Escritos parroquiales
Pbro. Gustavo E. PODESTÁ

Número: 50
SEPTIEMBRE, 1999

SEPTIEMBRE 1999

  Septiembre es, para nuestro hemisferio, un mes de gratas resonancias, sobre todo la de la primavera, que viene a hacer reflorecer el colorido de nuestros árboles y plantas y -¡esperemos!- traernos una temperatura agradable, después de la crudeza de este invierno lleno de gripes, y antes de los calores sofocantes del verano.

En todas las culturas la primavera significaba algo así como el renacer de la vida. Religiones paganas, que identificaban a lo divino con la naturaleza, veían en esta estación como una especie de resurrección del dios muerto en el invierno. Algunos han querido ver, ligeramente, en estas periódicas resurrecciones de los dioses de la naturaleza un antecedente a la idea cristiana de la Resurrección de Cristo. Pero poco que ver tienen con aquella estos retornos perpetuos a la vida y, luego, otra vez a la muerte. "Sabemos que Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, no vuelve a morir, la muerte no tiene ya dominio sobre él" (Rm 6,9) dice San Pablo, distanciándose explícitamente de estas groseras supersticiones paganas. Por otra parte la Resurrección de Cristo no es de ninguna manera un retorno a la vida biológica de esta tierra, es una promoción a una biología superior, la de Dios, en donde todo lo humano queda transformado, elevado, metamorfoseado, glorificado.

Aún así la primavera puede servirnos de símbolo, de ocasión, de alegoría, de ese renacer definitivo al cual deben apuntar todos nuestros actos, y motivar nuestros esfuerzos de salir de nuestros propios fríos y oscuridades. El optimismo y la gana de vivir que se despiertan en nosotros cada primavera tienen -en un cristiano- que traducirse en avidez de vivir en serio en esa biología superior a la meramente humana que es la propia del hermano o la hermana de Jesús.

Así como el frío y destemplanza del invierno dejan en los panoramas secuelas de heladas, de hojas y ramas muertas, de constipados y resfríos, así el desgaste de la vida, los descuidos de nuestra vida espiritual, las preocupaciones y atracciones de este mundo, pueden nublar y aún oscurecer del todo nuestra visión cristiana de las cosas, nuestro sentido de Dios.

Este tercer año preparatorio al jubileo del año 2000, Juan Pablo II lo ha querido dedicar al Padre, primera Persona de la santísima Trinidad, fuente de todo amor y misericordia. Esta dedicación habrá de traducirse concretamente, en cada uno de nosotros, en gestos de caridad al prójimo y, en lo que respecta a nuestra interioridad, en vuelta a Dios, en búsqueda de su perdón primaveral en el sacramento de la reconciliación.

Como al hijo pródigo, el Padre siempre está esperando nuestro regreso para abrazarnos paterno y devolvernos nuestras galas de hermanos de Jesús. Ya sea que nos hayamos alejado de El por el pecado; ya sea que sepamos que, aún cuando no lo hacemos gravemente, hay tantas cosas en nuestra vida que exigirían mejora, conversión, sanación; ya sea que, sencillamente, aún estando habitualmente en estado de gracia, comprendamos nuestra pequeñez y agradezcamos esa su misericordia que nos permite el estarlo..., este año debemos vivir hondamente el aprecio por el sacramento de la penitencia.

La confesión no es una aparición del reo delante de su juez. Es la vuelta ansiosa del hijo que se siente lejos del Padre, y es el gozo inmenso del perdón y de la nueva fuerza y juventud en él adquiridas.

A veces dejamos la confesión porque nos hemos instalado en una situación irregular o porque no tenemos ni arrepentimiento ni propósito de cambiar de acuerdo al camino que nos indica Jesús. Que la Santísima Virgen sepa romper el muro de obstinación que interponemos entre el amor de Dios y nosotros y nos lleve, compasiva, a una verdadera conversión. Hay otras veces que lo único que hace de impedimento es el descuido, pereza para acercarnos al sacramento, o la indecisión para asumir todas las obligaciones de nuestra condición cristiana. Que también la Virgen, nuestra Madre Admirable, sacuda nuestra modorra y nos ayude a acercarnos solícitamente al sacramento del perdón y del aumento de la gracia. Otras veces, la experiencia de que volvemos una y otra vez a las mismas faltas nos lleva a una especie de desesperanza respecto de la confesión y, por falso respeto al sacramento, no nos acercamos a él. María nos muestre, en su rostro materno, esa disposición del Padre a recibir siempre al hijo arrepentido, a pesar de que su debilidad le haga difícil cumplir en concreto los propósitos que sinceramente una y otra vez hace. Otras veces nos aleja del confesionario una especie de desvalorización del sacramento: no tenemos pecados graves y seguimos comulgando largo tiempo sin confesarnos, quizá incluso por temor de incomodar al sacerdote. El corazón de María nos haga percibir la maravilla de este sacramento del crecimiento, del encuentro con el amor misericordioso del Padre y nos impulse a expresarle nuestro agradecimiento, mediante la confesión, porque nos conserva siempre en su gracia y no permite que caigamos en el pecado.

Y si hace tanto tiempo que no me confieso que apenas me acuerdo de cómo se hacía o pienso que mis pecados son tan graves o feos que me da vergüenza acercarme al confesor, que la santísima Virgen me haga ver que el que me confiesa es un hombre tan necesitado de perdón como yo, conocedor de todas las debilidades, sentado allí para perdonar, no para castigar o juzgar y cuya mayor alegría es encontrarse con un pecador que se convierte y vuelve a Jesús.

En este Septiembre, mediante la confesión, introduzcamos nueva primavera en nuestro corazón. Saquemos de nosotros, con la gracia sanante de este sacramento, hasta el último de los fríos y oscuridades del invierno que a nuestras almas traen, la debilidad, el pecado y las distracciones de este mundo.

 

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