Sermones de pascua

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

1999- Ciclo A

LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR
(GEP, 16-05-99)

Lectura del santo Evangelio según san Mateo 28, 16-20
En aquel tiempo, los once discípulos fueron a Galilea, a la montaña donde Jesús los había citado. Al verlo, se postraron delante de él, sin embargo, algunos todavía dudaron. Acercándose, Jesús les dijo: "Yo he recibido todo poder en el cielo y en la tierra. Id y haced que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que yo os he mandado. Y yo estaré siempre con vosotros hasta el fin del mundo".

SERMÓN

En el tan imparcial y siempre equilibrado teatro San Martín, del Gobierno de la Ciudad, en la calle Corrientes, se ha vuelto por enésima vez a poner en escena la panfletaria obra "Galileo Galilei" del judíomarxista Bertold Brecht , en una nueva traducción de Silvia Fehman y Gabriela Massuh y dirigida hábilmente por Rubén Szuchmacher. Más allá de la burda deformación de la historia, la obra muestra a la Iglesia como símbolo de la opresión y la actitud dogmática antecesora del nazismo y a Galileo como un campeón de la libertad de expresión y la razón, temas políticos que no intentaré a ahora elucidar. Pero desgraciadamente -aunque no sea el tema central de la obra- supone también la idea de no se qué hipotético conflicto entre ciencia y catolicismo, conflicto que jamás existió.

Lo cual no quiere decir que no haya habido científicos que hayan sido anticatólicos, pero no por ser científicos, sino por ser ateos o positivistas o masones o marxistas o agnósticos. Ningún científico podrá jamás decir que en nombre de su ciencia no puede aceptar la fe católica. Y, al contrario, la fe católica se apresura siempre a aceptar como verdadero y agregar a su visión teológica todo lo que se demuestre tal. Porque toda verdad es, de por si, cristiana.

Y hablando de Galileo, los que fácilmente aceptan la leyenda de que la Iglesia condenó el que éste afirmara que la tierra giraba alrededor del sol, lo menos que podrían preguntarse es cómo esta doctrina, que todos conocemos como la teoría copernicana, había sido lanzada a la fama medio siglo antes que Galileo, precisamente por Nicolás Copérnico, sacerdote católico polaco, canónigo de Cracovia. que había dedicado su obra al Papa Pablo III quien, por su parte, la leyó con mucho interés y aprobación. Tanto que, muriendo Copérnico poco después, su obispo Kromer, levantó un monumento sobre su tumba en la catedral de Frauenburg.

Por otra parte, el mismísimo Cardenal Nicolás de Cusa, antes que Copérnico, habían insinuado la posibilidad de este cambio de perspectiva astronómica.

En realidad, ya en la antigua Grecia, Filolao, discípulo de Pitágoras, Hicetas de Siracusa, Heráclides Póntico, Seleuco de Seleucia y Aristarco de Samos -este último incluso realizando mediciones bastante aproximadas- habían sostenido lo que luego habría de afirmar Copérnico.

Pero entre los científicos -y hablo de los científicos, no de los eclesiásticos- había terminado por imponerse más bien la opinión geocéntrica de Claudio Tolomeo , astrónomo de Alejandría del siglo II; y su obra, el Almagesto , habría de reeditarse como autoridad científica hasta bien entrado el siglo XVI. Parecía corresponder mejor a las observaciones del sentido común, que ven al sol girando alrededor de uno y no al revés. De hecho, aún a nivel de observación científica, si era la tierra la que realizaba una órbita gigantesca alrededor del sol, ¿cómo era que en ese viaje no se notara ningún desplazamiento en la posición de las estrellas, lo que se llama el "paralaje"? Nadie se imaginaba las fabulosas distancias de los espacios estelares que hacen que el diámetro de nuestra órbita en sus extremos apenas ofrezca ángulos distintos de observación a las estrellas. Recién en 1820, con el nuevo y potente telescopio del observatorio de Königsberg, Federico Bessel pudo medir la existencia de esta diferencia angular, el paralaje, y probar definitivamente la teoría de Copérnico. En realidad ni Copérnico, ni luego Galileo, ni Newton , pudieron ofrecer ninguna prueba de sus magníficas intuiciones.

Pero, mientras tanto, no debemos olvidar que para toda la antigüedad, y para la mente espontánea, el universo no era solamente una figura digamos geográfica, astronómica , sino al mismo tiempo simbólica . En el mundo primitivo, no racionalista, no científico, las categorías espaciales eran reflejo del mundo espiritual. El arriba y el abajo, significaban categorías ontofánicas, reveladoras de jerarquías de ser. Cuanto más arriba, más cerca de lo perfecto; cuanto más abajo, peor. "Alteza", "Eminencia", "Excelencia", todavía son títulos con los cuales calificamos a determinadas dignidades. En cambio "bajeza", "chatura", designa a lo innoble. "Lo ascendieron", decimos. "Se fue al descenso". "Un alto puesto". "Baja categoría". "Sube el rating", "cae". El éxito es "subir": ¡te vas p'arriba! El fracaso es "caer". Lo "superior", lo "inferior".

Precisamente de inferior, 'ínferus', en latín, viene nuestro término Infierno, lo que está abajo, lo ínfimo. En todas las civilizaciones primitivas este mundo de abajo está adornado con rasgos negativos: es la esfera de lo tenebroso, de lo oscuro, o de lo caliginoso, de los dioses más bien malignos, demoníacos. Y, al contrario, lo de arriba, el Cielo, -que viene de celeste , el color del firmamento- es la esfera de lo luminoso, de los dioses inteligentes y más bien benignos.

La Sagrada Escritura exorciza toda esta visión primitiva y declara que tanto lo de arriba como lo de abajo es pura creatura, materia, y que Dios no está ni arriba ni abajo sino en todas partes, siendo absolutamente trascendente, distinto al universo; lo cual está claro desde el primer capítulo de la Biblia. Pero no deja de usar simbólicamente las categorías espaciales, única manera que tenemos de referirnos a las cosas espirituales. El Altísimo, llama a Dios. El está "más arriba" de los cielos. Hosanna a Dios en las alturas. Y aún se admite que se diga Dios está en el cielo . Pero entonces ya allí la palabra cielo no significa el firmamento sino el espacio o falta de espacio propia de Dios, en realidad a Dios mismo . Lucas en la primera lectura de hoy utiliza esta simbología cuando para significar la promoción definitiva de Jesús a lo divino la imagina a modo de la insinuación de un movimiento ascensional. Mateo, si Vds. escucharon atentamente, en cambio, no la usa: solo dice que Jesús estará con nosotros hasta el fin de los tiempos, a la manera de Dios.

Es verdad que la gente sencilla a veces no distingue el símbolo de la realidad. Por eso tuvo algún éxito el astronauta ruso Gagarin cuando, asomándose por la ventanilla de su Sputnik, declaró que, estando en el cielo, por ningún lado veía a Dios. Pero jamás se le ocurrió a ningún científico, ni filósofo, ni teólogo católico de ninguna época, el tomarse estas imágenes al pie de la letra.

Eso explica que lo de Copérnico no molestara a nadie de entre los católicos. En cambio, es verdad que, en su fundamentalismo, Lutero y Calvino se desataron en injurias contra él.

¿Qué pasó entonces con Galileo?

Para explicarlo, antes -si me permiten hoy extenderme un poco- hay que hablar de otro personaje, un gran macaneador, un fraile dominico mujeriego que finalmente largó los hábitos y que se dedicó a la magia, al ocultismo y a las elucubraciones cabalísticas, Giordano Bruno , ajusticiado en Roma en el 1600 en la Piazza dei Fiori , donde la masonería en 1887 le ha levantado un monumento. También sobre Giordano Bruno se han escrito incendios anticatólicos y, por supuesto, se ha filmado la correspondiente película.

Pues bien: este fraile sinvergüenza, usando los descubrimientos de Copérnico, trataba de meter en la cabeza de la gente sencilla ideas anticristianas. Decía: "Somos una estrella más de las tantas que existen, luego ya estamos en el cielo. Dios no existe o, mejor dicho, existe, pero Dios somos nosotros, los hombres, viviendo ya en el cielo, con todos los demás seres inteligentes que habitan infinitos planetas de infinitos mundos. El hombre es pues dueño de si mismo y no debe obedecer a nada ni a nadie. Su razón es divina y no ha de admitir ninguna autoridad, ninguna superioridad, ninguna obediencia. Todos somos príncipes, todos somos obispos, todos somos iguales al Papa. Cualquiera puede hacer lo que se le antoje, y el bien y el mal son opiniones: todo está bien".

Con estas afirmaciones Giordano Bruno desbordaba el campo de lo científico y logró asociar en la cabeza del público en general sus absurdas fantaciencias y aberraciones morales y políticas a la teoría de Copérnico. Al mismo tiempo los protestantes acusaban a la Iglesia de favorecer la teoría heliocéntrica en contra de las escrituras.

Galileo tuvo la mala suerte de aparecer poco después.

Sí que fue un genio; y todos sabemos que, después de Francis Bacon , es prácticamente, con su propuesta del método empíricomatemático, el fundador de la ciencia moderna. Pero así como era un genio en lo científico, tenía un carácter atroz y no vacilaba en denostar muy poco científicamente, con terribles epítetos, a sus adversarios. Cabeza dura, a pesar de ser un ferviente católico, no quería entender las razones de prudencia que le pedía, en nombre del Papa, y a causa de lo de Giordano Bruno y de los protestantes, el Cardenal Bellarmino , santo varón. Además de que su legendaria soberbia y su ácida lengua le ganaban siempre la animadversión de sus oyentes y, especialmente, de sus colegas científicos.

El asunto es que, entre otras cosas, en 1610 publicó un libro "Sidereus nuntius" en que, contra otros astrónomos como Tycho Brahe , defendió con nuevos argumentos -que en realidad no probaban nada- la teoría de Copérnico. Todavía allí, y a pesar del ambiente envenenado por Bruno, el papa Pablo V recibió su obra con todo afecto. Se le pidió, sin embargo, que evitara mezclar la teoría con problemas religiosos y que, de todas maneras, no expusiera la cosa sino como hipótesis, ya que nada todavía se podía comprobar, y los que defendían aún a Tolomeo tenían derecho a no ser tachados de burros e ignorantes.

No solo no hizo caso Galileo, sino que, para reforzar su posición, cuando murió Pablo V, escribió un libro, tipo panfleto, en Florencia, en donde se puso a interpretar pasajes de la Biblia y a burlarse de todos sus adversarios, si cabe, con más ironía todavía que antes. Aún así el libro fue dedicado al nuevo Papa Urbano VIII , que lo leyó complacido y lo felicitó. Tanto que Galileo fue a visitarlo a Roma.

Poco después, escribió su obra definitiva "Dialogo sopra i due massimi sistemi del mondo, Tolemaico e Copernicano" que, presentado en Roma en 1632, recibió del Papa la aprobación para ser publicado, con tal de que presentara la posición de Copérnico aún solo como hipótesis. La cuestión es que Galileo no solo no hizo ésto sino que, además, añadió un prólogo en que dejaba a todos los partidarios de Tolomeo como a tontos y, para peor, usaba argumentos sacados de la Biblia, no de la ciencia. Y es que en realidad, repito, Galileo no probaba nada. De hecho, hasta después de Kepler, de Newton y, como ya dijimos, de Bessel, en 1820, no se pudo demostrar estrictamente que Copérnico tenía razón.

Y, mientras tanto, Galileo se burlaba de todo el mundo y usaba para ello alegremente la Sagrada Escritura. Finalmente, pues, un tribunal eclesiástico académico benévolamente le inicia un proceso. Mientras dura, Galileo, que ya tiene setenta años, vive cómodamente en el palacio del embajador de Florencia. Al fin, en una resolución que el Papa se niega a firmar personalmente, se lo manda no hablar más de este tema y dedicarse a otra cosas. En realidad esto fue providencial para el futuro del pensamiento humano: Galileo se retirar a su casa de campo en Arcetri, en las afueras de Florencia, donde lo cuida una de sus hijas, monja y, con la ayuda de Torricelli, su discípulo, escribe uno de los libros que fundaron la ciencia moderna, Discorsi e dimostrazioni matematiche , en 1638. Muere plácidamente, poco después, a los 78 años de edad, luego de haber recibido en plena lucidez los últimos sacramentos. Lo de "Eppur si muove!" es un invento posterior.

Es verdad que su obra sobre el sistema copernicano se puso en el Índice de los libros prohibidos y que sus jueces quizá se hayan extralimitado en sus atribuciones, pero lo sucedido debe comprenderse en su contexto. Sin embargo fueron inútiles las publicaciones tanto de la época de Pío XII como de Juan Pablo II realizadas por la Pontificia Academia de la Ciencia dando a luz investigaciones de todos los ángulos del proceso; inútil el famoso discurso de Juan Pablo II del 31 de Octubre de 1992 presentando las conclusiones del Cardenal Poupard y su comisión de científicos y aún reconociendo las culpas de los hombres de Iglesia de aquella época; nadie se da por enterado de lo que realmente pasó. La única versión que llega a la gente es más o menos la de Bertold Brecht con sus talentosos infundios y que sigue siendo estólidamente aplaudida por sus espectadores.

No solo eso, los adversarios de la Iglesia siguieron usando abusivamente, de mala fe, a la manera de Giordano Bruno, la revolución astronómica de Copérnico. Afirmaban que ella destruía el mito de la centralidad del hombre en el cosmos, ya que la tierra, su casa, no figuraba más en el medio del universo. De tal modo que la afirmación cristiana de que todo estaba hecho para el hombre y para Cristo, se revelaba así mendaz y falsa. Somos insignificantes y estamos perdidos en una mota de polvo de un arrabal del cosmos.

Bien, no vamos a seguir las vueltas de estos argumentos poco serios. Es interesante, sin embargo, destacar que la misma ciencia se ha encargado en nuestros días de volver a las antiguas verdades. Baste hablar del "principio antrópico" presentado recientemente por Brandon Carter, del Observatorio de Meudon y defendido por Stephen Hawking, el famoso discapacitado de Cambridge, que sostiene que, diacrónicamente, el universo, desde su inicio en el tiempo, en el Big Bang, estaba preestructurado para hacer aparecer al hombre como su culminación. (Eso quiere decir 'antrópico': en movimiento hacia el hombre -de 'tropos' y 'antropos'-). Es decir, a grandes rasgos, que todo está encaminado, desde el primer instante de la historia del universo, desde el primer agitarse de los quarks, hacia el hombre. O aún la "teoría de la relatividad" que, sincrónicamente, por la curvatura del espacio, afirma que es centro del universo cualquier lugar de éste donde haya un observador, es decir un hombre. Así pues, desde Einstein no solamente la tierra es el centro del cosmos, sino que ¡cualquier lugar donde haya un hombre, en cualquiera de las estrellas o galaxias a las que éste llegue, se transforma en centro! Y no sigamos.

Sin embargo nosotros sabemos que en realidad la antropía, la centralidad del hombre con su destino de muerte no agota el sentido del cosmos. Al contrario: si todo finalizara en lo humano, si todo el enorme esfuerzo de la materia, del espacio-tiempo, de los átomos y de la estrellas, de la física y la biología terminara solo en el hombre, éste condenaría al absurdo, con su ineluctable morir, a todo el desarrollarse negentrópico y antrópico del universo. La entropía, no la antropía, devoraría finalmente todo.

Pero nuestra solemnidad de hoy -la Ascensión- completa el esquema y da coherencia a la maravillosa historia del cosmos: no es la 'antropía' solamente lo que señala la dirección y el acabamiento del universo, es la 'cristotropía', el cristocentrismo, Cristo, hacia el cual convergen, solicitándolo, todas las fuerzas del universo. En Cristo, sublimado hoy a lo divino, metamorfoseado en Dios, elevado a los cielos, todo lo físico, todo lo biológico, todo lo humano, es ascendido al Padre, es rescatado de la entropía, es completado en la Antropía con mayúsculas del hombre nuevo, del hombre definitivo, de todos aquellos que en Cristo, mediante la Gracia, logremos rescatar todo lo bueno del universo y de lo humano y sublimarlo en promoción final a los cielos, en ascenso definitivo a la altísima Trinidad.

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