Escritos parroquiales
Pbro. Gustavo E. PODESTÁ

Número: 61
SEPTIEMBRE, 2000

SEPTIEMBRE 2000

“Mal de ojos” u “ojeadura” llaman las curanderas a ciertas dolencias que, según explican, son causadas por la mirada fuerte de alguien que nos envidia, nos odia o nos tiene celos. Con poco que ver con semejante disparate, encontramos en los Evangelios una expresión parecida, si bien no referida a nada que sea una dolencia. En la parábola de los obreros de la viña, se dice que el dueño de ésta reprocha a los obreros de la primera hora el que miren con “mal ojo” el que él sea bueno, pues ha dado el mismo salario -" a cada uno un denario "- a los que trabajaron todo el día y a quienes sólo empezaron a hacerlo al final de la jornada. (Mt 20,1-16)

En dicha parábola, Jesús quiere enseñar -entre otras cosas- la gratuidad de la gracia y de la gloria y, en general, de todo lo que hace por nosotros. Amándonos a todos por igual, nos ama de distinta manera. A cada uno, desde la eternidad, regala diferenciadamente los dones naturales y gratuitos, talentos y circunstancias, necesarios para llevar adelante la propia vocación. Y, en el orden sobrenatural, no es por las obras que realizamos -simbolizadas por el trabajo en la viña- que nos es dada la salvación, sino por la entrañable misericordia del Padre Bueno -el dueño de la viña- que da, a quien quiere y como quiere, el Cielo.

Sin embargo, las desigualdades propias de las riquezas con las cuales Dios diversamente nos crea, según su infinita sabiduría y bondad, son percibidas por muchos de nosotros como injustas. Tendemos a ver el bien del otro, que nosotros no poseemos, como algo que nos ofende, que nos duele. “ Si quiero a éste último darle lo mismo que a tí, ¿no me está permitido hacer con lo mío lo que quiero?.¿O ha de ser malo tu ojo porque yo soy bueno ”. Esto es ¿se entristecerá tu corazón ante el bien de tu prójimo?

Y ¿quién no sabe que, desde que el hombre adquiere uso de razón, percibe en su interior estos movimientos de protesta interior, que llenan el corazón de tristeza y malquerencia? ¿Quién no ha sufrido, siendo niño, viendo que a aquel sus padres daban lo que los nuestros no querían o no podían darnos ni permitirnos? ¿Quién no se ha sentido disminuido por los talentos de un compañero, de los cuales nosotros carecíamos?, ¡porque la otra era más linda, una que se miraba todos los días al espejo y se encontraba mil y un defectos que la hacían sufrir!.. Por que aquel era más 'canchero', o más hábil en el deporte, o más fuerte en las disputas, o más exitoso en los estudios o en su trato con los demás, o porque sabía tocar tal instrumento o contar chistes y ser el centro de las fiestas, o porque tenía amigos ¡o amigas! que nosotros hubiéramos querido tener... Y nos comparábamos, casi sin querer, constantemente (¡y nos comparamos mucho más a menudo de lo que pensamos!). Todos, en una u otra cosa, nos hemos sentido disminuidos respecto a los demás y esto nos ha causado más de una pena... Claro que sabíamos que esos sentimientos eran malos... y eso nos hacía sufrir más todavía, aunque lo confesáramos.

Y no basta llegar a la edad adulta para que esto desaparezca, pues, podemos llegar a experimentarlos aún con los parientes o nuestros mejores amigos -y quizá especialmente con ellos-: esa reacción no buena cuando sabemos que el lugar que ambicionábamos lo ha conseguido otro, o que el marido de aquella ha obtenido este puesto o negocio mejor que el mío, o ha sido ascendido mientras el mío no, o que a sus hijos les va mejor en los estudios que a los míos, o que aquel hizo este viaje, o compró aquella casa, o que goza, entre los que me interesan, de más aprecio que yo... Y, si es buena persona ¿quién no se sorprende dolorosamente al descubrir estos sentimientos dentro suyo?. Trata de apartarlos y, por supuesto, de no hablar ni proceder de acuerdo a ellos. Si es así -no los buscamos ni queremos, luchamos contra ellos y evitamos actuar conforme a ellos- estos sentimientos mezquinos son más una cruz que un pecado... No, no queremos ser así.

Sin embargo algunos no quieren o no hacen nada por dominarse. O, ciegos a su mal, lo disfrazan de celo, de búsqueda de justicia. Se dejan llevar por estos sentimientos. Ven el bien de los demás como una injusticia hacia ellos y se vuelven así murmuradores, en continua protesta, moviéndose por sordas animadversiones, con pensamientos turbios que entenebrecen sus corazones y sus miradas y les hacen ver deformados las situaciones y a los demás. El comentario ácido, la queja, la difamación más o menos embozada de virtud a lo Catón, la actitud de víctima, van pintando el telón de fondo de sus vidas y juicios. Eso, poco a poco, va royendo su capacidad de comprensión, de amistad y, finalmente, de alegría. El envidioso se habitúa a buscar en los otros la causa de sus propios males e inferioridades; vive como injusta su situación, se resiente contra todos y termina incluso por alejarse de Dios, pues ¡cómo puede permitir estas injusticias! " El ojo del envidioso no está nunca satisfecho con su parte y la ruindad va resecando su alma " (Ecclo 14, 9)

Tristeza por el bien ajeno , tal es la definición clásica de la envidia. Tristeza , amargura, celo agrio, falso celo; lo que molesta al envidioso es que el otro reciba un bien que considera no merecido. La envidia hace malo nuestro ojo, ciego y tenebroso, incapaz de ver al otro en su realidad objetiva y de valorar en él lo que de bueno tenga. La envidia es un pecado capital, en cuanto es raíz y origen de muchos otros pecados: la murmuración, la detracción, la difamación, la calumnia, la traición, e incluso el homicidio. Señala Mateo que Pilato intentó liberar a Jesús porque “ sabía que por envidia se lo habían entregado ” (27,18). Pecado diabólico, como la soberbia, pues la causa de la tristeza no es un mal, sino el tener como malo para uno el bien del otro. Lo que hiere el corazón del envidioso es que otro tenga lo que él quiere para sí, o que tenga lo que él desea en exclusiva, o que tenga más o mejor que él. H. Schoeck ha estudiado muy bien, hacia los años sesenta, la repercusión de esta indigna pasión en lo social y político en su libro “ La Envidia. Una teoría de la sociedad ".

Madre del odio y de la tristeza, la envidia –prima hermana de los celos- llena de amargura el corazón del envidioso. Si alguien recibe mal por causa del mal ojo es justamente el envidioso. Él es el primer perjudicado, pues la pasión que lo domina lo va tornando ciego, incapaz de gozar de nada plenamente mientras le vaya bien aquel a quien envidia. Sin paz en su corazón, amargado, resentido, querría borrar a aquel de su pensamiento, ¡de la tierra!; pero, esclavo de su pecado, no puede dominar la curiosidad y se desespera por saber qué pasa con el otro, qué hace, en qué se ocupa. Recoge este y aquel chisme, los pule y con ellos teje falsas urdimbres hechas de supuestos, mentiras y semiverdades, que aumentan su sordo rencor y dan falsas razones a su inquina. " La lámpara del cuerpo es el ojo. Si el ojo está sano, todo el cuerpo estará iluminado. Pero si el ojo está enfermo, todo el cuerpo estará en tinieblas. Si la luz que hay en ti se oscurece, ¡cuánta oscuridad habrá! " (Mt 6, 22-23)

¿Cómo salir de esto, cómo purificar nuestro corazón?. Hay dos caminos complementarios. El primero, de dentro hacia afuera, es la oración: pedir la gracia, sin la cual nada podemos. Pero, una oración bien concreta, poniendo ante nuestros ojos a aquel a quien, llevados por nuestra envidia, hemos terminado por aborrecer o que nos desagrada, animándonos a mirarlo sin pasión. Mejor: mirarlo a través de los limpios ojos de Jesús, de la clara mirada de María. Tratar de operar con rayos láser las cataratas de nuestras pupilas e injertarnos el mirar compasivo de Dios. ¿Podemos decir que amamos a Jesús si no amamos a aquellos a quienes Jesús ama y por los cuales ha derramado su sangre? El segundo, que va de afuera hacia dentro, imponiéndonos intentar ver siempre en el otro su parte buena, sus merecimientos, la justificación posible de sus actos, no hablar más de él con desprecio o señalando sus fallas, saber que todos tenemos nuestros defectos, nuestros complejos y que aún aquel que parece superior en algo, siempre siente carencias, a veces sumamente dolorosas, en otros aspectos de su vida. Obligarnos -no hipócrita, sino cristianamente- a una sonrisa, un tono amable, una actitud educada, acorde con un mínimo de urbanidad y, sobre todo, con nuestra condición de bautizados.

Todo esto debe brotar de un corazón contrito. Bellamente dice la Escritura que la caridad cubre la multitud de los pecados . El caritativo sabe que uno sólo es el Legislador y el Juez y que él no es nadie para juzgar a su hermano ; sabe también que con la medida con que él mida, será medido . Por eso se abstiene de condenar a nadie. Pero, sabe también que, si él es misericordioso, recibirá misericordia. Y, ¿quién de nosotros está libre de pecado, tanto como para poder decir que no necesita de la misericordia de Dios?.

En Septiembre festejamos el nacimiento de María. Con ella -pequeña beba a quien miran orgullosos don Joaquín y doña Ana- nace la rosada esperanza de la salvación. Con María llega la auténtica primavera, y corren buenos aires que todo lo renuevan y vivifican. Quiera Dios que también nosotros nos renovemos en nuestro corazón. La envidia no hace sino sumirlo en una suerte de invierno perpetuo, oscuro, triste, frío, estéril. Sólo la caridad entibia el alma, la ilumina, la hace fecunda. Que María Santísima, nuestra Admirable Madre, nos alcance esta gracia de su Hijo Jesucristo, nuestro Señor.

 

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