Escritos parroquiales
Pbro. Gustavo E. PODESTÁ

Número: 60
Agosto, 2000

Agosto 2000

ASUNCIÓN y ORACIÓN

El misterio de la Asunción de María Santísima, que completa en la mujer la obra de la nueva Creación inaugurada en el varón, Cristo Jesús, es el misterio de la presencia del hombre en el Seno de la Trinidad Santísima; de la comunión plena de la criatura humana con su Creador y Señor, en un diálogo profundo e ininterrumpido de amor. Es por ello ocasión propicia para recordar algunas ideas acerca de la oración, puesto que aquel diálogo y comunión de vida que alcanzará su plenitud en la Visión Beatífica, se inicia -puede iniciarse- ya en el tiempo, en la vida propia del bautizado.

Si bien la oración es, ante todo, una particular disposición del corazón que, de suyo, no requiere de fórmulas preestablecidas ni de palabras fijas, en todos los tiempos la prudencia ha sugerido la conveniencia de valerse de aquellas; claro que cargándolas de sentido y no como mera repetición de huecos sonidos. Tal función ha cumplido durante siglos el Libro de los Salmos -o Salterio de David, como también se lo denomina-, uno de los que integran los llamados “Libros Sapienciales” (en nuestro Antiguo Testamento) o “Escritos” en el “TaNaK” o Biblia hebrea (el nombre “TaNaK” es una sigla compuesta por las primeras letras de los tres cuerpos de libros: la T horá o la Ley, los N abiim o Profetas y los K etubim o Escritos (1)). El Salterio pasó, sin solución de continuidad, de Israel a la Iglesia.

Nuestro Señor Jesucristo, como todo fiel judío, recitaba los salmos diariamente, según la práctica litúrgica de su pueblo. Cuando subía al Templo de Jerusalén, lo hacía cantando los “Salmos de la subida” o "graduales", cuando se disponía a comer el cordero pascual, repetía los “Salmos del gran Hallel” (de la alabanza, pues “allelu-Ya” significa “Alabad al Señor”). En la Cruz, una de las últimas palabras recogidas en los Evangelios es justamente el inicio del salmo 21: “ Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado? ”.

Bien es verdad que, cuando los suyos le piden que les enseñe a orar, “ como Juan enseñó a sus discípulos ”, nos lega la oración cristiana por excelencia: el Pater Noster . Empero, ni Él dejó, ni los suyos olvidaron, el canto de los Salmos.

Cuando leemos que los apóstoles “ subían al Templo a orar ” o, que “ perseveraban unánimes en la oración ”, hemos de entender que lo hacían según los usos y prácticas de los judíos piadosos de la época, recitando los salmos; claro que no exactamente igual que estos, pues muy pronto comenzaros a añadir la invocación del Nombre de Jesús ( “el único Nombre por el cual podemos ser salvados” ), y también, la del Dios Uno y Trino. Indudablemente, recitaban también la oración que Jesús les había enseñado, pero ésta no suprimió el rezo de los salmos.

Esta práctica se extendió en toda la Iglesia. Y, cuando las persecuciones masivas cesaron y la vida cristiana se entibió, la multitud de varones y mujeres que hicieron del desierto su morada -los primeros monjes y anacoretas-, aprendieron de memoria el Salterio, a fin de poder recitarlo a lo largo de sus jornadas. De este modo intentaban cumplir el precepto paulino, “ orad sin cesar ”, integrándolo con aquel otro: “trabajad para comer el propio pan” . La recitación y la meditación de los salmos les permitía unir trabajo y oración, santificando el tiempo.

Cuando la vida monástica se organizó sobre la base de “Reglas”, el Salterio fue asumido como núcleo de la Liturgia, agregándosele a lo que ya se venía haciendo la lectura de los Evangelios y algunos cánticos inspirados, tomados de las Escrituras, especialmente del Nuevo Testamento. Así nació el Oficio Divino o Liturgia de las horas , nombre éste último que revela la intención de santificar el tiempo, a lo largo del día.

Si bien el contenido de algunos salmos aparece oscuro, a veces confuso y, aun, contrario a nuestra actual sensibilidad, esto no los invalida ya que siempre deben ser interpretados desde el sentido que les añade el Nuevo Testamento. La Iglesia los conserva en la Liturgia de las horas (que, si bien es propia de los religiosos y sacerdotes, no es exclusiva de ellos, y también los fieles laicos son invitados a rezarla), en la Liturgia de la Palabra (el Salmo Responsorial que se recita después de la 1° lectura) y en innumerables invocaciones, jaculatorias y antífonas. Sólo a modo de ejemplo, podemos citar algunas de las más conocidas: “Nuestro auxilio está en el Nombre del Señor, que hizo el Cielo y la Tierra” , “Dad gracias al Señor, porque es Bueno, porque es eterno Su Amor”.

El cristiano que los lee a la luz del Evangelio, con ojo simple y corazón puro, descubre en ellos una fuente inagotable que alimenta su fe, sostiene su esperanza y enardece su caridad. La oración fluye, entonces, como otrora la de Jesús, de un corazón henchido de las palabras que Dios nos ha dado para que le hablemos. Encontramos allí lo que podemos decirle al despertarnos o antes de dormirnos, cuando nos sentimos superados por las tribulaciones o cuando nos sorprende una grande alegría; cuando nos espantamos al contemplar cómo campea la injusticia, o bien, cuando nos dejamos invadir por el gozo que nace de la contemplación de las maravillas de Dios; cuando queremos dar gracias por la vida naciente o encomendar a nuestros queridos muertos, cuando de alabar se trata, tanto como cuando suplicamos gracias.

Todos nosotros, bautizados, participamos del sacerdocio de Cristo y somos por ello, sacerdotes, constituidos por Dios, en favor de los hombres, para ofrecer oraciones y sacrificios, que Dios acepta por Jesucristo . En esta hora difícil, para la patria y para el mundo, más que nunca, se nos llama a elevar nuestras vidas buscando Aquella de la que ya gozan María Santísima y su Hijo, Jesucristo, el Señor; pero, también, a levantar nuestros corazones al Padre de las luces, de quien proviene toda don perfecto , en oración de alabanza, de súplica, de intercesión, de acción de gracias. En el libro de los Salmos podemos hallar palabras adecuadas para ello.

Que María Santísima, nuestra admirable Madre, coronada de Gloria en el Seno de la Trinidad, nos alcance por su parte la disposición adecuada, para que nuestra oración no sea un mero fluir de palabras vacías, sino que lo dicho por los labios concuerde con lo que hay en el corazón y con lo que buenamente procuramos haya en nuestras vidas.

1- Dos aclaraciones valen: la primera, que la letra hebrea K en algunos casos suena como J , especialmente a final de palabra. La segunda, que aquel es el sentido de las expresión “en la Ley y los Profetas”, empleada muchas veces por el Señor Jesús o por los Apóstoles, refiriéndose a los Libros Inspirados del Pueblo de Dios.

 

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