Escritos parroquiales
Pbro. Gustavo E. PODESTÁ

Número: 81
JULIO, 2002

JULIO 2002

En el principio creó Dios los cielos y la tierra” (Gn 1,1). “La tierra era caos y confusión” (Gn 1,2), desorden y vacío, anarquía y turbación, el “caos primigenio”. De este modo pinta el autor sagrado el “estado de cosas” antes de que el Verbo creador de Dios plasmara todo cuanto existe. Todo era “invisible y desordenado” como traduce la versión griega de los LXX. El relato del Génesis intenta explicar en lenguaje poético -el único posible tratándose de aquellas realidades que “ni el ojo vio, ni el oído oyó... y que Dios ha revelado a quienes ama” (I Cor 2, 9) - que, antes y fuera de la Palabra de Dios es la nada, el vacío, la ausencia de ser, la inexis­tencia.

Mas, si bien todo era caos y confusión, “ el Espí­ritu de Dios se cernía sobre la superficie de las aguas . Y, dijo Dios: Haya luz. Y hubo luz. Y vio Dios ser buena la luz y la separó de las tinieblas; y llamó ‘día ‘a la luz y a las tinieblas, ‘noche'” (Gn 1, 3-5). Así, las cosas aparecen en el relato genesíaco como pensamiento y querer de Dios corporeizados . Son palabras que toman ‘cuerpo' y comienzan a existir en el tiempo, fuera de la Inteligencia divina, de la cual proceden. Actos de amor que se transforman en dones concretos. Empero, este comenzar a exis­tir no las independiza totalmente de su Fuente, pues el Creador de todas las cosas, “ todo lo dispone con medida, peso y número , y todo lo gobierna con su Sabiduría” (Sap 11, 20) , de tal modo que esa misma Inteligencia -que es Dios y se identifica con su Amor- es la regla y medida de todo cuanto tiene ser.

De allí que, cuando las cosas se apartan de esa regla y medida tienden -por su propia inercia- a retornar al “estado” inicial: al caos, a la nada, al vacío. ¿Dónde se percibe esto con claridad? En el obrar de la única creatura hecha a imagen de Dios, partícipe de una naturaleza pensante, capaz de asumir en sí aquella ley eterna que todo lo gobierna, dirigiéndolo a su perfección consumada. El hombre, yo, nosotros, capaces de libertad y de au­todeterminación, somos por ello capaces de pe­cado. –‘Pecar' quiere decir errar, no dar en el blanco, derivar a la nada.- Y, con ello, ‘creadores' de caos y confusión, de vació y desorden, de anarquía y turbación, de error y de mal. Bien lo decía San Agustín, el sabio Obispo de Hipona, cuando advertía que el pecado conduce inexorablemente a la nada; es a modo de retorno al caos primigenio.

Así como la Gracia es Gloria incoada, Vida eterna de algún modo ya iniciada, de manera que para los bienaventurados toda su vida -antes y después de la muerte- es “Cielo”, análoga aunque inversamente, el pecador va perdiendo su vida, no sólo la eterna. Para él, todo va siendo devorado por el abismo insaciable de la nada, hacia la perdición.

Lamentablemente, hablar hoy de “Cielo”, como de una realidad a la que no acceden todos ni cual­quiera; peor aún, hablar de “Perdición”, como del final posible para cualquiera que muera rene­gando del Buen Dios, de su Sabiduría y de su Amor, escandaliza a muchos cristianos, como si la omnipotencia de Dios que ha creado la libertad humana pudiera anularla y coaccionarla a amarLo. Y, hay que reconocer -aquí sí cabría un mea culpa sincero, acompañado de propósito de enmienda- que no tienen siempre la culpa los fieles, atiborrados tantas veces de prédica vacua, en el mejor de los casos con algún contenido sociopolítico, en la que ya ni se nombran la gracia, el pecado, la santidad, la perseverancia en el bien y la perseverancia final, las postrimerías del hombre y del mundo.

A décadas de la reducción de nuestra fe a una moralina en la que casi todo era considerado pecado, se ha pasado a una predicación en la que el pecado brilla por su ausencia. Así, perdida de la conciencia colectiva esta noción y, con ella, la distinción objetiva entre bien y mal, entre el camino sabio y amoroso de Dios que lleva a la vida y el del hombre errado o rebelde que conduce a la perdición, inexorablemente caminamos hacia el caos, librados a nuestras solas fuerzas, las que, bajo el dominio del pecado, son mucho más des­tructivas que constructivas.

En estos días en que vemos derrumbarse nuestro país -que la Patria parece haber sucumbido hace ya varias décadas- y desquiciarse todas las instituciones, muchas voces ideológicamente moduladas continúan, desde medios de comunica­ción, bancas legislativas y aún representantes de la justicia, pregonando el caos y el imperio del pecado. Cualquier intento de ordenar, de limitar, de frenar este desborde de las pasiones humanas se entiende como represión inaceptable y se condena con mayor vehemencia aún que los desórdenes y desmanes. No faltan, incluso cristianos y aún clérigos que, adoptando las miras de ‘este mundo', por deseo de ser escuchados a toda costa y caer simpáticos, bajo la apariencia de la defensa de la libertad y aún de los ‘derechos humanos', se hacen mentores del desorden. No se dan cuenta o no quieren hacerlo, que de los principios anticristianos -es decir: que no asimilan la bondadosa sabiduría divina- sólo puede seguirse la nada, la ani­quilación, el “caos y la confusión”. Sólo la Palabra Omnipotente de los Cielos es poderosa para crear ‘de la nada', para recrear todas las cosas en Dios, para salvar al hombre de la muerte y la destrucción.

Aún prescindiendo que solo la gracia de Cristo garantiza la recta inteligencia y la posibilidad de cumplimiento de las normas morales, no es cuestión de ‘dogmas' personales o sectoriales; todo hombre de buena voluntad puede, si así se dis­pone, descubrir los lineamientos de la Inteligencia Divina ordenando las cosas y adherirse libremente a ellos. Basta, sin prejuicios, leer en la naturaleza los reflejos de esa Ley eterna en las leyes de la química, la física, la psicología, la sociología, la sama economía, la ética. Sólo una vuelta -conversión- del hombre (yo, cada uno de nosotros, y todos, la sociedad en cuanto tal) a la Ley Eterna, conocida, amada y respetada, puede per­mitirnos salir de la crisis actual, irguiéndonos nuevamente como seres racionales, capaces de conducirse a sí mismos y todas las cosas hacia su fin perfectivo.

Hoy más que nunca acudamos con esperanza a nuestra Madre Admirable, pidiéndole para nosotros la fortaleza necesaria para eliminar de nuestras vidas todo lo que pueda apartarnos de Dios y de su Santa Voluntad, y caminar en santidad y justicia ante el Señor y Padre nuestro.

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