Escritos parroquiales Pbro. Gustavo E. PODESTÁ |
Número: 76 ¿VACACIONES?Hubo un tiempo en el que los argentinos llamábamos a estos dos meses: las vacaciones. Todos -o casi- esperaban con ansias “las Fiestas”, pues no sólo eran ocasión para reencuentros de amigos y familiares, en clima de jolgorio, sino también, la antesala de las deseadas, y en general muy merecidas, vacaciones. Muy pocos no podían tomarse unos días de descanso; si bastaba con proponérselo, trabajar a conciencia durante el año y organizarse. No se trataba de un lujo reservado a una minoría de privilegiados. Hoy estamos en las antípodas; tanto que parece que habría que cambiarle el nombre y hablar simplemente del receso, que viene a agravar y hacer más angustiante e incierta la recesión que soportamos desde hace varios años. Tanto es así que, muchos argentinos han vivido las Fiestas con el corazón estrujado por la angustia y el desconcierto. Resultaba difícil, al menos por momentos, decir ¡Feliz Navidad! ¡Feliz Año Nuevo! ¡Felicidades! . Más de uno recibió a cambio de tal salutación una respuesta amarga. Y alguien pensará que no es para menos. Empero, si nos detuviésemos unos instantes a considerar por qué nos parece más duro e incluso incoherente, decir “Feliz Navidad o Felices Fiestas” cuando la situación nacional y mundial se presenta sombría y amenazante, quizás podríamos descubrir que las hemos reducido a una celebración profana, a lo sumo, familiar. Una celebración que tiene de “fiesta” cuanto tiene de abundancia en la comida, la bebida, los regalos; que puede decirse “feliz” si tenemos motivos concretos para brindar y no meras ilusiones; especial sólo porque una costumbre inmemorial la ha revestido de colores propios, de adornos y luces, de comidas típicas, de brindis y reuniones, y que, además, tenía la suerte de venir a caer a fin de año, cuando todos deseábamos olvidar los trabajos y las preocupaciones que nos habían agobiado a lo largo de 365 días. Pero hoy, cuando todos estamos como Sísifo, condenados a hacer rodar una pesada piedra hasta la cumbre de un monte, de la cual caerá invariablemente al llegar, sin excesivas esperanzas humanas, sin horizontes claros, sin posibilidades próximas de salir a flote, de acabar el trabajo, de llegar al momento del ansiado descanso, ¿de qué nos han servido las Fiestas? ¿para qué esperarlas, si se sabía que no se las podría celebrar con la pompa de antaño, si no serían un anticipo de las vacaciones que preparábamos?. El país está en crisis: todos estamos en crisis. El país está en crisis: por culpa del país nosotros estamos en crisis. Y reaccionamos ante la crisis del peor modo posible: con pánico y con resentimiento , porque estamos convencidos de que la culpa de lo que nos pasa la tienen los otros... Si lo pensáramos bien descubriríamos varias cosas importantes. Y como este tiempo de receso es ideal para reflexionar, conviene que lo hagamos. En primer lugar, no olvidemos que toda vida (no sólo la humana) atraviesa momentos de “crisis”, de cambios profundos, y esos son los de crecimiento y maduración. No obstante, el hombre puede no sólo padecerlos (quiéralo o no, los tendrá que soportar), sino asumirlos consciente y libremente y conducirlos, en lugar de ser arrastrado por ellos. De una crisis se sale mejor o peor de lo que se era al entrar en ella; nunca igual. El animal o la planta siempre se desarrollan; el hombre solamente saldrá mejorado, madurado, crecido en su ser propiamente humano, si sobrelleva la prueba con paciencia, sin desesperar, sin tomar decisiones apresuradas, y se anima a cambiar lo que puede en sí mismo. En segundo lugar, con respecto a las Fiestas que han pasado, la depresión generalizada con que se las vivió nos muestra que, lo que en ellas festejábamos son las cosas buenas (o que tenemos por tales), alcanzadas mediante nuestro esfuerzo o nuestra viveza -aun cuando digamos: “¡Gracias a Dios!”-. Aunque no todo aquello por lo que brindamos sea de orden material, sí es temporal, propio de este mundo que pasa ; cosas que hoy están, pero bien podrían desaparecer mañana, y de las que no podemos hacer depender toda nuestra vida y la razón de nuestra existencia. Estos momentos de oscuridad son espléndidos para develar el misterio de la Navidad, que no es solamente la Fiesta del 25 de diciembre, sino un espíritu que cubre todo el mes de Enero y se cierra como un arco el 2 de Febrero, con la Presentación del Niño en el Templo. Porque, la Buena Nueva anunciada no es una bonanza terrena; no la salud, ni el bienestar, ni la abundancia (aunque eso pueda darse); no las riquezas que los ladrones –de pistola o de guantes blancas y en el gobierno- nos pueden arrebatar, ni los bienes que no se llevan a la tumba lo que dan sentido a la fiesta ... sino lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni vino a la mente del hombre, aquello que Dios ha preparado para los que ama (Is 64, 3). ¿Eres hijo de Dios por el Bautismo?: he ahí el principal motivo para festejar todos los días del año. Por el nacimiento de Jesús, Dios nos ha hecho hijos en Su Hijo. Por el bautismo, somos reengendrados a la Vida que no acaba, la única verdaderamente tal. Mediante los sacramentos alimentamos esta Vida y adelantamos la eternidad. Porque la Gracia que Él nos regala ya desde ahora, es Gloria incoada, es Cielo anticipado, es Bienaventuranza que el mundo no nos puede arrebatar; es exultación y alegría profunda del corazón que sabe que Dios hace concurrir todas las cosas para el bien de los que le aman... y que ninguna criatura podrá separarnos del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor (Rm 8, 28. 39) , el Niño que nos ha sido dado para hacer grande nuestro gozo (Cf. Is 9, 3-6). No nos engañemos: dos meses no son suficientes para revertir la situación económica nacional, mucho menos para superar la profunda crisis espiritual y moral que es la raíz de todos los males argentinos. No se calmará el mundo ni se acabarán las guerras; por mucho que se haga y por eficiente que se sea, no desaparecerán los pobres ni las diferencias sociales (que dependen mucho más de las naturales diversidades de temperamentos, capacidades, idiosincrasia, que de manejos de mercado). Continuará habiendo hambre y mortandad infantil; no desaparecerá el SIDA y, probablemente, surja alguna nueva peste que desconcierte a los investigadores. ¿Vamos a desesperarnos por ello? ¿desesperándonos ayudaremos en alguna medida a cambiar estas realidades? Mas hay cosas que podemos hacer, y que no debemos descuidar. En primer lugar, podemos replantearnos nuestra vida de hijos de Dios. Dejando de lado inútiles temores, sondear nuestro corazón para exponer a la luz de Cristo nuestras debilidades, miserias y pecados. Y animarnos a pedirle que nos quite todo lo que nos separa de Él. Al fin y al cabo, nada de lo que queramos guardar para nosotros en esta vida, se salvará para la eternidad. En segundo lugar, procurar cada día, como si fuera el primero y también el último de nuestra vida, hacer bien y del mejor modo posible lo que debemos hacer, cualquiera que sea nuestra ocupación y función. Y hacerlo todo en el Nombre del Señor, como para servir a Dios, no a los hombres . En tercer lugar, vivir con esperanza de Cielo, sabiendo que aquí estamos solo de paso y que, así como nada trajimos al mundo, nada nos llevaremos de él, excepto aquellos bienes inmarcesibles que no corroe el orín ni come la polilla , ni nos pueden arrebatar los asaltantes. Todo esto sí depende de nosotros y, con la gracia de Dios que a ninguno falta si con sinceridad la pide, podemos cambiarlo. ¡Si tan solo tomáramos conciencia del efecto multiplicador que tiene la santidad de una persona!. Quiera María Santísima darnos ojos para ver esta realidad y fuerzas para poner manos a la obra. Y que la paz de Dios, que sobrepuja cuanto podemos pensar y desear, guarde nuestros corazones y nuestros pensamientos en Cristo Jesús. (Cf. Fil 4, 7)
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