Escritos parroquiales
Pbro. Gustavo E. PODESTÁ

Número: 32
Enero-Febrero, 1998

ENERO Y FEBRERO 1998

Enero y Febrero, meses que dan inicio a nuestro año, tienen sin duda para nosotros un particular tono por coincidir con la época de vacaciones, cosa que no sucede en el hemisferio norte. Es como si tuviéramos un respiro que no solo podemos usar para descansar de las fatigas del año que terminó, sino para proyectarnos hacia los meses que vienen del año que recién ha comenzado.

A diferencia de los animales, cuyo futuro no pasa, en su psicología, más allá de los mi­nutos que necesita para obtener su presa o realizar instintivamente sus acciones, el hombre es capaz de anticipar su tiempo y, desde el presente, ya co­menzar a dominarlo. Si es verdad que hay muchas circunstancias que nosotros no podemos manejar -la economía general, los avatares del clima -¡la dichosa corriente del Niño!-, un loco manejando por la calle, una maceta que se nos cae en la cabeza desde un balcón...- Dios nos ha dotado de talentos y libertad para, dentro de los límites de nuestra creaturidad, poder dominar nuestro tiempo y planear creadoramente nuestro futuro.

Pero aún esas circunstancias que no dominamos, o las sorpresas de acontecimientos inesperados, serán ocasión para que mostremos frente a ellos nuestra lucidez, nuestro dominio de las situaciones imprevistas, nuestro estar atentos a los recla­mos de Dios, que nos habla a través de todo lo que sucede, aún de lo menos deseado. Para todo ello tenemos que estar preparados, y el tiempo de vacaciones es propicio para hacerlo.

Vivimos épocas en donde las exigencias del estudio y del trabajo se hacen cada vez más prepotentes en nuestra vida, urgidos como estamos por la competencia, la lucha por el puesto, la supervivencia de las empresas que conducimos y la necesidad de excelencia. Durante el año apenas tene­mos tiempo para leer, para estar con nuestra familia, para rezar, para reflexionar. Peor: los pocos momentos que nos da de tregua la jornada, en medio de la fatiga, los dilapidamos lastimosamente frente a un aparato de televisión.

Es necesario, pues, usar los períodos de calma que nos deparan las vacaciones, no para cambiar la actividad de nuestros estudios o trabajo o lucha por la subsistencia por la actividad del movimiento, de la diversión, de los ejercicios físicos y deportivos, sino también para lograr espacios de silencio, de meditación y de reflexión que nos hagan capaces luego, en el transcurso del año, de ser dueños de nuestro tiempo.

Hagamos vida sana. Sobre todo los jóvenes, no cambien el trajinar laborioso o estudioso del año, por la, a veces, más cansadora diversión a toda costa, con noctambulismos absurdos, con demasías corporales, con excesos en el comer y en el beber...

Las vacaciones ya no son tan largas como en otras épocas. No nos podemos permitir malgastar este tiempo de pausa en zonceras. El sano esparcimiento debe combinarse con buenas lecturas, buena compañía, buena música, conversaciones más hondas que las que mantenemos en medio de las urgencias de nuestras actividades normales.

Y, por supuesto, en nuestra calidad de hermanos de Jesús, demos tiempo a la meditación, a la lectura de algún libro religioso, a la plegaria. Oremos: podemos hacerlo leyendo, en la playa, al borde de una pileta, en el campo; podemos hacerlo caminando, buscando silencio; podemos hacerlo en una capilla... ¡Tanto nos excusamos que no rezamos porque no tenemos tiempo, porque hay mucho que hacer, mucho que estudiar! En las vacaciones no hay excusa.

Y de la calidad de tus vacaciones dependerá la densidad, la garra, el entusiasmo, el dina­mismo, el éxito, de lo que luego tengas que hacer durante el año y lo emprendas desde tu cuerpo descansado y fortalecido y desde tu mente y tu corazón viendo y viviendo las cosas desde Cristo y para Cristo.

Que María, nuestra Admirable Madre, así nos lo obtenga en este año.

 

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