Escritos parroquiales
Pbro. Gustavo E. PODESTÁ

Número:82
Agosto, 2002

AGOSTO 2002

San Ignacio, cerrando Julio, nos abre las puertas de Agosto invitándonos a vivir esta segunda mitad del año (que se nos cuela como el agua entre los dedos) con el corazón dirigido al Cielo. Él se yergue en este pórtico recordándonos su Principio y Fundamento , a saber, que “El hombre es criado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor, y mediante esto salvar su ánima; y las otras cosas sobre la haz de la tierra, son criadas para el hombre y para que le ayuden en la prosecución del fin para que es criado. De donde se sigue que el hombre tanto ha de usar dellas, cuanto le ayudan para su fin, y tanto debe quitarse dellas, cuanto para ello le impiden” (Ejercicios Espirituales, Primera Semana, Principio y fundamento, n. 23)

Es verdad que, a fuerza de escuchar una prédica horizontalista, que pone ante nuestros ojos constante y solamente las realidades terrenas, tendemos a olvidar las celestiales y, sumidos en la barahúnda de problemas temporales, pierden vigencia para nosotros las esperanzas eternas. Mas la auténtica predicación católica, la de todos los tiempos, la de siempre, continúa avisándonos que “ nuestra vida pasa como un soplo” ( Sal 144, 4 ) , y que la hemos recibido exclusivamente a los efectos de conocer, amar y servir a Aquel que nos la ha regalado, para poder luego un día, gozarlo eternamente en el Cielo . Estamos ahítos de preces pidiendo la paz del mundo (paz reducida a ausencia de guerras y compaginada con toda clase de inmoralidades), la vigencia de los derechos humanos (despojados, por cierto, de su fundamento objetivo, que no es otro que aquellos deberes que nos imponen nuestra naturaleza y Su Autor), la justicia social (sin preocuparnos por adquirir y practicar cada uno la virtud de la justicia, sin la cual todo lo demás es imposible, ya que no puede haberla en una sociedad, si sus miembros no son justos), el fin del hambre y de las enfermedades (logrando solamente disipar el hambre de Dios y de verdadera vida), la construcción de un mundo más humano (olvidando que estamos llamados a vivir, más allá de lo humano la gracia, lo sobrenatural o sobre humano, en comunión íntima y personal con el Dios Tres veces Santo y que lo puramente humano se vuelve indefectiblemente inhumano). Oraciones que parecen no llegar a su destino, pues constatamos su ineficacia. Multitud de palabras que parecen no poder penetrar el Cielo, o resultar inaudibles para Él... Pedimos las cosas pasajeras, que para nosotros resultan más consistentes que las eternas; suplicamos bienes efímeros, que creemos suficientes para satisfacernos; imploramos nos sean concedidas “gracias” que entendemos tales, ignorando que el Padre Bueno quiere darnos mucho más... De todos modos, sabemos que Dios escucha siempre nuestras súplicas y no echa ninguna en el olvido; más aún, que el Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad, pues no sabemos pedir lo que conviene (Rom 8, 26).

El mes de Agosto resulta particularmente idóneo para repasar en nuestro corazón el peso de nuestra esperanza, de nuestro amor. La solemnidad de la Transfiguración del Señor Jesús (6) nos invita a considerar bajo la luz de la vida eterna todas las dificultades y reveses de esta vida que pasa. Nos llama a subir, a ascender cómo y con Jesús, al monte, a un lugar elevado, para encontrarnos a solas con Él solo , y abrirnos a un diálogo de amor con el Padre, que nos exhorta a escuchar a su Hijo, el Amado (cfr Mt 17, 1-13 y paralelos), quien nos ha sido dado para que sea nuestra salud y nuestra paz (cfr. Ef 2, 14).

Pocos días más tarde, el 15, la Asunción de María nos introduce en el ámbito de lo definitivo. Contemplar a la Virgen en el Seno de la Trinidad (“asunta en cuerpo y alma”, como expresa la Tradición y proclamó solemnemente Pío XII en el año 1950), nos permite considerar nuestra meta última, aquella para la cual hemos sido creados y redimidos. Vivir en comunión de amor con el Padre, y el Hijo, y el Espíritu Santo, tal es nuestra empresa. Vivir de amor, plenificado todo nuestro ser, plenamente satisfechos, sin carencia ninguna, sin deseo alguno que nos turbe, todo perfectamente saciado, tal el fin al que se nos convida y lo que viven María Santísima y su Hijo Jesucristo, el Señor. Para ello podemos prepararnos mediante el deseo que bulle en la Esperanza teologal y el Amor (la Caridad) que nos dispone, dilatando nuestro corazón. Mas no podemos alcanzarlo mediante nuestra pobres, endebles fuerzas naturales. Sólo es don del Amor sin medida de Aquel que es el único Amigo de los hombres (“filántropos”, cfr Tit 3,4).

Pero, ¿qué esperanza teologal, e.d., de vida eterna anima hoy nuestro corazón? ¿Qué deseos de eternidad auténtica y de salvación sobrenatural atesoramos? ¿Hasta qué punto aún guardamos el sentir católico, el que animó a los santos, el que animó a María, y vivimos más o menos desprendidos de todas las cosas pasajeras, por buenas que sean? ¿En qué medida, conscientes de que hemos sido resucitados con Cristo , buscamos las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la diestra de Dios (Col 3, 1)? ¿No nos parece incluso un tanto excesivo esto de ‘vivir desprendidos', y algo impío aquello de desear más la santidad sin la cual nadie verá a Dios (Hbr 12, 14) que la paz del mundo, o la conversión de los hombres al verdadero Dios que la desaparición del hambre y de la pobreza?

Aprovechemos el mes para repasar el legado ignaciano y, de la mano de nuestra Madre Admirable procuremos recorrer estos treinta y un días con el espíritu que animó a los grandes, a los únicos verdaderos y plenos miembros de la Iglesia: los santos de Dios, nuestros hermanos en la fe, los que nos ha precedido y nos invitan, y nos auxilian, y nos enseñan. Quiera Dios que así sea.

 

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