Escritos parroquiales
Pbro. Gustavo E. PODESTÁ

Número: 25
JUNIO, 1997

misiÓn

Si hay algo que caracteriza la conciencia que Cristo tiene de si mismo es el hecho de haber sido 'enviado' por el Padre. Solo en el evangelio de San Juan es una afirmación que se repite cuarenta veces (p. ej. 3, 17; 10, 36; 17, 18). El es, a su vez, quien, con el Padre, envía al Espíritu Santo (15, 26; 16, 7). Es este Espíritu Santo, de igual forma, quien es dado a los discípulos para que cumplan su función de 'enviados' (Jn 20, 21s). En él predicarán en adelante el Evangelio (1 Pe 1,12), como asimismo, después de ellos, los predicadores de todos los tiempos.

Porque también los hombres son enviados. En realidad todos aquellos a quienes haya alcanzado la palabra de Cristo no solo han de ser 'discípulos', porque aprenden del Maestro, sino 'enviados'. Y enviado se dice en griego 'apostolos', trasliterado 'apóstol' en nuestra lengua. Así como, en latín, del participio 'missum' -enviado- deriva nuestro vocablo 'misión', envío.

Porque no hay ninguna elección o vocación de Dios que no sea al mismo tiempo un envío. Los cristianos han sido objeto, ciertamente, de una privilegiada elección de Dios; ser cristiano es una merced que ha de henchir de agradecimiento y de santo orgullo el corazón del bautizado. Pero difícilmente el Señor conceda un privilegio a nadie para que permanezca estéril en su corazón. Si la Iglesia es elegida como pueblo de Dios, ello no es para separarla del resto de la gente, ni solo para distinguirla frente a los demás, sino para que ella se convierta en vocera, mensajera y apóstol de Cristo para llevar su mensaje, la Buena Nueva, al resto del mundo.

Una Iglesia, una comunidad cristiana que se cerrara en el solo disfrute de su fe, sin asomarse al resto de los hombres ni intentara llevarles su mensaje, dejaría por ese mismo hecho de ser cristiana, porque la esencia del ser cristiano no es solo el haber sido 'elegidos' por Dios, sino el ser 'enviados'. Ser cristiano es automáticamente ser enviados, ser misioneros. Misión por cierto que no necesita desplazarse a África o al Asia para que pueda llamarse tal y que, de hecho, casi todos los padres cristianos cumplen, al menos cuando educan a sus hijos en el evangelio, pero que todos deberíamos esforzarnos en extender a todos aquellos a los que de una u otra manera podemos llegar con nuestra palabra e influencia.

"¡Ay de mi si no predicara¡" (1 Cor 9, 16), exclamaba san Pablo, al sentir dentro suyo la urgencia de transmitir la palabra de Jesús. Urgencia que le surgía no de ninguna obligación o imposición externa sino del sentimiento de maravilla de la luz que había encontrado, el agradecimiento al que se le había dado y el amor a aquellos que también podían llegar a participar de la alegría de la luz si él era capaz de alcanzársela.

Si el cristiano supiera el tesoro del cual es depositario y apreciara realmente la fe con la cual ha sido agraciado le surgiría espontáneo el apremio y la premura por hacer partícipe de él a aquellos a quienes ama.

El enviado evidentemente no es superior a quien lo envía, pero tampoco de aquellos a quienes es enviado. Al contrario, es responsable de entregar a destino un mensaje que no es suyo, sino de Uno mucho más grande que él y del cual se hace depositario e intermediario frente a los que es mandado. Terrible sería que el mensaje no llegara a destino porque el enviado, en vez de llevarlo y entregarlo, se distrajera en el camino o pensara que el mensaje fuera solo para él. Así es el cristiano que no vive como algo central de su fe la vocación de 'enviado'.

"Como el Padre me ha enviado, yo también os envío" (Jn 20,21) nos dice el Señor a todos. Tarea que asumimos, como humildes servidores, con enorme alegría, porque se nos ha hecho anunciadores del mensaje más bello e importante que pueda recibir un hombre en esta tierra, ya que somos nada menos que "enviados por el Rey para convocar a los invitados a las bodas de su Hijo" (Mt 22, 3).

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