Escritos parroquiales
Pbro. Gustavo E. PODESTÁ

Número: 103
JULIO, 2004

Julio
  Vitral de los Desposorios de la Virgen con JosÉ

Continuando nuestra visita a los nuevos vitrales, toca ahora detenernos en el primero a mano derecha, a partir del ingreso en el templo. Tanto éste como el vitral que se encuentra enfrentado con él, nos presentan sendas escenas transcurridas en el templo de Jerusalén. Ambos también nos hablan de sucesos en la vida de María Santísima que podemos vincular con sacramentos. Los colores predominantes en una y otra ventana, al par que se complementan mutuamente, en intención del artista, se cruzan con aquellos de las vidrieras del ábside, de tal modo que sea posible trazar una cruz imaginaria que atraviesa y cubre el recinto sacro, de verde a verde un brazo, de encarnado a encarnado el otro.

Nos cobijamos bajo el signo de esa Cruz y, sabiéndonos renacidos a nueva Vida por la Gracia que de aquella nos llega, nos recogemos para meditar.

El vitral que queremos considerar es el que representa los desposorios de María y José. No podemos echar mano de ningún relato neotestamentario, porque los evangelistas pasan en respetuoso silencio ese acontecimiento. Tanto Mateo como Lucas, los únicos dos evangelistas que nombran al marido de la Madre de Cristo, callan todo detalle respecto de bodas y desposorios. Sólo refiere el primero que, antes de convivir los esposos, María se encontró encinta sin obra de varón y que a José le fue revelado este suceso en un sueño.

Pero observemos la escena que el artista nos propone. Por el predominio del colorado en sus diversas tonalidades, la imagen aparece, ya desde el color, con una calidez muy marcada. Esto se ve acentuado por la ternura que inspira la pequeña silueta de María, junto a su esposo, al que mira con intenso amor. Él, por su parte, alto y fuerte, estrecha las manos de su mujer con gesto protector, al tiempo que la contempla cautivado. Ambos están de pie en el recinto sagrado, que el artista ha querido destacar (notemos el techo abovedado, que refleja el propio de nuestra parroquia, y el piso embaldosado, cuidadosamente trazado, aportando una nota de realismo muy contemporáneo a la escena).

Una segunda mirada, a partir de la imagen de colores y formas, nos lleva a considerar bajo la luz de la nueva y definitiva creación obrada en Cristo y María, la antigua y permanente realidad del matrimonio. Esa unión indisoluble en consorcio de vida, por la cual un varón y una mujer se dan y entregan mutuamente, haciéndose aptos para engendrar, criar y educar hijos, y ofreciéndose mutuamente apoyo y comprensión, aparece bellamente expresada en la fusión de ambas figuras, unidas en estrecho abrazo y por el mismo color. Color que es símbolo universal del amor.

La escena transcurre en el templo, ante Dios. No es, pues, una mera unión de hecho, un simple vivir juntos. Lo que vemos es una unión matrimonial, cuya realidad más profunda es ese darse y recibirse el uno a otro a título de mutua donación , que luego, en justicia, pueden exigirse el uno al otro por el resto de sus días. Al dar su “sí”, varón y mujer se conyugan, se hacen el uno del otro, sometiéndose libre y conscientemente, de por vida, al mismo “yugo”. Viene bien recordar aquí que el “yugo” es un barral de madera que se coloca sobre la cruz de una yunta de bueyes para que ambos puedan tirar parejo del mismo carro. La idea (si la entendemos bien) apunta a señalar que el matrimonio y sus bienes son algo que sólo puede realizarse con el esfuerzo unido de un varón y de una mujer devenidos “cónyuges”. Única unión a la que la naturaleza inclina a los efectos de perpetuar la especie, no sólo biológica, sino humanamente, y frente a la que, cualquier otra, no solo no obedece a los designios de Dios y las exigencias de la psique humana sana, sino que puede transformarse en aberrante desfiguración del matrimonio, al cual se le quiere pedir prestado o robar la santidad del nombre. Los hijos pueden nacer dentro y fuera del matrimonio; hijos pueden criar un hombre o una mujer solos; pero, no es esto lo normal ni a lo que de suyo ordena la naturaleza humana.

Una tercera mirada nos lleva a considerar el matrimonio en cuanto sacramento . Ya no se trata sólo de aquello a lo que inclina la naturaleza humana, sino de una realidad nueva, que es dada a los esposos cristianos en el momento mismo de su ‘sí'. En la nueva economía de la gracia, los cónyuges no son meramente una sola carne , sino que en su unión devienen figura, imagen, de aquella de Cristo y la Iglesia. En virtud del bautismo y de la vida divina que éste conlleva, ellos mismos son los que se administran mutuamente este ‘sacramento' –el sacerdote solo hace de ‘testigo'- recibiendo con él un aumento de gracia y gracias especiales, propiamente matrimonial, que no solo les dará siempre luces y fuerzas para cumplir su misión y vivir plenamente su mutua donación y paternidad, sino para ‘merecer' por ello en orden a la Vida Eterna.

Pero, el artista que ha pergeñado este vitral es teólogo. Su mirada no se detiene solo ni en el hecho natural del matrimonio ni tampoco en su realidad sacramental. Él mira a María Santísima y su papel singularísimo en nuestra recreación. Un haz luminoso desciende de los Cielos y, atravesando la bóveda del templo, llega hasta el rostro de María. Desde Ella y por ella, esa luz alcanza en primer lugar a San José, el varón que le es dado como marido y con quien María se hace “ una sola carne ”, en el sentido personal que presta a la palabra ‘carne' el lenguaje bíblico. Pero, luego, la luz se difunde por toda la escena y llega hasta nosotros.

En el plan salvífico, María es la Mediadora de todas las gracias , comenzando por la primera -que no es otra que su Hijo, el fruto bendito de su vientre- . Virgen, esposa, madre, María Santísima es la Mujer de la nueva creación. Ella, pensada y amada por Dios desde toda la eternidad, es quien hace posible aquel “ el Verbo se hizo carne y puso su morada entre nosotros” (Jn 1, 12) . Por Ella recibimos al Autor de la Vida, Jesucristo, Luz del mundo y vida de los hombres, por quien tenemos acceso al Padre en un mismo Espíritu.

Con María y José, tributemos, pues, alabanza al Dios Uno y Trino y démosle gracias por las maravillas que obro complacido en nuestra admirable Madre.

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