Escritos parroquiales
Pbro. Gustavo E. PODESTÁ

Número: 47
Junio, 1999

Junio 1999

MES DEL SAGRADO CORAZÓN

El mes de Junio está tradicionalmente dedicado al Sagrado Corazón. La Iglesia gusta de los símbolos y los signos. En realidad todo el misterio de la Encarnación es un gran Signo que nos lleva, desde la consideración de lo sensible, a la percepción de lo divino y lo trascendente. Desde la contemplación de la humanidad de Cristo, que pudimos "ver con nuestros ojos, sentir con nuestros oídos y palpar con nuestras manos" (I Jn 1,1), al contacto con el Dios invisible.

Esa manera de ponernos en contacto con Dios se prolonga en la realidad de la Iglesia y de sus sacramentos. Es en la vida de la Iglesia -en la proclamación de la Palabra de Dios, en los sacramentos, en la vida de los santos, en nuestro contacto de hermanos, y aún en la vida de los cristianos pecadores pero, si arrepentidos, perdonados por Dios...- es allí donde el hombre, durante su tránsito por este mundo, puede hallar la manifestación, los signos tangibles, del Amor de Dios.

"No hay nada en la mente" -decía Aristóteles- "que no entre antes por los sentidos". Por eso el Señor nos ha dejado, especialmente eficaces y dadores de gracia, esos siete Sagrados signos sensibles que son los sacramentos: bautismo, confirmación, eucaristía, matrimonio, orden Sagrado, penitencia y unción de los enfermos: agua, pan, aceite, vino, gestos, palabras, que se hacen cauce de lo divino.

Pero, además de los sacramentos -a veces como acompañamiento de éstos-, la Iglesia multiplica los accesos sensibles para llegar más fácilmente a lo espiritual: desde los ornamentos Sagrados que utilizan los celebrantes en su liturgia, pasando por las imágenes, la música, las diversas posiciones del cuerpo para rezar, las bendiciones, el agua bendita, la señal de la cruz, las campanas, el silencio...

Nosotros también así expresamos nuestra fe en nuestros hogares: un crucifijo que cuelga de la pared, una estampa de la Virgen, un Rosario, una estatuilla de un santo, una oración rezada en común antes de comer; y, fuera: una medalla, un ir personal, corpóreo, a Misa los domingos, ponernos de rodillas, recitar plegarias, adoptar actitud compuesta, vestirnos correctamente... No es verdad que de cualquier manera, en cualquier parte, con cualquier actitud exterior, podamos expresar transparentemente nuestro vivir intimo y nuestra disposición interior hacia Dios.

La devoción al Sagrado Corazón es uno de esos tantos símbolos gratos a Dios y elocuentes para el hombre del amor que Dios nos tiene y de la confianza filial y fraterna que éste nos suscita. Símbolo especialmente sugestivo puesto que, aún en nuestro lenguaje cotidiano, el corazón es figura de los sentimientos más íntimos del hombre.

Es verdad que, algo edulcorado por el romanticismo, el símbolo del corazón se ha recargado excesivamente de resonancias puramente sentimentales. Pero la sagrada Escritura ve al corazón como algo mucho más global que, si bien abarca los sentimientos de afecto, también incluye al pensamiento, a la fuerza de voluntad, al coraje, al poder de decisión, a la fuerza... Todavía en el medioevo, al gran rey Ricardo I de Inglaterra, se lo llamó, por su valor, Ricardo, Corazón de León ...

El corazón de Cristo no solo simboliza sentimientos afectuosos: es el signo de ese amor valeroso que, jugado todo por nosotros, enfrentó valiente la terrible batalla de la Cruz y demostró su amor en el vigor de su entrega y en su decisión plena de hacer en todo el querer del Padre.

Así simboliza al amor que Dios nos tiene desde la eternidad y hace referencia directa al amor también humano con el cual nos ama desde el interior de la humanidad de Jesús.

La devoción al Sagrado Corazón promovida por Santa Margarita María Alacoque nace en una época en que, por influjo de los jansenistas y de las severas doctrinas de Calvino, el cristianismo, para muchos, se había reducido a un inflexible cumplir los mandamientos inducido por el temor al castigo de la justicia divina. Mucho del infierno, mucho del pecado, mucho de un temible juez celeste... y poco de la Buena Noticia de Jesús, toda ella centrada en el amor que el Padre nos tiene y en el querer de Jesús de llevarnos a su encuentro y obtenernos, más allá de nuestras posibilidades humanas, la Vida eterna.

Por eso, en la práctica, esta devoción se ha estructurado alrededor de la comunión y la confesión, los signos más patentes y eficaces del amor de Dios obrando en nuestros propios corazones. Esa comunión, signo del encuentro profundo, en pura amistad, de Dios con nosotros; esa confesión, signo de un amor que supera infinitamente nuestras debilidades y pecados en el regalo paterno del perdón. Nueve primeros viernes que actualizan ese encuentro y ese perdón en el transcurso de casi todo el año y así nos van acostumbrando a esa amistad profunda con el Señor que hará de garantía de nuestra eterna salvación.

Lo que quizá no se recuerde tanto y que también pedía Jesús a Santa Margarita María es que, además de los nueve primeros viernes, todos los jueves a la noche veláramos durante una hora frente al Santísimo, uniéndonos a la oración y soledad de Jesús en el huerto de Getsemaní. En nuestra parroquia lo hacemos, después de la Misa vespertina de los jueves, durante todo el año, rezando al mismo tiempo la hora de Vísperas de la Liturgia de las horas. No faltemos a esa cita de amor al Señor.

Que ese Sagrado Corazón de Jesús, expresión del amor inexplicable de Dios hacia nosotros, amor que va mucho más allá de nuestras miserias y claudicaciones, se exprese también en nuestro amor a los demás, concretado en actos y en misión. Que nosotros mismos nos hagamos, en misión permanente, signos visibles del amor de Dios, para que todos puedan percibir, en nuestros actos y palabras, en nuestros "corazones de leones" de verdaderos cristianos, el arder del corazón de Cristo, y quieran, así, acercarse a El.

 

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