Escritos parroquiales
Pbro. Gustavo E. PODESTÁ

Número: 79
MAYO, 2002

MAYO

"Corruptio optimi, pessima"

Con gran perspicacia, el antiguo aforismo nos recuerda que de la corrupción de lo óptimo, de lo mejor, surge lo peor, lo pésimo. El mal moral es tanto más degradante cuanto quien carga con él debería ser mejor. Eso se entiende fácilmente en el plano meramente ético: la mentira en un hombre educado no tiene el mismo peso que en otro de baja condición; no posee el mismo efecto deletéreo el robo perpetrado por un menesteroso, que aquel realizado por un señor; la malversación de fondos que pueda hacer un pequeño administrador no repercute en la sociedad de igual modo que la que hace un gobernante. El hecho considerado en sí mismo puede ser el mismo, pero las circunstancias que rodean cada caso agravan o atenúan su peso moral.

Si esto es así en el plano natural, por fuerza también lo será en el sobrenatural, en el ámbito de la gracia. Por eso, una conducta aberrante resulta mucho más escandalosa cuando quien así obra es alguien que, por gracia, está llamado a ser santo.

Porque, es bueno recordarlo, cuantos hemos sido bautizados en Cristo, hemos sido revestidos de una nueva condición humana, dotados de una suerte de aparato sobrenatural que nos permite -si nos esforzamos- vivir conforme a nuestro ser de hijos de Dios. De allí que cualquier pecado o falta moral, en nosotros, adquiera por estas circunstancias una especial gravedad, pues nos han sido dados los medios para que los evitemos, mucho más que a los demás hombres.

En estos días, y no desde hace poco, en medio de una campaña de desprestigio de la Iglesia Católica, nos ato­sigan con noticias escandalosas relativas al clero. Se su­man a otras difundidas en años anteriores y, por qué no decirlo, también a ciertos mea culpa de moda. Todo esto conspira contra la credibilidad de los hombres de Iglesia que somos, nos guste o no, los instrumentos queridos por Jesucristo para guardar y transmitir incólumes el Depositum fidei -el Depósito de la fe- y los medios de santificación sacramentales.

Ante tanta confusión como la reinante, es bueno repasar nuestro catecismo, para que podamos dar razón de nuestra fe y de nuestra esperanza. En primer lugar, recordemos que la Iglesia tiene una doble dimensión, pues es una realidad a la vez divina y humana, eterna y temporal . En cuanto es el Cuerpo Místico de Jesucristo, el " Cristo total ", Cabeza y Cuerpo (según la expresión paulina cara a San Agustín), la Iglesia es Santa y Sacra­mento de Salvación universal.

Desde antiguo, la literatura patrística y teológica ha hablado de tres estados, íntimamente vinculados entre sí: dos pasajeros y uno definitivo. Nos referimos a las llamadas "Iglesia militante" o peregrina (según la terminología del Vaticano II), constituida por todos los bautizados que viven en este mundo; la "Iglesia purgante" o en vías de purificación, previo ingreso en la Vida Eterna; y la "Iglesia triunfante" o gloriosa, que es la definitiva, la de los Santos que, junto con María San­tísima, constitu­yen, en Cristo, los auténticos y actuales adoradores de la Trinidad Santa, en espíritu y en verdad . La primera, la militante, es temporal y está con­formada por hombres con sus debilidades y miserias, y aun con sus pecados y perversiones. Porque -hay que decirlo sin temor- no todos los que hoy por hoy aparecen como miembros de la Iglesia -incluso, de su jerarquía- están necesariamente destinados a serlo en la Igle­sia definitiva del Cielo.

Entonces, cuando oímos hablar de "la Iglesia", o acusar de esto o de aquello a "la Iglesia", tengamos en cuenta que, independientemente de cuanto haya de ver­dad en los dimes y diretes, en realidad el sujeto de ellos no es "la Iglesia", sino algunos de los tantos hombres que forman parte de ella en este mundo, lo cual no afecta a la Iglesia en sí, en cuanto realidad sobrenatural y trascendente.

En segundo lugar, esto que decimos del clero y los religiosos vale también para cualquier hijo de vecino que haya recibido el Bautismo. De modo que, si bien los pe­cados y caídas de un prelado o de una monjita pueden ser más graves, en cuanto al escándalo que producen todos los pecados de todos los católicos afean el rostro visible de la Iglesia en su aparecer como sociedad compuesta por hombres. Cualquiera traición a la gracia, cualquiera defección en la fe, cualquier menoscabo del mensaje evangélico, de parte de quien sea, redunda en perjuicio de todo el cuerpo social. Esto lo olvidamos fácilmente, por eso nos constituimos en jueces de los demás, sin ningún reparo, olvidando aquellas palabras del Señor Jesús "No juzguéis, y no seréis juzgados; con la medida con que midiereis, se os medirá a vosotros (Mt 7,2) "

En tercer lugar, conviene recordar también que, por el Bautismo y la Confirmación, todos somos constitui­dos sacerdotes, destinados y habilitados para ofrecer a Dios, Uno y Trino, un culto acepto a Sus ojos, presentándonos a nosotros mismos "como ofrenda pura, sin defecto ni mancha" (Rm 12, 1) . No sólo el Papa y los Obispos, los curas y las monjas, tienen obligación de tender seria y eficazmente a la santidad , sino todo cristiano. Pues no otra cosa es la Gracia recibida, sino potencia real de Gloria eterna, participación eficaz y formal de la misma Vida Divina que, como toda vida, se conoce y revela en el obrar. Llamados a vivir como hijos de Dios , se nos dan los medios idóneos para que eso pase de ser un buen deseo y se convierta en vida, en obras, en actos que tienen valor de eternidad, en tanto que informados por la Caridad.

Entremos en nuestro corazón y pensemos cuántas veces a diario nos erigimos en jueces de los demás, sin te­ner arte ni parte en el asunto y, para colmo, sin contar con todos los elementos de juicio. Siempre resulta muchísimo más fácil ver la paja en el ojo ajeno y rasgarnos las vestiduras, levantando un dedo acusador. En cambio, no vemos con tanta claridad nuestras propias defecciones y pecados, las faltas de caridad (que no son menos graves que un pecado contra el 6° mandamiento, pues en última instancia, según el decir de los místicos carmelitas, en la tarde de la vida, seremos juzgados en la caridad ).

Es lógico y natural que nos duelan (mucho) y escandalicen (un poco) los pecados del clero. Pero, procuremos " tener los mismos sentimientos que Cristo Jesús" (Fil 2, 5) , haciéndonos " misericordiosos, como nuestra Padre es misericordioso" (Lc 6, 36). Y, en lugar de juz­gar y condenar, y sumarnos a la mesnada de enemigos, recemos por ellos. Recemos por todos, y en primer lugar, por nosotros mismos, para que el Buen Dios nos conceda, por la intercesión de Aquella que es Refugio de pecadores , la gracia de la perseverancia en el bien y de la perseverancia final. Y que, en esta fiesta de Pentecostés, nos colme la fuerza del Espíritu Santo, para que demos testimonio del nombre de cristianos que, gozosamente, sin mérito nuestro, llevamos.

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