Escritos parroquiales Pbro. Gustavo E. PODESTÁ |
Número: 33 Cuaresma Todo renacimiento supone muerte o abandono previo. No podemos nacer sin dejar el vientre de nuestra madre; no podemos acceder al estado matrimonial sin abandonar el ser solteros; ni trabajar sin dejar el ocio, ni estudiar sin abandonar la diversión. Tampoco Cristo pudo alcanzar su estado definitivo a la derecha del Padre sin abandonar lo humano en el despojo de la Cruz. Pascua conmemora precisamente este renacimiento definitivo de Cristo y, con él, en promesa, el de todos los que se salven. La Pascua inaugura la nueva y definitiva vida a la cual Dios quiere conducir a lo humano, "la tierra y los cielos nuevos" de los cuales habla el Apocalipsis (21,1). Esa nueva vida pascual se conecta a cada uno de nosotros mediante el sacramento de la Fe: el bautismo. En los primeros siglos esa estrecha conexión entre el bautismo y la Pascua quedaba patente en el hecho de que este sacramento se impartía a todos los fieles en la Vigilia Pascual, la madrugada de Pascua. A tal fin los catecúmenos -en aquella época la mayoría adultos- se preparaban por medio de cuarenta días de reflexión, oración, austeridad, y concientización de lo que debían abandonar si querían insertarse en la nueva existencia de Cristo. Los cuarenta días simbolizaban los años que habían esperado los hebreos en el desierto antes de ingresar en la Tierra prometida. Los cuarenta días que había permanecido Elías en el yermo antes de encontrarse con Dios y los de Jesús previos a su ingreso en la vida pública. Fueron reglamentados por el Concilio de Nicea en el año 327. Al poco tiempo, a los catecúmenos se sumaron aquellos que, siendo ya cristianos, habiendo pecado gravemente, querían reconciliarse mediante el sacramento de la Confesión. Tampoco tal sacramento se administraba con la frecuencia de nuestros días: lo celebraba el obispo una vez por año, el Jueves Santo. Dichos penitentes -que confesaban previamente sus pecados- iniciaban su penitencia también cuarenta días antes de la Pascua. Como los domingos no se hacía penitencia, los cuarenta días comenzaban el miércoles llamado 'de Ceniza'. Porque el estado de penitente se asumía, según la indicación bíblica, vistiéndose con géneros bastos y derramando ceniza sobre la cabeza. Hacia el siglo IX, cuando la disciplina penitencial se hizo más sencilla y la penitencia pública fue cayendo en desuso, todos los fieles fueron entendiendo que, a pesar -a lo mejor- de no tener enormes pecados, lo mismo necesitaban renovar y reverdecer anualmente su condición cristiana, ajada y empolvada por el paso de los meses, para poder celebrar dignamente la Pascua y volver a vivir, así, en plenitud, su condición cristiana. Desde entonces la Iglesia celebra la llamada Cuaresma, -de 'cuarenta'-, tiempo litúrgico propicio a la meditación, al proyecto, a la revisión, al cambio, como apresto a la revitalización pascual. Representa en nuestro existir cristiano esa parte de renuncia, de abandono y de muerte necesarios para renacer a la vida nueva. Durante el año -quizá durante estas vacaciones- nos hemos dejado llevar demasiado por nuestros instintos, por nuestras ganas o falta de ganas, por nuestros deseos y ambiciones... Más que conducir adelante nuestros proyectos, nos hemos dejado dominar por el fluir de acontecimientos y estímulos inmediatos, por las circunstancias, por escalas de valores no siempre compatibles con nuestra condición cristiana, por ambiciones de gustos y de bienes distintos a los que nos harían más humanos y más hermanos de Cristo. Aún en las pequeñas cosas nos hemos dejado arrastrar: comer, fumar y tomar de más, perder tiempo con la televisión, realizar gastos inútiles y superfluos, estudiar menos de lo que nuestras responsabilidades nos pedían. Más que manejar señorialmente nuestras vidas con la inteligencia y el Evangelio, nos hemos dejado arrastrar por impulsos y caminos poco racionales. La Cuaresma viene como un tiempo de reparación y al mismo tiempo de prueba. Prueba de que somos dueños de nosotros mismos, señores de nuestro cuerpo y sus deseos, patrones de nuestro tiempo y de nuestras opciones, libres para tomar decisiones sin que nos venza la pereza, ni la gula, ni la facilonería, ni el chantismo. Época de seriedad, de silencio, de apagar la televisión, de, en lo posible no asistir a espectáculos ligeros ni a bailes frívolos, de dejar de lado todo lo trivial que intenta apropiarse de nosotros, de escribir esas cartas, de leer esos libros, hacer esas visitas, restablecer esas paces que tanto tiempo hemos postergado; y vivir la alegría más profunda de la libertad y la esperanza cristianas. Que la Pascua del Señor nos encuentre dispuestos a recibirla en fe y en caridad. Sabemos que estas no se gestan en el ruido del negocio, ni en la inquietud de los estudios previos a los exámenes, ni en la afectación de los compromisos sociales, ni en la búsqueda de lo fútil, ni en el tironeo de los deseos, sino en las frentes altas, en la mirada lanzada a la altura, en el amor a los hermanos, en el gozo de las cosas auténticamente dignas y bellas. |