Escritos parroquiales Pbro. Gustavo E. PODESTÁ |
Número: 45 TIEMPO PASCUAL El cambio de clima litúrgico de cuaresma y semana Santa a Pascua apenas se nota a ojos vistas. El trajín porteño -excepto el fin de semana largo que, como un coletazo de las vacaciones, vacía Buenos Aires- continúa impertérrito, como siempre. Ni siquiera el viernes santo, en que hasta hace unos años, unánimes, las radios transmitían música sacra -o, al menos, clásica- se percibe en los programas de la ciudad. Antes no era así. La cuaresma estaba cuidadosamente regulada, incluso por las convenciones sociales. El carnaval era una verdadera despedida de diversiones mundanas. Los cristianos evitaban fiestas y bailes. En las grandes ciudades de Europa durante cuaresma se suspendían las funciones de teatro y de ópera. En las Iglesias todo se oscurecía, se utilizaban menos cirios y luces, los ornamentos morados eran acompañados por el cubrimiento de las imágenes. No sonaba la música de órgano, estaba prohibida la bendición nupcial y a nadie, en ese tiempo, se le ocurría contraer matrimonio. Los altares no se adornaban con flores y todo era austero, serio, contenido. De tal manera que, cuando estallaba la Pascua, eso se trasuntaba en la sociedad cristiana en música, campanas echadas a vuelo, flores por todos lados, música, ornamentos blancos y luminosos. Todo se contagiaba de alegría, de regocijo, de nuevo movimiento que tocaba incluso a aquellos que no eran especialmente cristianos ni practicantes. "Estar hecho unas pascuas" era una expresión proverbial para decir que alguien estaba especialmente alegre. Ese cambio de clima hoy casi no se percibe en la ciudad -a no ser en las confiterías en forma de roscas o de huevos de pascua que en el fondo nadie sabe lo que quieren decir-... Ni siquiera demasiado en la liturgia; aunque es verdad que volvemos al color blanco, a las campanillas, al Gloria y a un mayor ornato y flores en las Iglesias. Pero, aunque se hayan empobrecido los signos externos, ello no quiere decir que la Iglesia no siga teniendo conciencia del cambio profundo que en la humanidad y en los cristianos produce la Pascua. En realidad la Iglesia vive pura y exclusivamente de ese cambio. Porque la Pascua, es decir la Resurrección del Señor, no es solamente el triunfo individual de Cristo, el espaldarazo que Dios le ha dado salvándolo de la muerte y como prueba de la verdad de su ser divino y de su misión. La Resurrección no es un hecho que ha tocado solo a un individuo: Jesús. Es un acontecimiento cósmico, universal, que atañe a toda la creación. Más aún: el acontecimiento por el cual la creación adquiere plenitud de sentido; aquello para lo cual Dios creó al universo. En sus puras leyes naturales -físicas, químicas, biológicas- el universo está cerrado en un proceso de desgaste paulatino que tarde o temprano lo conducirá a la extinción, sea lo que fuere de la cantidad enorme de tiempo que le lleve consumir toda su materia o energía. El individuo humano -lo sabemos dolorosamente- está mucho más ceñido al límite, a los riesgos del accidente o de la enfermedad, a la llegada inevitable de la vejez, a la ineludible muerte. Pero aún cuando esto no fuera así, el hombre, regulado por su naturaleza, solo puede lograr aquellas cosas a las que ella alcanza: por más que pudiera vivir imperecederamente jamás podría sobrepasar lo humano, lo natural. Pero la generosidad de Dios no quiere detenerse en ningún límite: ni el de la materia, ni el de la muerte, ni el de las solas posibilidades naturales y humanas. Dios quiere regalar al hombre y al universo su propia Vida inmarcesible y su Felicidad sin confines. Lo hace a través del don de si mismo que, en acción sacerdotal, Cristo Jesús, hijo de María, unido hipostáticamente al Verbo, segunda persona de la augusta Trinidad, hace en la Cruz al Padre, recibiendo de éste la plena consagración pascual. Consagración pascual que no es otra cosa que la recepción de lo humano de Jesús -primogénito de toda la nueva Creación - en la vitalidad plena de Dios. Cambio prodigioso, metamorfosis, superación: el paso de lo caduco a lo definitivo, de lo natural a lo sobrenatural, de lo temporal a lo eterno, de las sombras y los grises a la plenitud de la luz y del color, de lo humano a lo divino.... Pascua abre a todo hombre la oportunidad de renovar su existir biológico en existencia divina, de recrearse desde adentro -en la medida en que por la fe y la caridad se pone en contacto con la fuente de Vida que, desde Pascua, es el Resucitado- y comenzar ya en este mundo a vivir la perenne juventud de Dios: en amor y coraje, en ternura y en lucha, en oración y entrega, en vida y sacramentos, en optimismo sobrenatural y en cristiana alegría, hasta el día en que completada su propia transformación pascual, alcance definitivamente, en Cristo, la Belleza suprema del Vivir divino. ¡Felices Pascuas! |