Escritos parroquiales
Pbro. Gustavo E. PODESTÁ

Número: 66
MARZO, 2001

CUARESMA
EN COMPAÑÍA DE SAN JOSÉ
Y SAN JUAN BAUTISTA

Si bien no fue de San José de quien Jesús dijo que era el más grande de los nacidos de mujer estas palabras, referidas a San Juan Bautista, también pueden extenderse a él, cuya fiesta celebramos el 19 de este mes, en plena Cuaresma. En realidad, sólo de Jesús, el Hijo de María, pueden pronunciarse en sentido pleno y absoluto. Tanto de Juan como de José la frase acerca de su grandeza se refiere a su particular relación con el Cristo de Dios, el Resucitado.

Juan es el último de los profetas del Antiguo Testamento y como el resumen de todos. Constituido Precursor del Mesías, él es la voz que clama en el desierto -cual nuevo Isaías - llamando a la conversión de los corazones, pues es allí donde debe preparar los caminos del Señor que viene.

En su voz resuenan las voces de todos los profetas de Israel, pero solamente a él se le concede no sólo anunciar al Señor que había de venir, sino mostrarlo: He aquí. "Ahí lo tenéis, Él es Aquel a quien yo esperaba, de quien no soy digno de desatar la correa de sus sandalias, el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo " Lo que para otros fue sólo oscura visión, revelación confusa, para Juan es realidad palpable, audible, visible, clara, radiante. Él ve venir a Jesús, habla con Jesús, bautiza a Jesús y recibe la confirmación de Padre Eterno: "Este es mi Hijo , en quien tengo puestas mis complacencias" . Entonces sabe que su misión ha llegado a su fin y, para él, es la hora de caminar hacia el descanso de sus padres, aguardando el día final, el de la manifestación gloriosa . Pero, a fin de que su misión de Precursor sea perfecta en todo, se le concede la gracia del martirio. Como Jesús pocos años después, también Juan muere en manos impías, traicionado por la envidia, la mala pasión y la cobardía. La Iglesia lo equipara, en alguna medida, a María Santísima y al mismo Jesús, pues celebra tanto su natalicio (24 de junio, seis meses antes de Navidad), como su martirio, que es su natalicio definitivo y pascual (29 de agosto). Juan es quien nos exhorta ahora durante la Cuaresma a enderezar nuestros caminos, corregir nuestros yerros, rectificar nuestras actitudes, preparándonos para el glorioso encuentro con el Señor Resucitado.

José no es ni Voz que clama ni lámpara que brilla . Su grandeza es su humildad, ese "perfil bajo" que decimos ahora y que lo hace casi invisible a los ojos de todos. Él no está llamado a preparar la manifestación pública del Salvador. Su misión es disponer la sencilla morada en la que transcurrirían los días serenos de labor, mesa compartida, oración, descanso, plática familiar, siesta pueblerina, a lo largo de los treinta años de la vida oculta de Jesús.

Ninguna palabra parece brotar de sus labios -ninguna recogen los Evangelios-; parece absorto en la contemplación del Misterio de Dios que se realiza ante sus ojos y del cual es hecho partícipe, sin que él entienda muy bien cómo ni por qué. San José es silencioso. Silencio de adoración hacia el Niño nacido portentosamente del vientre virginal de su esposa. Silencio de enamorado ante su amada María, en quien sabe descubrir con ojos de novio las maravillas que Dios obra en ella. Silencio simbólico, figura del Padre Eterno, engendrador de la Palabra Increada en el secreto de la Eternidad.

Ninguna luz parece emanar de él, pues no está aquí para convocar a los hombres mostrándoles el Mesías de Dios. Él está para ocultar al Niño de las siniestras miradas que lo buscan para matarlo; está para cuidar de la Madre y su bebé, y sacarlos en medio de las sombras hacia un lugar seguro. Está para ser la sombra del Padre -cual nueva nube del Éxodo-, un velo protector extendido sobre su pequeña familia, escudo y defensa en la huida al exilio, guía y fresco cobijo para subirlos de Egipto a Nazaret cuando el peligro haya pasado.

Como el Padre Eterno, José está para ser presencia providente en el pan servido a diario, en el aceite que no falta, en la suficiencia de los bienes -sencillos y elementales- necesarios para la vida de los tres, con la posibilidad de compartirlos con el huésped repentino, con el forastero o la viuda o el huérfano.

San José aparece y desaparece como un relámpago. Muy presente en algunos pocos pasajes de la infancia de Jesús (siempre como "actor de reparto"), mencionado en las dos Genealogías (Mt y Lc), es absolutamente ignorado en los relatos de la vida pública de Jesús, como no sean aquellas referencias, más bien despectivas, cuando se llama a Jesús "hijo del carpintero" o "hijo de José", como queriendo indicar que es un "don nadie". Nada más.

¿Por qué, entonces, constituir (o mejor, reconocer) a este callado varón en el más grande de los nacidos de mujer , "Patrono de la Iglesia universal"? Porque la Iglesia no es sino el Cuerpo Místico de Cristo, cuyo frágil cuerpecito mortal fue llevado en brazos, cuidado y protegido por José. Porque la Iglesia es la Virgen Inmaculada desposada con Jesús, de quien recibe su fecundidad para devenir Madre de todos los inscriptos en el libro de la Vida. Y José es el esposo de María, la Virgen Inmaculada que es anticipo y miembro prototípico de la Iglesia. ¿Quién otro merecería recibir este título que el humilde dádiva, descendiente de reyes, varón íntegro, caballero de nuestra Señora, custodio del Niño-Rey-Pastor?

Que sea él -junto con Juan el Bautista- quien nos guié ahora, durante los días de la Cuaresma que acabamos de iniciar, y nos conduzca a salvo -como lo hiciera otrora con María y Jesús- a través del desierto. Si Juan quiere conducirnos por el camino de la austeridad, José quiere hacerlo por el camino de la simplicidad, del trabajo honesto, de la oración, de la contemplación. Que él nos acompañe en el ascenso a Jerusalén, para que podamos participar de la Pasión de Nuestro Señor, completando en nuestra carne lo que falta a aquella en su Cuerpo, que es la Iglesia. Que sea él quien, como nuevo Moisés, se ponga en la brecha a favor nuestro, intercediendo ante el Señor cuando nuestras debilidades y miserias nos puedan y nos hagan tropezar. Que él sea quien os enseñe la vía de la oración, del ayuno y de la caridad, único camino de salvación que nos permitirá arribar, finalmente, a la Tierra prometida de la Pascua.

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