Escritos parroquiales Pbro. Gustavo E. PODESTÁ |
Número: 65 ENERO – FEBRERO 2001¿Quién se animaría a decir, queriendo ser sincero, que le da lo mismo saberse amado u odiado, aceptado o rechazado, integrado en su familia, en su trabajo, con sus compañeros o vecinos o aislado, segregado del resto?.
Tal vez, un niño muy pequeño, que no entienda del todo estos conceptos, no sepa qué responder. Sin embargo, a su modo expresa cuánto necesita del amor de sus padres, hermanos, abuelos. Pregunta si lo quieren, o dice simplemente “te quiero mucho”, esperando la respuesta equivalente; a menudo, cuando se siente abandonado o descuidado, manifiesta, por el rechazo y los berrinches, que necesita de la contención que sólo el cariño y los cuidados pueden darle. Con besos o con llanto, con caricias o caprichos, con gestos de amor o de desprecio, incluso el más pequeño reclama amor. El retoño humano no puede crecer sano y desarrollarse como hombre si se ve privado de la palabra y del afecto. No le basta tener alimento, vestimenta, techo e higiene. Con eso, con mucho menos, puede vivir y crecer y llegar a su plenitud cualquier otro cachorro: el hijo del hombre, no. No hablará si no le enseñan; y, si no aprende a hablar (o a comunicarse de modo humano, supuesto que fuese sordomudo de nacimiento), tampoco desarrollará su inteligencia. No podrá pensar, no razonará, se quedará en el nivel meramente sensorial de los demás animales. El hombre necesita de la palabra y del gesto educador tanto como del alimento. No aprenderá a amar si no se le enseña; mas, si no aprende a amar, no sabrá convivir con los demás, compartir, brindarse, respetar, recibir amor. Quedará encerrado en la estrechez de sus instintos y pasiones, prisionero de su egoísmo y de sus miedos. El pequeño hombrecito precisa ser tratado con respeto y ternura, con firmeza y bondad, mucho más que del confort y la abundancia de cosas. El asunto -que no deja de tener su misterio- es que todos nosotros, cualquiera sea la edad que hayamos alcanzado, seguimos teniendo las mismas necesidades básicas: la palabra auténtica, veraz (no la mera charlatanería, no el monólogo recluido en el “yo”, no el discurso falaz) y el buen amor (no el manoseo, no el sentimentalismo ni la lástima, ni la pasión tanto más efímera cuanto más vehemente) Con los años aprendemos que, por un lado, este deseo connatural a nuestro ser de hombres es insaciable e inextinguible, y, por otro, que cuanto más buscamos que las cosas o los otros lo satisfagan plenamente, tanto menos satisfechos quedamos a la postre. Un sinfín de sinsabores, una delgada (o no tan delgada) cadena de frustraciones, de desilusiones, de desengaños, van tejiendo la trama de nuestra vida, entrecruzándose con nuestras alegrías y logros. Pedimos a las creaturas -tan inanes, tan endebles, tan carenciadas como nosotros mismos- lo que no pueden darnos. Endiosamos personas, idolatramos personajes, adoramos cosas, y ponemos nuestra esperanza en bienes, más o menos reales, que son como la flor del campo, que un viento pasa y ya no existen . Caen nuestros dioses de carne y hueso, flacos humanos a los que hemos querido hacer o imaginamos hechos a nuestra imagen y semejanza , y nos sentimos burlados, defraudados, engañados. Quedan en nada las promesas que hiciera tanto personaje, tanto agitador, tanto charlatán, tanto seductor, y nos deprimimos, hastiados de prestar oídos a palabras vacías. Las cosas que veneramos envejecen, se marchitan, se estropean, pierden sentido, desaparecen, ... y, con ellas, nuestra alegría, nuestra esperanza de felicidad. ¿Cuántas veces nos ha ocurrido esto? ¿A quién no le ha pasado nunca, con nada ni con nadie?. Si parecería ser verdad aquella afirmación desesperada de Sartre: “el hombre es una pasión inútil”. Una pasión inútil , un deseo vehemente que no será saciado jamás; un esfuerzo titánico por alcanzar una cima, que en realidad es un abismo sin fondo; un hambre de verdad, de bondad, de belleza que jamás obtendrá su alimento... porque no existe. Así razonaba Sartre; así razonan muchos, especialmente en tiempos duros como los actuales. Dice el necio para sí: ‘No hay Dios' (S 53,2). “Necio” llama la Escritura al hombre de endurecido corazón que se ha vuelto ciego para las realidades divinas. Es necio, inepto, insensato, porque se ha corrompido apartándose de Dios; por eso, aunque sea capaz de ver, aun más, de descubrir y deslumbrarse ante las grandezas de la Creación, permanece ciego e ignorante de lo solo importante, ajeno a la única esperanza, alejado de la verdadera posibilidad de felicidad. Y cuando su micromundo se derrumba, él se derrumba también. También esto nos pasa a todos, a quien más, a quien menos. Hay momentos en los que nos hacemos incapaces de ver a Dios y desesperamos. La Navidad que acabamos de celebrar, y que se prolonga a lo largo de cuarenta días, hasta la celebración de la Presentación del Niño en el Templo (2 de febrero) es la Fiesta de “ Dios con nosotros ”. Es la magnífica presencia de la Palabra Veraz y del Amor Indefectible entre nosotros, con nosotros, para nosotros, por nosotros. Es la manifestación, accesible a todo hombre, de Aquello que es lo único capaz de saciar su hambre de palabra y su sed de amor. Así se revela a los humildes pastores y a los reyes poderesos en el pesebre: accesible, Niño pequeño, sostenido en brazos de su Madre, Él que sostiene todas las cosas en el ser. Así se presenta ante el anciano y débil Simeón y la fiel Ana: como el que viene a nuestro encuentro y se deja tomar en nuestros brazos. Dios que nos ama totalmente y que sólo pide ser amado por cada uno de nosotros tal cual somos: con nuestras cualidades y talentos, con nuestras debilidades y miserias, con nuestros sacrificios y también con nuestros pecados. Tenemos por delante los días de la Navidad hasta la fiesta del Encuentro (la Presentación), los días que providencialmente coinciden con las vacaciones. No hace falta tener dinero para tomarse estas vacaciones, no es necesario ir muy lejos para descansar, no precisamos de muchas cosas. “ No quieras ir fuera, permanece en tí; en el interior del hombre habita la Verdad ” (S. Agustín). Que María Santísima nos alcance en estos días la gracia de oír la Palabra y acoger el Amor que buscamos incluso sin saberlo, aquel en el cual vivimos, nos movemos y existimos (Hch 17,28)
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