Escritos parroquiales
Pbro. Gustavo E. PODESTÁ

Número: 53
DICIEMBRE, 1999

DICIEMBRE 1999

  Diciembre nos trae, junto con el perfume de los tilos, una proliferación de luces y colores en calles, vidrieras y shoppings. La ciudad prepara su disfraz navideño -todo él colorado-verde-oro, ramas de pino y muérdago, piñas, manzanas y candelas-, que lo uniforma todo, desde el templo católico hasta aquel de "Mamón" (1), donde los hombres rinden culto a las riquezas. Disfraz que se posesiona de todos los rincones y se cuela en nuestras casas, cubriendo con su máscara las penas y miserias de la vida cotidiana.

Disfraz, decimos, y no auténtico vestido de fiesta, porque el proceso de descristianización, acentuado en estos últimos tiempos, ha bastardeado la fiesta, arrebatándole su contenido religioso, profundo, fuente de la cual emana la razón misma de fiesta, de festejo, de celebración. Esta tendencia marcadamente exteriorizante, de mera apariencia, de evasión del "aquí y ahora" con su a menudo agobiante peso, ha ido confiriendo a nuestras navidades un aire naïf, ingenuo, bucólico, pastoril, más propio de la pagana Arcadia que de la cristiana Belén de Judá. Para empeorar esto, este año se suma al decorado habitual el cabalístico "2000", cual si pose­yese alguna virtud secreta capaz de producir por sí algún cambio significativo en nuestras vidas.

Si bien el mensaje navideño, desde el primer anuncio -aquel de los ángeles a los pastores- está preñado de júbilo, de gozo desbordante para todos los hombres; más aún, si puede decirse con verdad que la perfecta alegría es el don mesiánico por ex­celencia, no hay que olvidar que para ella valen, pa­rafraseándolas, aquellas palabras del Señor Jesús: "No como el mundo la da". No la alegría exterior, la mera diversión, la risa estrepitosa; menos todavía la chanza procaz, el desenfreno, la burla, sino aquella alegría que echa raíces en el corazón del hombre que ha tomado conciencia de su condición de redi­mido, amado inmensamente por un Dios que se aviene a abrirle un espacio en Su intimidad, para vivir en comunión con él.

Ese es, justamente, el motivo de la alegría perfecta: Dios nos ha dado el ser y el vivir, y compla­cido en ello, nos da también Su salvación. San Lucas se deleita recogiendo, en diversos pasajes, esta verdad: “Alégrate, Llena de gracia, porque has ha­llado gracia a los ojos de Dios ”(Lc 1, 28.30), alégrate porque Él te ha mirado con benevolencia, hacién­dote objeto privilegiado de su Amor, que salva y vivifica; “Mi espíritu se alegra en Dios, mi Salvador, porque ha puesto los ojos en la pequeñez de su esclava ” (Lc 1, 47.48ª); “Os anuncio una gran alegría,... hoy os ha nacido un Salvador” (Lc 2, 10.11); “Alegraos de que vuestros nombres estén escritos en los Cielos ”(Lc 10, 20b).

Navidad –y, de algún modo, el tiempo de Adviento que la precede como preparación– es, juntamente con la Pascua de Resurrección, la Fiesta por excelencia; un tiempo sagrado, burlado al trajinar cotidiano, concedido por Dios al hombre para que recuerde su condición de salvado, de rescatado, de redimido, y, con ello, reafirme con Él la bondad de todas las cosas. El motivo –único verdadero – de las “fiestas”, lo que las hace “felices”, no es otro que éste: “Nos ha nacido un Niño, un Hijo nos ha sido dado... ” por Quien “hemos recibido la redención, el perdón de los pecados ”.

Desde antiguo, el Pueblo de Dios conoció las fiestas como expresión de la gratitud del hombre por los dones de Dios: fiesta por la liberación de la cau­tividad y por la victoria frente al enemigo, fiesta por la tierra y por la vida naciente, fiesta por la siembra y por la cosecha. Pero, además de estos días, y aun semanas, de festejos regulares, como para dar rienda suelta al gozo desbordante del saberse amado por Dios, protegidos por Él, rescatados por Su amor, conoció también el jubileo, el año jubilar , el año de la gran liberación. “Declararéis santo el año cincuenta, y proclamaréis por el país la liberación para todos sus habitantes. Será para vosotros un jubileo; cada uno recobrará su propiedad y cada cual regresará a su familia” (cf. Lev 25,8- 17).

La Iglesia, Pueblo de Dios, retomando la tradición veterotestamentaria, estableció el “año santo”, año del jubileo, esto es, del júbilo, de la alegría, del gozo celebrado y compartido en la comunión de las cosas santas, en el que con particular insistencia nos invita a reflexionar sobre el Amor salvífico del Dios Uno y Trino; a volver nuestros ojos hacia Él, vi­sible en Jesús, Hijo de Dios e Hijo de María, el Niño que nos ha sido dado y por Quien hemos sido salvados y redimidos. Año en que proclama por todo el mundo la liberación de todos los hombres: liberación del pecado y de la muerte eterna; año en que cada uno puede –si quiere- regresar a su Familia, retornar a la casa del Padre, a la amistad con Dios por el camino de la penitencia, del sacramento de la reconciliación.

En los umbrales de un nuevo siglo, el año jubilar nos invita a reactualizar en nuestras vidas el arcano de la salvación. Porque la fiesta litúrgica no es un mero “recordar” lo que pasó, sino un misterioso y místico “volver a producir” aquello que se celebra. La fiesta litúrgica nos ubica más allá del tiempo y del espacio, en el “hoy” de Dios. Quien así celebra la Navidad se coloca, espiritual pero realmente, en el corazón del acontecimiento salvífico, zambulléndose en él, dejándose transformar en un hombre nuevo, recibiendo todas las gracias dispuestas para él por el Amor eterno de Dios.

Ésta es la única, sempiterna, novedad; éste sólo, el cambio posible que puede traer el fin de siglo; transformación no causada por el movimiento de los astros, no por un mero paso del almanaque, no debido al simple transcurso del tiempo, sino por la asunción personal del mensaje de salvación, mani­festada en adhesión a Jesucristo, traducida en fe que obra por la caridad y en esperanza de Cielo, fuente de la verdadera alegría.

(1) - “Mamona”, es la palabra usada por el Señor, según S. Mateo, para designar a las riquezas, haciendo alusión a un ídolo pagano y, por él, “ a la avaricia, que es una idolatría” Cfr. Mt 6, 24.

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