Escritos parroquiales
Pbro. Gustavo E. PODESTÁ

Número: 51
OCTUBRE, 1999

OCTUBRE 1999

Una tradición, ya varias veces secular, ha hecho de octubre el mes del Santo Rosario, que viene a ser así preparación y anticipo del mes de María, el cual por su parte, nos va introduciendo en un clima de “Adviento”, al modo de la Virgen; esto es, a modo de espera atenta, de expectación vigilante, de deseo que se derrama en súplica: ¡Ven, Señor Jesús!.

Pero, ni el clima de espera y vigilancia, ni la presencia advertida de la Madre de Dios en nuestras vidas es algo que se limite a un mes o a unos días durante el año. Es todo el tiempo de la Iglesia, aquel que se extiende entre las dos Venidas del Cristo, el que está atravesado por esta expectación, a la vez dolorosa y gozosa; dolorosa por la ausencia, gozosa por la esperanza; dolorosa por la cruz, gozosa por la promesa cierta de la Gloria.

El Santo Rosario, con su sucesión de misterios gozosos, dolorosos y gloriosos, se nos revela como la oración mariana por excelencia, y la que mejor expresa nuestra condición de viadores, peregrinos de la eternidad, extranjeros en busca de su Patria. Al desgranar sus cuentas repetimos innumerables veces aquel saludo angélico que dio comienzo a la verdadera y única nueva era, la era de la manifestación del Misterio oculto desde los siglos.

María escucha sorprendida las palabras del Ángel: “Alégrate, Llena de gracia, el Señor está contigo”, palabras que a los oídos de una hija de Israel tienen resonancias escriturísticas: “Alégrate, Virgen hija de Sión, he aquí a tu Rey que viene”. “Alégrate”, “levántate”, "surge" (que en el lenguaje bíblico tiene la fuerza de “resucita”), porque ha llegado ya el tiempo propicio, en el que el Señor manifestará Su Salvación. Y lo hará de modo admirable, ofreciendo a la vista de las naciones una señal portentosa, que lo sea en lo alto de los Cielos y, también, en lo profundo del Sheol: una virgen grávida, una virgen que pare un hijo y lo nombra “In-manuEl”, “con nosotros Dios”. Dios entre nosotros, Dios con nosotros, Dios presente, no ya de modo transitorio (el modo de la shekinah, pasajero e inasible para el hombre) (1), sino permanente, puesto que se hace uno de nosotros. Y ésto, por la mediación de una mujer, de una doncella que ha hallado gracia ante el Santísimo.

Es una nueva Creación la que la Sombra del Altísimo realiza en el seno purísimo de la Virgen, que viene a ser tierra virgen y fértil, la adamah, de la cual será plasmado el Cuerpo del nuevo Adán. Admirable Maternidad por la cual el seno de la Virgen deviene Paraíso del Hombre Nuevo y Morada del Altísimo. Porque, “Aquel a quien los cielos de los cielos no pueden contener”, sin dejar de ser lo que es desde la eternidad, asume lo que no era, hasta la pequeñez del embrión humano, y se deja contener y llevar por una mujer. La mujer “Más-amplia que los Cielos” gusta llamarla la liturgia oriental, la “Pan-agia” (Toda-santa); la “Tota Pulchra” (Toda Hermosa), en quien no hay mancha, la llama la liturgia occidental, nuestra Madre Admirable.

Es Ella quien nos ofrece el Rosario, misteriosa cadena que nos permite unir el tiempo y la eternidad, y comprender esa particular combinación de goces y penas con las que se entreteje toda vida humana. A medida que avanzamos en los misterios gozosos va creciendo la sombra de la Cruz. Ella nos advierte que la alegría perfecta, el don mesiánico por excelencia, cuyo anuncio es el corazón de la “Buena Nueva”, no se alcanza plenamente mientras peregrinamos en este mundo. Y no se alcanza sino a costa de ascender por la Cruz. Así, la contemplación del Nacimiento del Niño Dios tiene como telón de fondo la matanza de los Inocentes y la huida a Egipto. La presentación del Niño en el Templo va unida a la profecía de Simeón a María: “Una espada atravesará tu corazón”. Y la pérdida y hallazgo del Niño en el Templo prepara a la Virgen para la soledad, tras la sepultura del Hijo: tres días sin Él, tres días sin entender por qué había obrado así.

Por su parte, los misterios de dolor paradójicamente, a medida que avanzan van iluminándose con resplandores de Gloria. Jesús es condenado a muerte, flagelado y coronado de espinas; pero, aunque acostumbramos a imaginarlo caminando hacia el Calvario, hecho “un gusano, no un hombre, varón de dolores”, en realidad es un Rey que camina hacia su trono, un guerrero que marcha decidido para dar la última batalla, un Enamorado que corre al encuentro de su amada. “Gloria” (y sus derivados) es la palabra que más repite San Juan en la segunda parte de su Evangelio, toda ella dedicada a la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús (caps. 13 –21); Gloria, no “dolor”, no “ignominia”, no “humillación”. Y lo hace porque ha oído y creído: “Cuando Yo sea elevado a lo alto, atraeré a todos hacia Mí”. Así, la visión del Cristo crucificado se transfigura: en la Cruz Él consuma su obra, Su Salvación. Y, en la contemplación del Cristo muerto en la Cruz, de la mano del Discípulo amado, asistimos a la plenificación de aquello que se inició en el seno de la Virgen: una nueva creación, una nueva Esposa para el Esposo, una nueva Eva nacida del costado abierto del nuevo Adán, una nueva maternidad, virginal y extraordinariamente fecunda.

Finalmente, los misterios gloriosos nos invitan a levantar la mirada hacia lo definitivo, buscando ya desde nuestra móvil condición, la estabilidad de lo eterno. En el centro de dichos misterios está nuevamente María y su admirable maternidad, ahora como Madre de la Iglesia, convocando a la comunidad apostólica en torno a Sí, reunida en oración, sin haber aún logrado erradicar de sus corazones el temor a los judíos. Temor que da el toque de dolor a la contemplación anticipada de la Gloria.

Pero, “en el amor perfecto no hay temor”. La última palabra no la tienen ni el dolor ni la muerte; la última palabra la tiene la Vida, aquella que ha venido al mundo haciéndose carne en el seno de la Virgen. Ella nos convida, también a nosotros, a entrar en el descanso de nuestro Señor, a tomar parte en el banquete de bodas, a dejarnos despojar de nuestra caduca vestidura para ser revestidos de gloria. Como ya lo ha sido María, a quien contemplamos en el Seno de la Santísima Trinidad, coronada como Reina y Señora de todo lo creado, Ella, nuestra Admirable Madre.

1 - Shekinah designa, en el Antiguo Testamento, los signos sensibles de la Presencia de Dios, de su Morada, aunque transitoria, en medio de Su pueblo.

 

Menú ...... Inicio