Escritos parroquiales
Pbro. Gustavo E. PODESTÁ

Número: 87
ENERO Y FEBRERO, 2003

Enero-Febrero 2003

Comenzamos a transitar nuevamente enero y febrero, los meses del verano que, para muchos de nosotros, significan vacaciones: tiempo de descanso, de sosiego, de esparcimiento; tiempo para retomar el libro que no pudimos leer sumidos en el trajín cotidiano, para reencontrarse con los amigos sin que el reloj corra en contra nuestra, para dedicarnos a la familia con espíritu distendido, recuperando el diálogo entre marido y mujer, padres e hijos, entre hermanos... o hacerse el firme propósito de iniciarlo, si hasta ahora ha brillado por su ausencia.

Lamentablemente, esta suerte de paréntesis de variada extensión -según las actividades y ocupaciones de cada uno- suele transcurrir sin más, entre bostezos y distracciones ligeras –y para los jóvenes, a veces, hasta con lamentables excesos- , como tiempo muerto o tiempo que “hay que matar”, y del que, en el mejor de los casos, salimos algo recuperados físicamente.

El verano es, sin embargo, la estación en que maduran los frutos y se inician las cosechas. La semilla que la tierra acoge en invierno, germina en la primavera y crece en fruto que madura bajo el sol estival. También para nosotros debería ser tiempo de cosecha. Los días largos, las noches serenas, las siestas desiertas, las horas frescas de la mañana, las tardecitas que invitan al paseo y a la contemplación, nos proporcionan un marco temporal adecuado para reflexionar sobre nuestra vida, sobre nosotros mismos, sobre lo que cada uno es y lo que -en el designio salvífico de Dios- debería ser.

Nos ofrecen un lapso lo suficientemente amplio como para sumergirnos en nuestro interior, buscando nuestro verdadero rostro, que no es aquel que vemos a diario ni el que pretendemos que vean los demás. (Tampoco es el que ven los otros.) Sólo “el Espíritu que todo lo penetra” conoce nuestra verdad más profunda, y puede revelarla a quien se dispone a conocerla. Para ello es preciso silenciar nuestros ruidos interiores, acallar el monólogo que resuena constantemente en nuestra cabeza, cerrar los ojos a cuanto nos distrae de lo esencial y, sobre todo, evitar una constante en nuestra conducta: la evasión de nosotros mismos y de Dios. Bellamente describe esta actitud el poema del Génesis: “ Oyeron a Dios que se paseaba por el jardín al fresco del día, y se escondieron del Señor Dios el hombre y su mujer, en medio de la arboleda del jardín. Pero, llamó el Señor Dios al hombre, diciendo: “¿Dónde estás?” Y éste contestó: “Te he oído en el jardín, y temeroso porque estaba desnudo, me escondí” (Gn 3, 8-10).

Sí. Nos escondemos de Dios. Consciente o inconscientemente no queremos que vea nuestra desnudez, nuestra nada, nuestra miseria, nuestra pobreza. Nos escapamos de Dios. No queremos que nos venga con exigencias, con mandamientos, con razones que no son las nuestras. Nos evadimos de Dios. No estamos dispuestos a “ perder nuestra vida para salvarla” , ni a perder un negocio, o dejar un afecto, o rectificar una línea de conducta. Es verdad que, cuando lo necesitamos, acudimos a Él con nuestros pedidos. Aún así, ¿cuántas veces volvemos luego a agradecerle?. A menudo, simplemente, olvidamos agradecer. Más: en ocasiones, nuestra reticencia a hacerlo se funda en el temor de que nos pida algo a cambio.

Y Dios sigue buscándonos, continúa llamándonos, sale a nuestro encuentro en figura de Niño pequeño, durante este lapso que se extiende desde la Navidad al 2 de febrero, solemnidad de la “Presentación en el Templo”. Precisamente esta última es la fiesta del E ncuentro , como se llama en la liturgia bizantina. Durante los días de Navidad, la


atención se fija en la Epifanía de Dios, en su manifestarse a nosotros, en su darse por las manos de María Santísima. En la Presentación, la humanidad toda -simbólicamente representada por el anciano Simeón y la no menos anciana Ana- sale al encuentro del Niño Divino (Cf. Lc. 2, 22-39)

Mientras en el relato veterotestamentario aparece nuestra actitud natural -aquel escondernos de Dios-, en el pasaje evangélico se nos pone como ejemplo la actitud sobrenatural. Dos ancianos -símbolo de la caducidad y debilidad de nuestra condición natural- reciben alborozados al Niño -símbolo de la vitalidad propia de la nueva Creación obrada por Cristo-.

Buena cosa haríamos durante estas vacaciones si, a la luz de ambos pasajes escriturísticos, hiciésemos un buen examen de conciencia, no tanto en orden a la sola confesión, cuanto en vistas a conocernos “tal como somos por El conocidos” . Para ello es indispensable salir de nuestro escondite y animarnos a pasear con Dios por el jardín, al fresco del día. Entonces, podrá madurar en nosotros la Gracia recibida, cuyos frutos recogeremos íntegramente en el Cielo, y tendremos ímpetus para enfrentar cristianamente el comenzado año.

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