Número: 70
JULIO, 2001
JULIO 2001
Según una antigua devoción popular, la Santísima Virgen asiste, en la hora de la muerte, con particular solicitud, a quienes durante su vida hayan llevado el escapulario del Carmen. Y promete conducirlos prontamente a la Visión Beatífica, acelerando su paso por el Purgatorio. Verdad es que, conforme con la tradición, lo que la Virgen prometiera a San Simón Stok estaba referido a aquellos que vistieran el hábito del Carmen , del cual es escapulario es sólo la parte exterior, una pieza rectangular que cae sobre el pecho y la espalda, simbolizando la cruz que el monje carga por amor a Jesucristo. En otras palabras, la promesa se refiere a quien viviera conforme a la antigua regla de los monjes carmelitas.
Con el tiempo, se permitió el uso del hábito a algunos laicos que deseaban vivir en el mundo con el espíritu del Carmelo -los llamados “terciarios” o miembros de la Tercera Orden-, aunque solían utilizarlo sólo en circunstancias especiales y vestirlo como mortaja. Posteriormente, con la simplificación de ciertos usos y -por qué no decirlo-, también, con una creciente pérdida del sentido inicial (la promesa se vinculaba al modo de vida simbolizado por el hábito y no al mero uso de un determinado ropaje), el escapulario se redujo a su mínima expresión: dos pequeños rectángulos unidos por cintas (hoy, casi siempre reemplazado por una más higiénica medalla de doble faz).
Así, la devoción a la Virgen del Carmen o Ntra. Sra. del Monte Carmelo (a quien, entre otros títulos, le corresponde el de Generala del Ejército de Los Andes), cuya fiesta se celebra el 16 de este mes, ha llegado hasta nuestros días. Y la traemos a colación por ser una de las que más claramente nos lleva a considerar nuestras postrimerías: aquellas realidades últimas (muerte, juicio, Purgatorio, Cielo e Infierno) cuyo recuerdo es, según el testimonio de las Escrituras, defensa contra el pecado: Piensa en tus postrimerías y no pecarás (Ecli 28, 6).
Es tanto como decir: "Piensa en tu muerte, cuya hora desconoces, pero de la cual sabes que ciertamente llegará. Reflexiona cómo querrías que ella te encuentre; en qué estado tu corazón respecto de nuestro Padre Dios. Piensa en tu juicio. En él serás juzgado por Aquel que es Amor y en relación al Amor-Caridad que haya animado tu vida, tus obras y tus pensamientos. Piensa en el Cielo, en esa comunión de vida felicísima, poseída toda ella en un instante y para siempre, en el Seno de la Trinidad Santa. Considera que para esa vida te ha creado Dios. Para hacerte partícipe de su Amor interpersonal te ha hecho nacer; más aun, para que llegues a ser semejante a Él cuando Lo veas tal cual es (cf. I Jn 3, 2). Pero, ten en cuenta que “ Aquel que te creó sin ti (sin tu participación) no te salvará sin ti” (S. Agustín); por lo tanto, no olvides las clarísimas palabras de las Escrituras: “ Procurad ... la santidad, sin la cual nadie verá al Señor” (Hbr 12, 14b)"
Para salvarse, entonces, en primer lugar es preciso creer . No cualquier cosa, no de cualquier modo, no a cualquiera, puesto que “en esto consiste la Vida eterna: en que te conozcan a Ti, Único Dios Verdadero, y a tu Enviado, Jesucristo” (Jn 17, 3). Este conocimiento procede de la Fe teologal. Y como “la Fe viene de la audición, y la audición, por la (predicación de la) Palabra de Cristo” (Rm 10, 17), urge predicar a todos los hombres el mensaje de salvación en Cristo. Esta es la misión de la Iglesia y, en ella, en diverso grado y según la propia condición, la de todos los bautizados.
¿Qué es lo que hay que creer? Un bautizado debe creer todas las verdades reveladas en las Sagradas Escrituras y en la Tradición Apostólica, y que la Iglesia propone a través de su Magisterio auténtico. Pero, para que esto sea posible, tanto hoy como hace 2000 años, los hombres necesitan que se les predique la buena nueva de la Salvación. Que se les hable con la palabra y con el ejemplo de vida. Aquel, en cambio, a quien nunca ha llegado el mensaje evangélico, dice Pablo, “es preciso -al menos- que crea que (Dios) Existe y que es el justo remunerador -a saber, que da a cada uno según sus obras- de los que Lo buscan ” (Hbr 11,6b). Es decir, bajo estos mínimos contenidos, puede llegar a tener una 'fe implícita' en las verdades cristianas. Al mismo tiempo debe tener un deseo, también al menos 'implícito', de bautismo, es decir, conciencia de sus pecados como algo que lo aparta de Dios, y voluntad de conversión, apoyada en algún tipo de ayuda divina . Pero ¡quién comparará esta posibilidad, desprovista de la plenitud de la verdad y de la ayuda de los sacramentos, con la pertenencia plena a la Iglesia Católica!
Esta Fe, cuando es verdadera, está informada, vivificada, por la Caridad, por lo cual se traduce en obras. Porque, si bien “ el justo vivirá por la fe ” (Hbr 10, 38a), aún teniendo tanta fe que trasladase los montes, si no tenemos caridad, no somos nada (cf. 1 Cor 13, 1-3 y Stgo 2, 14). De allí que, en la enseñanza catequética, no sólo se incluye lo que hay que creer (sintetizado en el Credo), sino lo que hay que obrar (resumido en los Mandamientos y perfeccionado por la Ley Evangélica del Sermón de la Montaña).
Decíamos, en nuestro último boletín, que, si bien es verdad que “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la Verdad” (1 Tm 2, 3), no podemos afirmar alegremente, inconscientemente, que todos se salvarán, hagan lo que hagan, vivan como vivan y, sobre todo, mueran como mueran. Esta falsa doctrina, hoy tan difundida, fruto de una sensiblería que está muy lejos de tener algo de auténtica caridad, sólo sirve para acallar la conciencia de quienes deberían sentirse urgidos a predicar, y para alimentar nuestra pereza y facilitar la difusión de los más diversos errores, incluso los más aberrantes. El lugar que nosotros no ocupamos, lo ocupa el Enemigo. Nuestro silencio permite que se escuche mucho más nítidamente el mensaje de muerte que se esconde en las palabras de los falsos pastores: aquellos que pretenden hacernos creer que el hombre tiene en sí las fuerzas necesarias para redimirse a sí mismo, por lo que basta ser “naturalmente” bueno para salvarse; o los que, sencillamente, niegan el llamado de Dios a la Vida eterna, o Su misma existencia.
Pero, si lo pensamos bien, aun el olvido o negación de la remuneración (premio o castigo), en última instancia, conduce a una falta de fe práctica en la Vida Eterna. Porque sostener que todos tienen que salvarse, sí o sí, es tanto como decir que todos reciben lo mismo tras la muerte, no importa cómo hayan vivido. El “cambalache” se traslada de esta vida a la otra. Parecería que también allá " da lo mismo ser derecho que traidor, ignorante, sabio, chorro, generoso, estafador. Todo es igual.. Nada es mejor... Mezclado con Stavisky van Don Bosco y la Mignon". Cuando esto ocurre, cuando, aun en la tierra, no hay premio para el que obra bien, para el honesto, para el decente, para el que trabaja honradamente, para el justo; ni castigo para el inmoral, para el injusto, para el que obra el mal, entonces se produce el cansancio de los buenos (Pío XII); las costumbres se degradan, las conductas delictivas aumentan pavorosamente, las instituciones se pervierten y la sociedad marcha inexorablemente a su descomposición. Y, en el caso de la Iglesia, el cristiano, si lo definitivo es igual para todos, se olvida que está llamado a ser testigo (que significa mártir ) de Jesucristo, luz para el mundo, sal de la tierra, predicador para los que no creen, piedra de escándalo para aquellos cuyo corazón no quiere dar cabida a Dios. ¿Para que predicar, intentar vivir de acuerdo al evangelio, si a Dios, en el fondo, todo le da igual?
Pidamos a nuestra Madre Admirable que, en estas difíciles horas para nuestra Patria y para el mundo entero, nos dé la fortaleza de los mártires y la constancia de los apóstoles, para que Dios pueda valerse de nuestra debilidad y pequeñez para llevar a muchos hombres a la Fe.
"Los que sin culpa suya no conocen el Evangelio de Cristo y su Iglesia, pero buscan a Dios con sincero corazón e intentan en su vida, con la ayuda de la gracia, hacer la voluntad de Dios, conocida a través de lo que les dice su conciencia, pueden conseguir la salvación eterna." Vaticano II , Lumen Gentium , n. 16