Escritos parroquiales
Pbro. Gustavo E. PODESTÁ

Número: 40
Octubre, 1998

Octubre 1998

MADRE ADMIRABLE, PATRONA DE NUESTRA PARROQUIA

El fenómeno de la cantidad siempre creciente de santuarios marianos, en donde verdaderas multitudes se reúnen convocadas por la Santísima Virgen -como hemos visto en estos días en San Nicolás- revelan, en las postrimerías de nuestro siglo, la sed de Dios que alberga el corazón del hombre. Siglo señalado por progresos técnicos y científicos asombrosos; lleno de promesas de utopías políticas que, a la postre, se mostraron inconducentes o, peor, sanguinarias; exaltación del hombre en desmedro del culto a Dios; veneración de lo físico, de lo joven, de lo libre, de lo desprejuiciado; finalmente pareciera que las muchedumbres -que están formadas por gente con nombre y apellido, cada cual con su drama, con su ilusión, con su historia- vuelven a buscar a Dios.

"Jesús al ver a la multitud tuvo compasión de ella, porque estaban fatigados y abatidos, como ovejas que no tienen pastor" (Mt. 9, 36).

No es casual que esa compasión haya llevado a Jesús a querer reunir a su rebaño mediante la atracción maternal de María. El hombre de nuestros días está cansado de la prepotencia de los falsos caudillos, de la pa­labra falaz de los políticos, de la verborragia del periodismo, de la insaciable voracidad del estado o de las empresas, de leyes que no se entienden o no se cumplen o favorecen al delincuente, de explicaciones económicas convincente pero que no llegan al bolsillo, de palabras y palabras, dulces, almibaradas, sonrientes, que hablan de amor y de amor, pero que nos dejan más solos que nunca...

Por eso Jesús, antes de hablar, antes de decirnos nada, antes de pedirnos nada, nos lleva hacia María. Sabe que necesitamos su consuelo, su amor, su ternura, su comprensión. No queremos que nos reten, que nos manden, que nos acusen, que nos mues­tren nuestra miseria, que nos señalen nuestros defectos, que nos digan que tenemos que estudiar esto y aquello... Queremos que María nos mire con sus ojos llenos de perdón, de cariño materno, de aliento, de aprecio por nosotros, por lo que somos, a lo mejor por lo que queremos ser y no podemos. Que sea como nuestra mamá que, cuando éramos chiquitos y volvíamos de nuestras aventuras y de jugar y de ensuciarnos y de pelear con los demás, ella nos lavaba, nos curaba, nos consolaba, nos vestía con ropa limpia. Así si nos atreveremos a presentarnos a Jesús.

Los grandes santuarios suelen fundarse allí donde el pueblo ha reconocido una mani­festación de la presencia de María: una aparición, un mensaje, una fuente que mana, una curación... Sobre todo allí donde, atraídos por esos primeros signos, hombres y mujeres de toda clase finalmente se encuentran, mediante los sacramentos, con la Iglesia, con Jesús y con Dios.

Madre Admirable tiene orígenes más sencillos. Una pintura al fresco pintada piadosamente por una joven religiosa que, inmediatamente después de inaugurada, suscitó en todos los que la miraban singular y sorprendente devoción.

Madre Admirable saltó la etapa de la revelación, del milagro. Su única silenciosa acción fue conmover los corazones de quie­nes la veían. Milagros interiores sin cuento formaron la legión de sus devotos. No tiene revelaciones, no tiene fuentes que manan, quizá porque no representa a una María ya adulta, madre de Jesús, sino futura madre, jovencita aún, formándose en el templo, con su libro abierto y su tejido, con sus ojos soñadores y su sonrisa buena de niña que ya sabe que ha de vivir en alegría para Dios. Pero, en realidad, nosotros -que creemos en la palabra sólida del evangelio y en el milagro permanente de los sacramentos- no necesitamos más que eso para amarla y para volcarnos a Ella y al Hijo que nos da.

Que nuestra Madre Admirable nos transmita esa su alegría de virgen pura entregada a Dios; que su sonrisa buena temple siempre las asperezas de nuestro vivir; y que también sueñe con nosotros, como soñó y esperó a Jesús, y su sueño se haga realidad, en verdaderos hermanos y hermanas que seamos de Jesús.

 

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