Escritos parroquiales
Pbro. Gustavo E. PODESTÁ

Número: 12
ABRIL, 1996

ALELUYA

Los que hemos tratado de vivir los tiempos litúrgicos acabamos de festejar la Pascua alborozadamente. El límite de lo humano ha sido superado, la muerte ha sido vencida: todas las lágrimas, todos los esfuerzos, todos los dolores, todas las soledades, pueden transformarse ahora no en estadio definitivo, sino en momento previo, en expectativa, en Esperanza. La cruz de Cristo ha revelado que aún los peores fracasos humanos pueden ser mediados, en la fe, hacia la luminosidad espléndidamente feliz de la Resurrección.

No hay nada que el hombre pueda pedir a Dios -salud, felicidad, amor, fortuna, prosperidad, éxito.- que ya no se nos haya concedido de modo sobreabundante en el don Pascual. La plenitud de lo humano ha sido lograda en Cristo ascendido al cielo y sentado a la derecha del Padre. Ahora solo falta alcanzarla, llegar a ella, cada uno de nosotros; pero la plenitud como tal ya existe y está al alcance de nuestras manos y, de alguna manera, es ya una realidad, dentro nuestro, en la fe, la esperanza y la caridad.

Después de la Resurrección , pues, en principio ya nada queda por pedir. Por eso, y mientras dura el tiempo de Pascua, -cincuenta días que culminan en Pentecostés- de la oración suplicante, arrepentida, mendicante, peticionante, que es la propia del tiempo de cuaresma, la Iglesia pasa a la oración de pura alabanza y de alegre acción de gracias.

La alabanza, que expresa multiplicando en los textos de la Misa y de las Horas litúrgicas, la exclamación ¡Aleluya!. La acción de gracias, vivida fundamentalmente en la Eucaristía.

¡Alabad a Dios! ¡Hallelu (alabad) - Yah (al Señor)! ¡Alabad a Yah (veh)! Es la antigua exclamación del pueblo hebreo frente a las obras espléndidas de Dios, tanto en la naturaleza, en la historia, como en nuestras vidas personales. Es un grito de júbilo que surge del corazón creyente y se transforma en gozosa admiración ante la bondad y esplendidez de nuestro Padre.

De esa alegría se pasa, sin solución de continuidad, a la acción de gracias. El que agradece es porque no ha comprado, porque lo que recibe tiene un plus que no puede pagar. El cristiano sabe que llevar ya la semilla de la resurrección y tener derecho a esperarla es algo que supera totalmente las posibilidades humanas y que solo proviene de la magnanimidad de Dios.

Precisamente 'eucaristéo', quiere decir, en griego, 'agradecer con alegría'. De allí nuestro término 'eucaristía' 'gozoso reconocimiento', 'acción de gracias'.

De allí que la santa Misa ya es, en la Vigilia de Pascua, el centro mismo de la celebración pascual. Así como la humanidad de Cristo ofrendada en la patena del calvario es consagrada y resucitada, así el pan ofrendado en la patena no muere: su sacrificio lo transforma en la realidad resurrecta de Jesús. La acción de gracias, la 'eucaristía', que es el medio por excelencia de nuestra alegre entrega al Señor, es por eso, al mismo tiempo, lo que nos plenifica hacia la resurrección. Solo lo que entregamos de nosotros mismos en ofertorio cotidiano, en alegre acción de gracias, es lo que, puesto en la patena de nuestras Misas, es consagrado y guardado para la Resurrección. Sin quererlo expresamente, la alabanza y la acción de gracias, son más eficaces para nuestro bien definitivo, que la misma oración de súplica y de petición.

El Señor ha resucitado. ¡Aleluya! ¡Demos gracias a Dios!

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