidad a un destino insuperable‑ se manifiesta a los testigos, a los apóstoles, por medio de las apariciones que nos relata el evangelio, y culmina en una escena de subida.
Que estas apariciones se hayan prolongado más o menos tiempo es probable, para reafirmar la fe de los apóstoles y avalar todo lo que Cristo enseñó a sus discípulos en su período prepascual. El asunto es que, en determinado momento, estas apariciones cesaron y no debían constituirse en una constante normal de la historia de la Iglesia. De allí que Lucas siente la necesidad de marcar un término o fin de las numerosas apariciones de Jesús entre los hombres para no promover falsas videncias.
Así, el final de la ‘permanencia’ tuvo lugar algún tiempo –cuarenta días- después de la Resurrección, quizá en la forma simbólica de una levitación, como nos lo describe Lucas en los Hechos, utilizando teológicamente este acontecimiento que marcaba un punto final para, a la vez, darnos analíticamente la idea de la glorificación y exaltación de Jesús ‘de facto’ ya lograda en la Resurrección.

Y, entonces, ¿cuál es el significado para nosotros de esta fiesta? ¿Que Cristo no aparece más, privilegio reservado a los apóstoles y luego a determinados videntes y el resto hemos sido por Él abandonados a una fe oscura? ¿Sería así correcta la interpretación de la Ascensión ‘triste’ que hace Fray Luis de León: “Y dejas Pastor santo, tu grey en este valle hondo, oscuro, con soledad y llanto y tu rompiendo el puro aire, te vas a inmortal seguro?los agora tristes y afligidos qué no tendrán por sordo y desventuracuán pobres y cuán ciegos ¡ay! nos dejas…” ¿Será verdad esa tristeza? Más allá de la licencia poética de Fray Luis, el evangelio nos dice todo lo contrario: “los discípulos volvieron a Jerusalén llenos de alegría”. ¿Y entonces?
Y es que, señores, la Ascensión en realidad no es una partida que exija despedida. Es en todo caso una ‘des‑aparición’. La partida da lugar a la ausencia. La ‘des‑aparición’, en cambio, inaugura una nueva oculta presencia.

Cristo ya no está más ubicado en un determinado tiempo y espacio, al alcance de pocos: los que pudieron llegar a El físicamente. La Ascensión, al desubicarlo del tiempo y del espacio lo hace ubicuo y al alcance de todos los lugares y todos los tiempos. Cristo renace a la dimensión divina desde la cual se hace presente a todo y a todos. A pesar de que, contra lo que sostenía Giordano Bruno, la ciencia moderna ha descubierto que el espacio es finito, no necesitamos poner el cielo más allá de esa finitud. Más allá espacial, por otra parte, que no existe puesto que si bien finito, dada su curvatura, el espacio es ilimitado. El cielo pertenece a otra dimensión que la material: dimensión por otro lado omnipresente porque el cielo no es sino Dios. Cristo, transido y sublimado por la dignidad del Verbo y marcando el progreso último de la materia, de alguna manera participa de esa omnipresencia divina –está en el ‘empíreo’ decían sabiamente los escolásticos‑. Es, pues, porque se ha ‘ido’ de la tierra, que puede ahora estar siempre y con cada uno y en todas partes.
Os conviene que yo me vaya” ‑había dicho en la última Cena‑. “Estaré con vosotros hasta el fin de los tiempos.”

Por eso, si la Ascensión fuera la partida de Cristo, deberíamos entristecernos con Fray Luis. Pero no es así. Porque se fue no tenemos que hacer cola para verlo, como al Papa. Se halla, ahora, en relación inmediata, constante e íntima con cada uno de nosotros. Subió a todos los cielos para llenarlo todo, dice San Pablo. Su Ascensión no es ‘desplazamiento’ al cielo, como se burlaba Giordano Bruno, no es ausencia, partida, es todo lo contrario: ascenso en poder, en eficacia y, por ende, intensificación de Su presencia, como así lo atestigua la Eucaristía.
El relato de Lucas, es, más, el relato de la última aparición limitada y local de Cristo, que la fecha de su glorificación ya obtenida en la Resurrección.

Esta solemnidad nos quiere decir que, desde entonces, Cristo es y continúa y continuará siendo hasta el fin de los siglos el personaje más activo y más presente de toda la historia del mundo.
Cristo no ‘se fue’ al cielo detrás de las estrellas. Cristo está aquí, en la tierra, con nosotros y ya no nos abandonará más, porque Su presencia, espiritualizada, ‘pneumatizada’ ha logrado una intensidad y una extensión que nunca habría podido obtener su presencia puramente carnal o ‘psíquica’.

¿Vives, cristiano, esa Su presencia? ¿Te has hecho amigo de Jesús? ¿Le hablas y le amas; le defiendes y le rezas? O, porque crees que está lejos, que se ha ido al cielo, te olvidas de Él y te ocupas solo de las cosas de la tierra.

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