Escritos parroquiales
Pbro. Gustavo E. PODESTÁ

Número: 67
ABRIL, 2001

¡RESUCITA CRISTO, NUESTRA ESPERANZA!

De Pascua florida se habla en otras latitudes en las que, con la fiesta grande de la Cristiandad, llega la primavera. Y, con ella, el deshielo, los brotes tiernos, la profusión de flores que recuperan su lugar en la Liturgia, engalanando los altares.

No tan lindos tiempos éstos para nosotros, para quienes la Pascua no nos llega con 'distintos tonos de verde' y tardecitas que invitan al paseo, sino con los grises del otoño y el sabor amargo que deja una repetida (¡ya desde hace tantos años!), argentina, cantinela: Hay que pasar el invierno (para otros: Ya veremos cómo pasamos el invierno... ).

No obstante ello, más aún, precisamente por esto, es que la Pascua que se avecina debe tener para nosotros, cristianos católicos, el fuerte sabor de la esperanza y el brillo del blanco luminoso que resplandecerá en los ornamentos litúrgicos cuando llegue el Día del Señor, el día de la nueva Creación, y el color morado de la penitencia sea desplazado.

Sabor fuerte el de la esperanza, como el de un buen café, como el de un tinto generoso, poderoso en tanino. No la dulzaina del vano optimismo, no la diluida confianza que espera ingenuamente en el poder de los hombres -ni aún de los hombre providenciales- ; mucho menos la acidez de la indiferencia pesimista. La Esperanza cristiana no es nada de eso y es mucho más que eso. La virtud más difícil de las tres teologales (Fe, Esperanza y Caridad), la “cenicienta” de la trilogía, como la llamaba Péguy; la que menos se tiene en cuenta porque, ¿quién es el que se acuerda del Cielo cuando, para él, todo marcha sobre rieles en la tierra?. Y, por el contrario, cuando todo parece hundirse y confundirse en el desastre, cual ocurre en las pesadillas, ¿cuántos hay que recuerdan que no tenemos aquí ciudad permanente sino que marchamos hacia la Celestial ?. Casi se diría que es una virtud “inútil”, de la cual parecería que no puede echarse mano ni en las buenas (por innecesaria) ni en las malas (por insuficiente).

Empero, como escribía alguien amante de las paradojas, la esperanza cristiana es la única que cuenta cuando ya no hay esperanza (valga la redundancia). Porque el esperar nace en nosotros ante la posibilidad de un bien futuro; cuando algo que tenemos por bueno para nosotros se nos presenta como susceptible de ser obtenido o alcanzado, despierta en nuestro ánimo una actitud positiva, activa, incluso jovial, que nos impulsa a poner manos a la obra para alcanzar el objetivo que deseamos. Por el contrario, cuando aquello que querríamos se nos presenta como inalcanzable, cuando todo parece indicar que no hay esfuerzo que valga la pena, porque todo está destinado al fracaso y ya no hay nada que hacer, lo que se apodera de nosotros es la desesperanza, la desolación, la tristeza, la angustia, la incertidumbre (“Y ahora, ¿qué?”). Pero, es justamente en estos momentos, cuando ya ninguna esperanza humana tiene cabida, que ocupa su lugar -señoreando sobre el desaliento- la esperanza cristiana.

No es un sentimiento que nace de la bondad de la situación que estamos viviendo; no es una idea que surge después de un cálculo de probabilidades que nos dice que tenemos un 20, un 40 ó un 80 % a nuestro favor; no es una ilusión con la que procuramos evadirnos de la realidad. Es una virtud -esto significa, una disposición habitual a obrar determinado tipo de actos buenos - teologal, porque tiene por objeto al mismo Dios y en Él se apoya. La única esperanza “ que no tiene en cuenta a las matemáticas ” (Chesterton), pues Uno vale más que millones y puede lo que es imposible para millones de millones.

La Cuaresma, este tiempo que aún transitamos como camino hacia la Pascua, es un momento particularmente propicio para meditar en nuestras esperanzas. O mejor, en aquello en lo que ponemos nuestra esperanza. Porque es eso lo que mide nuestra propia grandeza (o pequeñez) de corazón, nuestra valía (o insignificancia) como hombres. Pensemos qué es lo que amamos y qué lo que odiamos; dónde están nuestras alegrías y dónde nuestras tristezas; qué es lo que buscamos y qué lo que tememos; hacia dónde dirigimos nuestros pasos (nuestra vida toda) o de dónde los desviamos (y si es que la dirigimos conscientemente hacia algún lado). ¿Dónde está mi corazón?, ¿cuál es el mayor bien que esperamos, y de quién y cómo lo esperamos?.

Quizás nos suenen las palabras de las Escrituras Santas que se han proclamado durante estos días: “ Maldito el hombre que en el hombre pone su confianza y de la carne hace su apoyo, y aleja del Señor su corazón. Será como desnudo árbol en la estepa, que, aunque le venga algún bien, no lo siente, y vive en la aridez del desierto. Bendito el hombre que confía en el Señor y en Él pone su esperanza. Será como árbol

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