Escritos parroquiales
Pbro. Gustavo E. PODESTÁ

Número: 34
ABRIL, 1998

Semana Santa

A pesar de que Dios está en todo lugar y todo tiempo, no todos los lugares y todos los tiempos son igualmente idóneos para que el hombre pueda más fácilmente encontrarse con Dios. No es exactamente lo mismo rezar a Dios en un templo consagrado, delante del Santísimo, que en la ducha o en una discoteca o en una cancha de fútbol. La Iglesia separa determinados espacios, los aparta del uso cotidiano, profano , normal, de la gente y los consagra a la oración, al culto, transformándolos en sagrados . Eso son todas nuestras iglesias y capillas. No se diga nada de los sitios especialmente santificados por Dios con signos extraordinarios de Su presencia o la de su santísima Madre: piénsese en Luján, en Lourdes, en Fátima... "¡ Esto no es sino la casa de Dios y la puerta del cielo! " (Gn 28, 17) exclamó Jacob a la visión de la escalera que unía al cielo y la tierra; y levantó allí el altar de lo que sería luego el santuario de Betel.

Tampoco el tiempo es homogéneo, marcado solo por el regular barrer por sus agujas las esferas de nuestros relojes. Como dice el Eclesiastés: " Hay tiempo para llorar y tiempo para reír, tiempo para plantar y tiempo para arrancar lo plantado, tiempo de lamentarse y tiempo de danzar, tiempo de abrazarse y tiempo de separarse, tiempo de buscar y tiempo de perder, tiempo de rasgar y tiempo de coser ..." (Qo 3, 4-7). No es lo mismo encontrarse con Dios en la inquietud del transcurso de la jornada que al caer de la noche o al despuntar de la madrugada. No es igual hallarse con El los días de semana dedicados al trabajo y al estudio, que los domingos, que deberían ser separados para el Señor y que El mismo ha santificado con su Resurrección, haciendo de este día un tiempo preñado de eternidad. El domingo es, en la liturgia, un tiempo sagrado -así como el templo es un espacio sagrado- que debería servirnos para encontrarnos privilegiadamente con Cristo y con nuestra dignidad de hijos de Dios.

Pero, durante el año, hay un tiempo especialísimamente sagrado, santo -precisamente así se llama, semana "santa"- que Dios mismo ha querido apartar del uso profano, para dedicarla especialmente a embebernos de esa vitalidad divina que proviene de su propio Ser y que nos infunde en forma de Gracia.

Semana santa, memoria y actualización del acontecimiento Pascual, es un tiempo cargado de inspiraciones y fuerza de Dios, como si toda la atmósfera estuviera electrizada por sus llamados y sus gestos de amor. Rezar, meditar, confesarnos, ponernos en actitud de escucha, hará que esas gracias transformen nuestro corazón. Es una pena que, en la trivialización y profanación de todo lo sagrado, el mundo moderno haya transformado la semana Santa en como una yapa de las vacaciones. Allá nos vamos, a nuestras quintas, al mar, al campo ... Hay más ofertas de fútbol, de espectáculos, de diversiones... El sentido de la santa semana queda desnaturalizado, la gracia ofrecida de Jesús se pierde en el vacío de nuestra distracción, de nuestra holganza, de nuestros pasatiempos, de nuestra indiferencia...

Debemos resistirnos a la tentación de desaprovechar fútilmente ese fin de semana largo solo para nuestro recreo o nuestro descanso. Que no nos venzan los intereses de los comerciantes, de los hoteleros, de las agencias de turismo, de los espectáculos ... Está en nosotros elegir si ese tiempo santo, ese tiempo de Dios, lo vivimos como días privilegiados de encuentro con El, que redundarán ciertamente en bien nuestro y de nuestra familia, o lo ponemos al servicio de los intereses profanos de la sociedad.

Semana Santa revive los momentos más importante de nuestra fe: la muerte y Resurrección del Señor, su paso -su pascua, de 'pasjéin', pasar- a través de la cruz, hacia la sublimación de lo humano, hacia la plenificación del hombre a la diestra de Dios en la fruición plena de su Amor. Ese lugar definitivo hacia donde el hombre, transformado y potenciado en todas sus capacidades, transportado a la vida de Dios, es llamado mediante Cristo y su triunfo pascual.

Vivir la semana Santa no es solo recordar memoriosamente aquello sucedido ya hace casi dos mil años. La Iglesia no lo festeja como un hecho pasado, sino que lo revive sacramentalmente para que aquí y ahora nosotros podamos recoger sus frutos ahondando esa transformación pascual iniciada en nosotros por el bautismo.

Que la participación en los misterios que nos dieron nueva vida, vividos en la liturgia, en nuestra oración serena, en nuestro silencio abierto a la voz de Dios, en la bella liturgia de la Iglesia, nos conduzca a vivir una Pascua llena de alegría, de nuevos bríos, de gana de aprovechar el año para gloria de Jesucristo y bien de nuestros hermanos.

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