Escritos parroquiales
Pbro. Gustavo E. PODESTÁ

Número: 64
DICIEMBRE, 2000

¡Gotead, Cielos, desde arriba y que las nubes destilen al Justo!

Esta antiquísima antífona plasmó en canto -nostálgico y esperanzado- aquel deseo del Justo salvador, en quien sería bendecidas todas las naciones de la tierra , según la promesa que Dios hiciera a Abraham (Gn 22, 18; Gal 3, 8.16). Por boca del Profeta, aquel deseo se había hecho clamor: ¡Gotead, Cielos, desde arriba y que las nubes destilen al Justo!. ¡Qué se abra la tierra y brote la Salvación (o el Salvador, Jeshuá) y germine la Justicia! (Is 45, 8). Es éste, por antonomasia, el canto del Adviento: "¡qué venga!" .

Su repetición, en la liturgia, a lo largo de los días previos a la Navidad , -¡Gotead, Cielos, desde arriba y que las nubes destilen al Justo!- buscaba renovar en los fieles el anhelo del Cristo. Pues, como sabiamente enseñan los antiguos, 'el deseo es la medida del gozo': cuanto más deseamos lo que amamos y más tiempo aguardamos el momento de la posesión o del encuentro, mayor es el gozo que estalla en el corazón ante la presencia del amado, largamente esperado.

Por ello, para que la Navidad sea efectiva­mente la fiesta de la alegría perfecta, es preciso prepararnos en la espera atenta, preñada de añoranza y de palpitante deseo, de Aquel que viene. Para eso dispuso la Iglesia un tiempo litúrgico previo, estructurado en torno al misterio de la Venida del Cristo Salvador . Esto es el Adviento, período de duración variable (cuatro semanas que no siempre suman 28 días), con el cual comienza el Año Litúrgico.

Dos son los momentos que se consideran en este tiempo: aquel que recordamos, el de la Primera venida “en carne mortal”, en el misterio del parto virginal, de la vida oculta de Nazareth, del breve lapso de fama y notoriedad que acaba con la traición, la oscura pasión y la ignominia de la muerte en cruz (porque, si bien el movi­miento es de descenso y de ascenso - Salí del Padre y vine al mundo; ahora dejo el mundo y voy al Padre -, la Resurrección y glorificación de Jesús pasaron desapercibidas para la mayoría de sus contem­poráneos). El segundo es aquel que aguardamos, la última y definitiva venida, cuando aparezca con poder y majestad grandes (Lc 21, 27), en la ma­nifestación visible de su Gloria, ante la cual doblará la rodilla cuanto hay en los Cielos, sobre la tierra y en los abismos (Fil 2,10). Venida ésta que, a lo largo de los siglos, se ha concretado para cada hombre en el instante supremo de su muerte, cuando resuenan para él (para cada uno de nosotros), las palabras del Apocalipsis: Ya no hay más tiempo (Ap 10, 6b).

Mas, no sólo estas, sino también aquella otra venida -mística pero muy real-, de la presencia de Dios en el justo, por la gracia, que se ha dado en llamar “inhabitación trinitaria”, según la promesa de Jesús: Si alguno me ama, guardará mis palabras, y mi Padre le amará, y vendremos a él y en él haremos morada (Jn 14, 23).

Por todo esto, la Liturgia de estos días nos pre­senta dos grandes figuras para nuestra con­side­ración: San Juan Bautista, el Precursor y, sobre todo, María Santísima, la Mujer encinta que aguarda ansiosa el nacimiento de ese hijo que crece en su seno virginal y cuya sola presencia es el mayor testimonio de que nada es imposible para Dios (Lc 1, 37).

Durante nueve meses, diariamente, Ella ha vuelto a escuchar en su corazón el misterioso saludo que desencadenó todo: ¡Alégrate, Llena de Gracia, El que Es, contigo. ... He aquí que concebirás en tu seno y darás a luz un hijo... Él será grande y Dios le dará el trono de David ... Lo Santo que nacerá de ti será llamado Hijo del Altísimo... (Lc 1, 26 ss)
¡Alégrate!. Y el gozo bulle en su interior ahora que se acerca el término de su preñez. Guarda aquel saludo y no puede dejar de relacionarlo con las palabras proféticas, tantas veces escuchadas al calor del hogar, en casa, en la sinagoga, o en alguna solemne ocasión en el Templo: Alégrate sobremanera, hija de Sión! ¡Grita exultante, hija de Jerusalén! He aquí que viene a ti tu Rey! (Zac 9,9). Y aquellas otras, tan significativas ahora para ella: He aquí la virgen grávida y de parto... (Is 7, 14). Y también: Multiplicaste la alegría, has hecho grande el júbilo... porque nos ha nacido un niño, un hijo nos ha sido dado, que lleva sobre los hombros la Reyecía (Is 9,3a. 6a).

¿Cómo no aguardar expectantes, también no­so­tros, la llegada de Aquel cuyo don es la alegría perfecta, el gozo celestial, más fuerte que la muerte y que toda tribulación?. Mas, tal acontecimiento es principalmente un encuentro personal entre Dios que viene a nosotros y nosotros (cada uno) que se allega a Él y lo recibe. No puede, por tanto, realizarse (para nosotros) si no lo esperamos. No debe quedar reducido a algo que nos acaece sin que lo advirtamos; algo que pasa sin pena y sin gloria, simplemente porque llegó la fecha y ni nos dimos cuenta de lo que estaba sucediendo, sumergidos como estamos en el trajín de nuestra rutina, que nos arrastra...

Para que la Navidad que se aproxima no nos encuentre dormidos, distraídos o ebrios, como a los malos servidores de las lecturas del 1° Domingo de Adviento, es preciso que nos preparemos. Pidamos a María Santísima una parte de su espíritu . Que Ella nos ayude para que, con nuestro esfuerzo y en respuesta a la Gracia, nos dispongamos a recibir al Dios que viene a sal­varnos. Sólo así descubriremos que Jesús -la Justicia que viene de lo alto- es nuestra Paz y el Gozo perfecto, que nadie nos puede arrebatar.

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