Escritos parroquiales Pbro. Gustavo E. PODESTÁ |
Número: 75 diciembre “Oye, Israel, el Señor es Dios, el Señor es Único; amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo lo tuyo” (Deut 6, 4). Muchas veces y de muchas formas habló Dios a los hombres, desde antiguo, por boca de sus profetas (Hbr 1, 1), como un lamento de madre por el hijo que se aleja, como un requiebro de amado no correspondido, como un consejo de padre, no se cansó de repetir: Ojalá escuchéis hoy, mi Voz, no endurezcáis el corazón (S 94). Difícil cosa es esta para nosotros. Oír a Dios, dejarnos interpelar por Él, amarlo por sobre todas las cosas, sin anteponer nada, absolutamente nada a Él, estar dispuestos a dejar todo aquello que nos aparta de Él, particularmente nuestra mezquina voluntad, eso es algo que supera con mucho nuestras flacas fuerzas y aun nuestras mejores intenciones. Y Él lo sabe. Sabe que, incluso poniendo todo de nuestra parte, no podemos responder siempre “sí”, obrar indefectiblemente, permanecer fieles a su gracia en todo momento. Más aún; Él sabe que cada uno de nosotros es “Israel”, el que contiende contra Dios (cf. Gn 32, 28), el que pelea con Dios y le hace frente, aunque quiera Su bendición. Y, por eso, prolonga su paciencia, hace gala de una misericordia infinita que no se agota, sino que se renueva cada mañana (Lam 3, 23), manifestándose a los ojos de los sencillos, hablando al corazón de aquellos que tienen oído de discípulo (Is 50, 4b). Así era la pequeña María, la Virgen de los ojos clarividentes, del oído atento a la Palabra que gustaba guardar en su corazón inmaculado. Por eso fue capaz de oírla y concebirla en su Seno purísimo, dando a luz al Hijo de Dios, Jesucristo, Aquel en quien el Padre nos dice todo, nos habla de modo claro y entendible, revelándonos definitivamente su Amor y su designio de salvación. Así era también el silencioso José, el varón de la casa de David elegido por el Padre Eterno como vicario Suyo, custodio de la Virgen y padre de Jesús. Como ellos, también los Magos venidos de oriente aparecen como hombres que escuchan la Palabra y la guardan en su corazón (Lc 11, 28); se ponen en marcha confiando en ella y, por su fidelidad, les es concedido ver -en la Fe- al Invisible. Como ellos, también los sencillos pastores que, escuchando el mensaje angélico, se apresuran para llegar a Belén, para adorar al Salvador que les ha nacido (Lc 2, 11). Y no sólo ellos, la creación entera que gime como con dolores de parto, aguardando la manifestación gloriosa de los hijos de Dios (Rm 8, 22), la nueva Creación que la redimirá del ineluctable destino de extinción, acoge al Niño que nos ha nacido para hacer grande nuestro gozo ( cf. Is 9, 3. 6). La noche le recibe en su silencio, por que mejor se escuchen los primeros vagidos del Recién Nacido; la tierra le da cabida en su seno, proporcionándole una gruta como techo; la hierba del campo y los árboles del bosque le ofrecen la paja y la madera que le sirven de cuna en el pesebre, y el lino con que se ha tejido el pañal que lo envuelve; los animales, el calor de su presencia para atemperar el frío nocturno; el firmamento, la luz de sus estrellas y el resplandor de la luna, que empalidece ante el Sol de Justicia brillando en los brazos de María. La humanidad –nosotros- le ofrecemos la Madre que lo estrecha contra su pecho calmando su primera hambre, el padre que lo protegerá e instruirá, la adoración de los magos, las pequeñas ofrendas de los pastores, nuestras pobres ofrendas, nuestros pecados.... que un día Él, cargándolos, los presentará reparados, en el altar de la Cruz. “Oye, Israel, el Señor es Dios, el Señor es Único; amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo lo tuyo” . Oye, hombre, el llanto primero del que por ti se ha hecho hombre, para que llegues a ser dios; oye, la Palabra del Padre eterno que por ti, se ha revestido de palabra humana, para que puedas entenderla y, en tu libertad, le des cabida a su acción recreadora; oye el canto de los ángeles que te anuncian la única, verdadera, imperecedera alegría. Escucha, y, haciéndolo, deja que tu corazón se dilate por el amor. Se ha hecho Niño pequeño, pues conoce que, a pesar de nuestra malicia, un bebe siempre es capaz de enternecernos, de hacernos mejores, de “humanizarnos”. Se ha hecho Niño pequeño para que no temamos acercarnos a Él (¿qué podemos temer si se pone, completamente inerme, entre nuestras manos?), para que no dudemos de entregarnos a Él, para que le demos cabida en nuestra vida de todos los días, y así pueda Él darnos un lugar en la Suya, Eterna. Mientras permanezcamos aferrados a nuestras pequeñas cosas, a nuestras mezquinas ilusiones, a nuestras flacas esperanzas temporales, a nuestro mundillo en el cual nos sentimos “dioses”, dueños y señores, seremos incapaces de oírlo. Podremos poner luces de colores y armar arbolitos, comprar regalos y preparar una comida especial para reunir a la familia; podremos incluso, ir a Misa y rezar ante el pesebre; pero no será Navidad para nosotros. La Noche Santa de la Navidad atesora su misterio y lo mantiene oculto a aquellos que sólo tienen ojos para los falsos brillos de este mundo y oídos para la charlatanería y la murmuración. Sólo revela su secreto al que, dejándose a sí mismo y a su voluntad, hace silencio para oír... En este mes, ¡qué no se nos escape el Adviento como agua entre los dedos!. Aprovechemos el tiempo, que es tiempo de salvación, para pedirle a María, por el misterio de su admirable Maternidad, y a José, que nos alcancen del Buen Dios oídos que escuchen, ojos que vean y un corazón que entienda (Deut 29, 3). Sólo así, el próximo 24 será para nosotros una auténtica Noche Buena , y podremos alegrarnos -aun en medio de tantas dificultades y de un futuro temporal tan incierto- con la buena nueva de la salvación que nos trae la Navidad. |