Escritos parroquiales
Pbro. Gustavo E. PODESTÁ

Número: 85
Noviembre, 2002

  NOVIEMBRE

Hay una sola tristeza: la de no ser santos. La frase lapidaria con que León Bloy concluye su novela “La mujer pobre”, nos golpea en pleno rostro. Venimos cargando con un duro e interminable año, plagado de problemas e inquietudes de toda laya: calamidades públicas y climáticas, atentados, secuestros, asesinatos, robos, enfermedades, inseguridad progresiva en todos los frentes... Males todos, que nos sumen -a unos más, a otros menos- en el abatimiento y la tristeza. ¡Y esta frase nos sacude y deja perplejos con eso de que el único motivo de tristeza es no ser santos!

De todas las emociones que pueden embargarnos, es ésta, la de la tristeza, la más peligrosa, pues tiene poder para matar el ánimo y sumir a quien la padece incluso en una profunda depresión. La tristeza -explicaba Aristóteles- nos disuade y desalienta para hacer el bien. Es una mala disposición respecto del obrar bueno, que se nos presenta como inútil. “¿Para qué ser honesto, si los demás no lo son y les va mejor que a mí?” “¿Para qué respetar la palabra dada, si nadie la respeta y no pasa nada?” “¿Para qué trabajar, para qué ser fiel, para qué ser justo, para qué... si eso no parece reportar ningún beneficio?”. Ya S.S. Pío XII señalaba como uno de los males más graves de nuestro tiempo el cansancio de los buenos, paralelo a la pérdida del sentido de pecado .

No a otra cosa sino al desaliento obedece ese cansancio, que se manifiesta en un bajar los brazos, en un desistir de la lucha diaria por vivir plenamente nuestra condición de hijos de Dios, en una falta de entusiasmo -y aun de motivos- para obrar bien, para cumplir con nuestros deberes por amor, para buscar la perfección de la caridad. El avanzado estado de descomposición del tejido social, unido al desconcierto que se vive incluso en el seno de la Iglesia, no ayuda mucho -más bien, todo lo contrario- a vivir animosos, sin sucumbir a la tristeza, en alguna de sus múltiples facetas. Porque, hay que saber que la tristeza tiene muchos rostros: el simple desaliento, la decepción y la desesperanza; pero también, los complejos, la envidia, la emulación, los celos.

En todo caso, ese estado que podríamos llamar “negativo” o también “de bajoneo”, “de pasividad”, obedece a alguna razón: algo que no es como quisiéramos, algo que no funciona como esperábamos, proyectos no cumplidos, deseos frustrados, nosotros mismos que no somos o tenemos lo que otro es o tiene... Y es en este punto -el del motivo de la tristeza- donde la Fe echa luz para que sepamos discernir y alcancemos el sentido más profundo de la frase primera. Porque, es preciso tener en cuenta que, como toda emoción, la tristeza no es de suyo ni buena ni mala (moralmente hablando), ya que la maldad y la bondad se da a nivel de nuestras elecciones libres, de nuestros actos voluntarios, no de las pasiones que nos sacuden incluso cuando no las queremos. Es de todos conocida la antiquísima regla de discernimiento espiritual: No es pecado sentir (el nivel de la pasión o emoción) sino consentir (el nivel de la voluntariedad, de la conciencia).

Hay, entonces, tristezas buenas y tristezas malas, así como alegrías buenas y alegrías malas. En este sentido, San Pablo exhortaba a los cristianos de Corinto (y en ellos, a nosotros) a contristarse según Dios. “Pues la tristeza según Dios produce firme arrepentimiento para la salvación, mas la tristeza según el mundo produce la muerte” (2 Cor 7, 10). Tristeza que produce la muerte es aquella de la que venimos hablando. La tristeza según Dios , por el contrario, es la compunción del corazón , el dolor de los pecados que debe ir unido al arrepentimiento y a la decisión de enmendarnos y apartarnos de las ocasiones. Esta tristeza es causa de penitencia saludable , porque nos mueve a la conversión, a la vuelta a Dios y a una vida verdaderamente cristiana, que no consiste en otra cosa sino en imitar a Jesús.

La búsqueda de la santidad - sin la cual nadie verá a Dios , como afirman las Escrituras (Hbr 12, 14)- está exigida por el bautismo. En él recibimos el germen de una vida nueva -la Gracia santificante y habitual-, que es participación de la Vida Divina, Intratrinitaria. Vivir en gracia y vivir movido por ella es devenir ya en este mundo “otros cristos”, ungidos del Padre, hijos amados en el Hijo, templos del Espíritu Santo, santos también nosotros. Así lo entendía la Iglesia desde sus inicios y, por ello, las cartas de los apóstoles están dirigidas “ a los santos ” (Cfr. 1 Cor 1, 2; Ef 1, 1; etc). No la santidad poseída de modo definitivo, que es la de la Gloria, sino aquella construida día a día, caminando como Jesús lo hizo, obrando como Él lo haría, procurando hacerlo todo para servir a Cristo, el Señor y no a los hombres. Santidad que es el rostro del verdadero hijo de Dios, que se sabe inmerso en el Amor misericordioso del Padre, en quien vivimos, nos movemos y somos (Hch 17, 28), y se tiene a sí mismo presente ante Dios, con la sencillez de un niño y la humildad del publicano.

Esa santidad es la que Noviembre trae a nuestra consideración, con sus fiestas. El 1 nos unimos a la Iglesia Triunfante , la de los definitivamente salvados, la de aquellos que ya gozan del Banquete celestial. Es la solemnidad de todos los santos , tanto de los que conocemos con nombre y apellido (desde María Santísima hasta nuestra reciente Beata, María de la Pasión) como los que nos son desconocidos y no aparecen en ningún santoral. El 2 se celebra a los fieles difuntos . Se ha hecho ya costumbre hablar del “día de los muertos”, pero no es a “muertos” a quienes la Iglesia recuerda este día, sino a aquellos que ya viven en Dios. Que Él “ no es un Dios de muertos, sino de vivientes” (Lc 20, 38). Y la razón última de ambos festejos es refrescar nuestra débil memoria con el recuerdo de nuestras postrimerías , a saber, que todos estamos en camino, que tras la muerte hay un juicio y que de él se sigue Cielo (eventualmente precedido por una purificación o purgación) o condenación, Vida o ‘muerte segunda' y definitiva.

A la luz de todo esto se entiende entonces que la única tristeza sea no ser santos, ya en esta vida -aunque imperfectamente-, pues, no siéndolo, transitamos la vía que conduce a la ‘muerte segunda'.

Muchos males pueden pesar sobre nosotros, pero sólo uno es verdaderamente tal: vivir en pecado, a sabiendas y queriéndolo; en otras palabras, la pertinacia en el pecado, que nos aparta de Dios y nos cierra a su misericordia y a su perdón. Por el contrario, como cristianos, deberíamos destacarnos en medio de este mundo triste y de sus falsas alegrías, por hacer patente en nuestras vidas y conductas los frutos del espíritu: caridad, gozo, paz, longanimidad, afabilidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza (Gal 5, 22).

Unidos a los santos y a los fieles difuntos, pidiendo la intercesión de los primeros para poder nosotros mismos identificarnos con Jesús, cerramos el mes cantando las alabanzas de nuestro Rey y Señor, Cristo, Hijo de Dios y de María, hermano nuestro primogénito, el que nos aguarda en la Casa del Padre, donde tiene preparada nuestra morada definitiva.

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