Escritos parroquiales
Pbro. Gustavo E. PODESTÁ

Número: 56
ABRIL, 2000

YO CONFIESO

"Yo confieso, ante Dios Todopoderoso y ante
vosotros, hermanos, que he pecado mucho..."

Yo confieso que he pecado; y no poco, sino mucho . Yo confieso que, consciente y voluntariamente, unas veces, por negligencia, dejadez o menosprecio muchas otras, he ofendido a Dios, anteponiendo mis deseos, mis caprichos o mis proyectos al Amor de Dios.

He pecado no sólo con actos o conductas más o menos habituales, sino también con aquellas omisiones de las que son causa mi pereza, mi pusilanimidad, mi cobardía, mi malicia..., cuando pudiendo, dejo de hacer lo que debo o conviene.

Yo confieso que he pecado de obra y de omisión, y también de palabra . Porque a diario hablo de más, vanamente, ociosamente, y, muchas veces, lo hago capciosamente, falazmente, zahiriendo personas o fama, situaciones o intenciones, condenando injustamente.

Pero digo aún algo más: he pecado de pensamiento. Dios mira el corazón, porque es allí donde se juegan la vida y la salvación. Atiende más al pensamiento que a las obras, a la intención que a el hecho, al esfuerzo que al resultado, más al amor (o, en su caso, el desamor) que a la cuantía, a la contrición del corazón que a la austeridad de la penitencia.

Por ello, cuando confieso mi pecado comienzo diciendo que lo he hecho "de pensamiento", con mis deseos e imaginaciones, aunque éstos no se hayan materializado en actos, palabras u omisiones. No nos extrañemos. Jesús nos lo dice claramente: "es del corazón del hombre de donde provienen los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios, las fornicaciones, los robos, los falsos testimonios, las blasfemias" (Mt 15, 19). Precisamente por esto, Jesús llama "homicida" no sólo a aquel que asesina al inocente, sino ante todo y principalmente al que odia o guarda rencor a su prójimo, así sea su enemigo real. Y llama "adúltero" no sólo a quien pisotea la fidelidad y exclusividad conyugales, sino a aquel que, sin llegar a entregarse a otro, lo " mira con mal deseo " (Cf. Mt 5, 20 ss)

De allí que sea el corazón lo que hay que quebrar -eso quiere decir contrición-, lo que hay que purificar. El corazón, en las Escrituras Sagradas, significa lo interior del hombre, las profundidades psico-afectivas de la persona, allí donde vienen a dar todas nuestras vivencias. Allí escuchamos, como en un eco, las voces que nos han ofendido; allí se reflejan las miradas que nos hieren, allí se clavan las injusticias que padecemos o que creemos padecer; allí se esconden el odio y el rencor que tales cosas nos provocan; allí, agazapada, mora la envidia, que nos llena de amargura cuando aquel que no queremos triunfa; allí se retuercen, quitándonos la paz, el ansia de placeres y la aversión de penas y dolores. Todo eso es lo que hay que purificar; por eso nuestro corazón debe ser quebrado, molido, triturado, para que aquello salga a la luz y pueda ser curado.

Dios ve el corazón. Sólo Dios ve el corazón. Salvo Dios, nadie puede penetrar el corazón ni juzgar. A Él corresponde el juicio, pues Él puede colocar en la balanza nuestra debilidad y miseria, nuestros esfuerzos y caídas, buena voluntad y malicia. Nosotros apenas logramos ver, más o menos claro, los actos externos. Y ni siquiera eso, que tratándose de actos ajenos, particularmente si han sido realizados en tiempos, lugares y circunstancias histórico-culturales distintas a las nuestras, difícilmente logramos ubicarnos en el pellejo del otro, para saber qué hubiéramos hecho nosotros en su situación. Juzgamos desde nosotros y nuestro hoy, y condenamos hechos del pasado, tan sueltos de cuerpo, cuando puede ocurrir que, en aquel entonces y circunstancias, aquel obrar no sólo no haya sido malo a los ojos de Dios, sino bueno y meritorio .

Se objetará que, así dichas las cosas, hay que eliminar la policía, cerrar los tribunales y vaciar las cárceles. Empero, esto es no haber entendido el punto. Nadie niega que la autoridad competente y legítima tenga el poder (y el deber) de velar por la paz social y la seguridad pública, juzgando y castigando a quienes las violentan. Pero, en todo caso, sólo juzga de actos externos. Ni siquiera la tan discutida Inquisición juzgaba del fuero interno; que si condenaba a un hereje no era por no ser católico sino por presentarse como tal no siéndolo, y esto públicamente, induciendo a error a otros. Claro que, por aquel entonces, la fe y la verdad eran bienes públicos, jurídicamente protegidos, y la salvación, el bien por antonomasia... Sólo Dios ve el corazón, sondea las entrañas y puede, así, dar a cada uno según su conducta . (cf. Jer 17, 10)

Volvamos al principio. Cuando digo "Yo confieso", expreso que reconozco mi pecado y acepto mi responsabilidad. Y lo hago para cambiar de conducta, para convertirme con la ayuda de la Gracia. Este es el meollo del Jubileo, y el núcleo de la Cuaresma , y la condición sine qua non para vivir a pleno la Semana Santa. Porque a Dios no le interesa demasiado si asistimos a las ceremonias, si rezamos o no el Vía Crucis, o si soltamos algunas lagrimitas ante el túmulo. No le interesa el mero cumplimiento ni la emoción. Le importa el corazón. ¿Dónde está tu corazón, dónde, tu tesoro, dónde, tus intereses?. ¿Hacia dónde te inclina el peso de tu amor , qué es lo que amas, qué lo que te alegra, qué lo que te entristece?. " ¿Dónde estás? " (Gn 3, 9), le pregunta el Señor a Adán; "¿Dónde estás?", continúa preguntándole al hombre, a mí, a vos. "Allí donde esté tu tesoro, allí estará tu corazón" (Mt 6, 21)

Abril nos sorprende promediando la Cuaresma. ¿Dónde estamos?, ¿qué hicimos de los propósitos más o menos esbozados el Miércoles de Ceniza?; ¿qué cabida hemos dado en nuestra vida a aquel llamado "Conviértete y cree en el Evangelio", a fin de hacernos aptos para acompañar a Jesús en su Pasión y Muerte y, así, tener parte en su Resurrección?.

Para que nadie se asuste, pensando que ya no tiene tiempo para empezar, la Iglesia inicia su oración litúrgica escuchando las palabras del Salmo 94: "Ojalá escuchéis hoy Su Voz, no endurezcáis el corazón!". De modo semejante, la liturgia oriental ofrece a los fieles una oración (la plegaria cuaresmal por excelencia), que sirve de guía para un examen de conciencia. Diariamente, las Iglesias Ortodoxas y de rito oriental repiten incansablemente:

Señor y Dueño de mi vida,

Líbrame del espíritu de pereza y de desánimo,

de dominación y de vana charlatanería.

Hazme la gracia, a mí tu siervo,

De un espíritu de pureza y de humildad,

De paciencia y de caridad.

Sí, Señor, Rey mío,

Concédeme ver mis faltas y

No condenar a mi hermano.

Porque Tú eres bendito por los siglos de los siglos. Amén.

- San Efrén, el Sirio -

Frente a nuestra inclinación por descubrir y condenar los pecados ajenos (del presente o del pasado, reales o aparentes), podemos hacer una de dos cosas. O bien cambiar el Confiteor y desde ahora rezar: "Yo confieso que ellos han pecado mucho...", plegaria que bien podría concluirse con aquellas palabras del hombre justo: " Te doy gracias, Señor, porque no soy como los otros hombres... yo ayuno, yo pago el diezmo... "(Lc 18, 9 ss). O bien, recuperar la sensatez y, descendiendo a las profundidades de nuestro yo, enfrentar nuestra debilidad y miseria, para encontrar precisamente allí a Aquel que no ha venido para los justos, sino para los pecadores. Y, entonces, andando en verdad (en la verdad de lo que somos por nosotros mismos y de lo que somos por el amor de Dios), con la confianza que nace del saberse objeto del amor benevolente del Padre, decirle sencillamente. "Yo confieso que he pecado mucho", concluyendo con un "Conviérteme a Ti, Señor, y me convertiré " ( Cf. Lam 5, 21)

Sólo así podremos decir con verdad y celebrar como una realidad en nosotros y para nosotros: ¡Jesucristo ha resucitado!

- Verdad es que ninguna buena intención puede hacer bueno un acto de suyo malo -"intrínsecamente perverso", dicen los moralistas-. El fin no justifica los medios. No obstante, cómo juzgue Dios a este hombre concreto por este acto concreto, es algo que no podemos determinar nosotros. Como ha dicho el Santo Padre: "No se trata de un juicio sobre la responsabilidad subjetiva de los hermanos que nos han precedido: esto compete sólo a Dios que, a diferencia de nosotros, seres humanos, es capaz de "escrutar el corazón y la mente" (Jr 20, 12)"

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