Escritos parroquiales Pbro. Gustavo E. PODESTÁ |
Número: 3 Santísima Trinidad, Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, Dios es único, pero no solo. Y, menos, solitario. El amor que, según San Juan, define a su existir divino, exige el yo y el tú que hacen amador y amado, y el nosotros que los une más allá de todo egoísmo compartido. Por eso el vivir divino se despliega en tres Personas: el Padre que, amador, se regala totalmente al amado Hijo, en el abrazo mutuo del Espíritu Santo. Pero este desborde interno e infinito del querer divino ha elegido extenderse, mediante la creación, hacia otros seres. La humanidad es alcanzada por este vendaval de amor en el misterio de la respuesta, en el Espíritu, se hace amor, regalo para los hombres, en la entrega hasta la muerte de Cristo, y en la efusión de vida de Pentecostés. En una sociedad cada vez más competitiva, en donde los lazos familiares y los apoyos solidarios poco a poco se debilitan y el individuo corre el riesgo de perderse en soledad y tristeza, la Iglesia en sus solemnidades litúrgicas y sus fiestas nos muestran, en sabia pedagogía, el camino de la verdadera realización. La Trinidad, al develar la intimidad de Dios, nos habla de que la única vida y alegría que merece ser vivida es la que se comparte. La devoción al sagrado Corazón, nos recuerda que es precisamente ese amor compartido de Dios la fuente misma de la existencia de la creatura y de su propia vocación al Amor y la Vida mediante Jesucristo. El Santísimo Cuerpo y la Sangre de Cristo, último y pleno don de ese sagrado Corazón, destructor de egoísmos y soledades, alimento de verdaderos amores y auténticas amistades, se nos ofrece permanentemente desde la mesa del Altar y los sagrarios de nuestros "Trinidad", "Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo", "Sagrado Corazón", terminado el ciclo Pascual, retomado el ciclo litúrgico durante el año, nos ayudan a comprender y vivir mejor la alegría de nuestro existir cristiano sostenido desde su nacimiento por el fuego inextinguible del Amor que es Dios. |