Escritos parroquiales Pbro. Gustavo E. PODESTÁ |
Número: 42 DICIEMBRE 1998 Ha comenzado uno de los meses más alegres del año. Es verdad que, para muchos, hay exámenes y balances y cuentas que rendir y, además, esas penas que pueden tocar a uno en cualquier tiempo del año, pero el ambiente es más bien el de la espera de las fiestas, de las vacaciones que se aproximan, de un ciclo que se termina y que nos da la esperanza de que el próximo pueda ser mejor. Ese clima de espera coincide con el tiempo litúrgico del adviento. Y adviento es precisamente eso: espera. En este caso la espera del nacimiento de Jesús. Sería infantil, sin embargo, pensar que se trata de la espera concreta de la Navidad de este año y de sus meros festejos litúrgicos y familiares. Los tiempos litúrgicos van como centrando su atención en actitudes permanentes del hombre, no puramente ocasionales o ceñidas al calendario. Esperar es connatural al ser humano durante toda su vida. Vivimos esperando. El hombre es un ser tendido hacia el futuro, proyectado: esperamos, proyectamos, salir del colegio, salir de la facultad, recibirnos, casarnos, comprar nuestro departamento o nuestro auto, viajar... Pero todo lo obtenido se transforma en punto de partida de una nueva espera, de un nuevo proyecto. Y eso cuando las cosas van bien. De lo contrario, esperamos que las cosas cambien, tomen un cariz favorable, que la tristeza se diluya, que nos curemos, que encontremos trabajo, que salga la jubilación... Esperamos por nosotros y, cuando ya nos queda poco que esperar, esperamos por nuestros hijos, por nuestros nietos. Siempre estamos esperando. Todo ello obedece a algo que es constitutivo del ser humano: su abertura indefinida e insaciable al Bien, al Ser. Los animales son criaturas que no pueden ser más que lo que son; por su índole espiritual el ser humano, en cambio, está abierto al Todo. Está puesto en el mundo como alguien no acabado, no terminado, sino en gestación, hambriento de plenitud y de perfección. Esa hambre está colocada de nacimiento en el ser humano precisamente porque Dios, fuente y origen de todo Bien, beatitud infinita, nos ha hecho para que solo podamos saciarnos en El. Ningún ser finito puede aplacar la avidez ilimitada del espíritu humano. De allí que aún en las situaciones más satisfactorias el hombre guarde en el fondo de su ser un enorme caudal de ansia, de espera de algo más, que es como el reclamo, el llamado, que Dios hace a todo corazón de varón o de mujer. Esa inquietud íntima el hombre podrá volcarla ignorantemente en la búsqueda siempre estéril de nuevos bienes de este mundo; pero hay un solo objeto que pueda calmarla: el mismo Dios. Adviento-Navidad, es la estructura misma de la espera querida por Dios para el hombre, la estructura de la Esperanza. Adviento clama y camina hacia la Navidad: Dios que se regala al hombre, haciéndose El mismo hombre para ponerse a nuestro alcance. Más que el festejo findeañero, que la candidez del pesebre, que las luces del arbolito, el tiempo de Adviento quiere calar hondo en esa instancia profunda de infinito que transforma a todo hombre en ser en espera, y hacerle levantar sus ojos -proyectarlo- al verdadero fin de sus deseos: Dios. Para ello tenemos que despojarnos de los ídolos falsos, de los objetivos pedestres, de las deformaciones, de los vicios que pueblan nuestra mente y nuestras aspiraciones, para que, límpido, se levante nuestro espíritu hacia Aquel que viene. Nos ayudará Juan el Bautista, con su llamado a la conversión y a la disciplina del cuerpo y del espíritu. Nos dará la mano José, con su amor casto, su obediencia a Dios y su ánimo viril frente a las adversidades. Nos guiará, sobre todo, María, nuestra Admirable Madre, con su aceptación plena de la Palabra de Dios instalada sin trabas en su ser desde su Inmaculada Concepción, y con su instinto materno alerta al verdadero bien de cada uno. |