Sermones de pascua

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

1983- Ciclo C

LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR

Lectura del santo Evangelio según san Lucas 24,46-53
Y añadió: "Así estaba escrito: el Mesías debía sufrir y resucitar de entre los muertos al tercer día, y comenzando por Jerusalén, en su Nombre debía predicarse a todas las naciones la conversión para el perdón de los pecados. Ustedes son testigos de todo esto. Y yo les enviaré lo que mi Padre les ha prometido. Permanezcan en la ciudad, hasta que sean revestidos con la fuerza que viene de lo alto". Después Jesús los llevó hasta las proximidades de Betania y, elevando sus manos, los bendijo. Mientras los bendecía, se separó de ellos y fue llevado al cielo. Los discípulos, que se habían postrado delante de él, volvieron a Jerusalén con gran alegría, y permanecían continuamente en el Templo alabando a Dios.

SERMÓN

Contra la impresión espontánea del hombre antiguo de que la naturaleza es siempre la misma, aún con sus periódicas variaciones y alternancias estacionales -impresión llevada a nivel filosófico por los grandes fundadores del pensamiento de Occidente como Platón y Aristóteles, que concebían al Universo como ‘eterno', integrado desde siempre por una jerárquica escala fija de seres, normadas por la lógica del árbol de Porfirio-, contra esta noción fixista –digo- el pensamiento judeo-cristiano habla de un comienzo, un desarrollo, una historia y un fin hacia el cual se encamina el universo.

Todo en un proceso de germinación y de espera de “los nuevos cielos y la nueva tierra” –2 Pe 3, 13; Apoc 21, 1; cf. Is 65, 17- frente a los cuales la actual etapa creativa está ‘como en dolores de parto' ( Rm 8, 22).

Nuevos cielo y nueva tierra” que consistirá, fundamentalmente, en que los hombres –no sabemos si muchos, todos o pocos- serán transformados de tal manera que podrán gozar de la Vida misma de Dios.

Y, justamente, si existe una apropiada definición del hombre, en esta etapa previa al perfeccionamiento final, es la de que el hombre es un ser “capaz de Dios”.

En efecto, el ser humano es un animal que apareció –esto lo sabemos ahora por las ciencias de la naturaleza- al término de una larga evolución cósmica, física y biológica, hace aproximadamente unos cincuenta o cien mil años, si pensamos en el ‘homo sapiens'. Y este animal que acaba de nacer -¿qué son cincuenta mil años en una historia cósmica que ya lleva al menos aproximadamente 14.000 millones de años?- está llamado, según el cristianismo, a un destino trascendente, más allá de su naturaleza: la participación sempiterna de la Vitalidad Divina.

Esta es, repito, la definición del hombre, según el cristianismo: un “Capax Dei”, al decir de Agustín; un " zoon theúmenon ”, ‘animal divinizable', al decir de San Gregorio Nacianceno.

Hoy, los paleontólogos distinguen varias etapas en el proceso de hominización. Etapas marcadas por la aparición, primero, de los diversos ‘australopitecos', después, de los ‘arcántropos' –‘pitecántropo', ‘sinántropo', ‘atlántropo', ‘homo habilis', en clasificaciones y nomenclatura que cambian incesantemente-, luego de los ‘paleoántropos' –‘hombres de Neanderthal' y otros- y, finalmente, de los ‘homo sapiens', fósiles y modernos.

¿Cuál de estos es verdaderamente hombre? Los sabios discuten. Es una cuestión de definición. Se puede decidir por ejemplo que se es humano si se es capaz de fabricar utensilios o de hacer fuego. Se puede decidir que hay hombre a partir de cierto grado de cefalización. ¡Que se arreglen entre ellos científicos y aún filósofos! Para el cristiano hay hombre desde que aparece un animal que es ‘capax Dei', capaz, por creación y por constitución, de entrar en relación con el Ser Absoluto e invitado, por Él, a un destino sobrenatural.

Esta capacidad, esta aptitud, no es fosilizable. No sabemos por tanto cuándo apareció exactamente este ser, el primer -o los primeros- hombres. Lo único que podemos decir es que llamaremos hombre al animal capaz de un destino sobrenatural. No capaz por sí mismo de alcanzar un destino sobrenatural, sino capaz de ser llamado, desde afuera de su naturaleza , a un destino sobrenatural y socorrido desde afuera, por la gracia, para alcanzarlo.

El asunto es que, desde esta definición, nos damos cuenta de que nos hallamos otra vez fuera de las categorías fixistas de los griegos. Porque el hombre –aún el adulto que hipotéticamente hubiera alcanzado la perfección promovida por la ‘paideia' helena –la ‘areté', la ‘sofrosine' y la sofía'- está, aún allí, esencialmente inacabado. Porque el animal humano, en esta etapa mundana de su creación, está en ‘régimen de paso'. Paso del orden ‘animal', ‘psíquico', al orden ‘espiritual', ‘peneumático' (1 Cor 15, 45-48) , innovado por la misma Vida divina.

Y nadie puede sorprenderse de una afirmación semejante. La historia del universo nos muestra, permanentemente, cómo las distintas etapas de la ascensión creadora a partir de de los ‘quarks', en tempranas etapas inmediatamente posteriores al Big Bang, y de los núcleo de átomos de hidrógeno de las primeras concreciones de energía supone la superación y aún desaparición de las etapas previas. Los pterodáctilos ceden su lugar a las aves; los dinosaurios ceden la tierra a los mamíferos. Y, más allá de la superación específica, aún en los individuos conocemos procesos de metamorfosis patentes: los renacuajos, por ejemplo, que sufren un proceso de transformación radical vinculados a la consunción del aparato branquial, pérdida de órganos, perdida de vertebras, de la cola, de los órganos laterales. De esa transformación surgen los jóvenes batracios. Y lo mismo las crisálidas, las ninfas de los lepidópteros, gusanos que se metamorfosean en mariposas.

Y hasta del hombre sabemos que ‘la embriogénesis' es un proceso que implica transformaciones, metamorfosis. Al cabo de unas semanas de estar en el vientre de la madre, el embrión humano tiene la apariencia de un renacuajo y algo que se parece a branquias.

Y bien, según el cristianismo, el hombres es precisamente un animal que se halla ahora –durante toda su vida del aquende- en régimen de ‘embriogénesis continua' y llamado a transformaciones radicales, a una metamorfosis, no solo física, como en el caso de los renacuajos y las larvas, sino ontológica y espiritual, mediante un proceso transformante en donde intervienen no solo causalidades cósmicas, sino la dupla causal del diálogo entre la libertad humana y el influjo creacional divino, la gracia.

No solamente no somos todavía seres divinos -como afirman todas las antiguas gnosis, hindúes, budistas, helenas y cabalísticas, y las modernas: Espinoza, Hegel, Marx New Age mediantes- sino que ni siquiera somos aún plenamente hombres. Lo seremos. Al cabo de nuestra metamorfosis. Aun vivimos en estado larval. “ El que no nazca de nuevo no pude ver el Reino d Dios ” (Jn 1, 3-7). Ese nuevo nacimiento será definitivo para el hombre, terminado el proceso de embriogénesis, iniciado por la gracia en nuestra condición actual mediante el renacimiento germinal del bautismo y acompañada por nuestros actos libres y meritorios de ascesis y de ejercicio -paulatino y creciente- de los nuevos poderes germinales que son la fe, la esperanza y la caridad. Embriogénesis transformante, precisamente, de las cuales son grandes maestros los místicos –y, en este Carmelo, privilegiadamente Santa Teresa y San Juan de la Cruz, con sus consagradas, gusanitos en el capullo de seda de sus rejas, que un día serán hechas mariposas adornando el Cielo-.

Pero la transformación final supone un salto tan grande que pasa por el despojo pleno de nuestra condición de gusanos y renacuajos en la metamorfosis cuasi brutal de la muerte.

Y eso es lo que hoy festejamos en la solemnidad de la Ascensión. Cristo, el Verbo encarnado, Dios asumiendo al hombre en la unidad de una Persona, llevando a lo humano de Jesús de Nazaret, hijo de María, por este proceso, por este paso-‘ pasjein ', pasar; ‘ pasja ': el paso, la Pascua-. Metamorfosis en que, a través del morir, Él, el primero, alcanza el estado final, es ascendido, es elevado, transformado, promovido, a ser el primer nacido de la humanidad definitiva, de la nueva creación, del hombre acabado. Junto con María, la nueva Eva, la nueva Mujer.

Él es, pues, desde hoy, la célula madre, la cabeza, el rey, de este organismo espiritual que es el Reino de Dios, sentado en el trono ya elevado de la nueva y definitiva Creación, el Primogénito de los muchos hermanos que seremos, cuando, también en nosotros, se haya completado la creación, después de la embriogénesis de nuestra vida cristina y de la metamorfosis de nuestra propia muerte y resurrección. ¡Aleluya!

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