Escritos parroquiales
Pbro. Gustavo E. PODESTÁ

Número: 89
ABRIL, 2003

¡Hacia la Pascua!

¿Porqué hemos nacido? ¿Por qué estamos en el mundo? Obvio: porque Dios, fijándose en nosotros desde toda la eternidad, nos ha creado. Pero ¿para qué nos ha creado? Sin duda que se lo agradecemos, pero ¿porqué nos ha creado en este mundo con tantas cosas lindas y felices, es cierto, pero, también con tantos cansancios, tantas desgracias, tantas fatigas y, finalmente, para todos, sin excepción, la muerte. Y, como el rayo, viene la respuesta del catecismo. Ciertamente Dios nos ha creado “para darnos felicidad”. Pero no para las pasajeras felicidades de este mundo, tan tristemente contrapesadas de desdichas, sino para el Gozo sin fin, para la Bienaventuranza eterna. En realidad no para esta vida, lugar de tránsito, sino para la Vida verdadera, la que eternamente feliz El participa en Padre, Hijo y Espíritu Santo:

Nadie alcanza tal meta en esta etapa . Bien claro nos lo ha dicho el Señor en las Escrituras que estos días, “ hartos de inquietudes ” (Job 14, 1b), no son sino el marco temporal de nuestra peregrinación hacia la Tierra de la Promesa, aquella que es Él mismo, su Amor eterno que quiere abrazarnos y abrasarnos. Peregrinación que nada tiene de paseo distendido, de marcha liviana, disipada. “¿ No es milicia la vida del hombre sobre la tierra y son como el jornalero sus días? ”, se pregunta Job (7, 1) remarcando que este vivir es un bregar diario, un luchar cotidiano, un esforzarse cada día. Como el pueblo elegido en el desierto, lo nuestro es caminar sin tregua, hostigados por enemigos, sometidos al agobio y al hambre, sujetos al sueño, al dolor y al cansancio, obligados al esfuerzo constante que no siempre alcanza su fruto, a merced de tentaciones diversas y desaliento...

También, como al pueblo de Israel en el desierto, de vez en cuando, ¡muy de vez en cuando! recogemos maná que no sembramos o llueven codornices cuando menos lo esperamos, manifestación de la Mano misericordiosa y providente del Padre Eterno. Pero eso no es lo habitual. Lo común es empujar, buscar con nuestras propias luces y fuerzas. Aquello que San Pablo escribía a los tesalonicenses, “ el que no quiere trabajar, tampoco coma” (II Tes 3, 10), se aplica a toda nuestra vida. No se trata solamente del trabajo en orden a obtener lo necesario para el sustento del cuerpo y la vida material; se refiere también a la ascesis, al esfuerzo, al afán espiritual, requisitos indispensables para recibir la gracia del premio final. El reino de los Cielos no lo conquistan los perezosos y apocados, los que no se juegan, los que no pelean para dominar sus vicios ni para gritar el evangelio a los cuatro vientos habiéndolo, antes, encarnado en sus propias vidas.

Pero, digámoslo claramente, tampoco nadie alcanza aquella meta por sí mismo, con su solo empeño , con sus propias fuerzas. Ninguna virtud humana, ninguna buena intención, ninguna bondad temperamental puede llegar al Cielo. Simplemente, porque el Cielo es Dios, y Él está más allá de todo. Él es Más-Allá-de Todo (S. Gregorio Nacianceno ). Inaccesible a la creatura, Incomprensible, Incognoscible en su íntimo Ser, Inefable, Inmenso.

Sólo Él, Señor y Dador de Vida, puede comunicarnos la energía, ¡la Gracia! que nos permite transitar a empujones este largo camino por el desierto (del cual es figura y sacramento la Cuaresma), perseverando, aun cuando, de tanto en tanto, nos desviemos o caigamos en las trampas de escabrosos senderos. Sin Su gracia, nada podemos. Bien lo decía San Pablo: “ Por la gracia de Dios soy lo que soy” (1 Cor 15, 10).

Esta es precisamente la novedad del Evangelio: que no es por el cumplimiento de las obras de la Ley que somos salvos, sino por la sangre del Cordero sin mancha , el Hijo Amado en quien el Padre tiene sus complacencias y al que entrega por la redención del mundo.

Sólo Él, Entrañable, rico en Misericordia y Fiel (Ex 34,6 b ), puede sostenernos en el combate diario y en la batalla final y regalarnos el fruto de nuestros denuedos, cumplida que sea nuestra Pascua.

Aquel que resucitó a Jesucristo de entre los muertos, nos resucitará también a nosotros (Cf. Rom 8,11) al término de nuestra personal cuaresma. Entonces, Lo veremos tal cual es y nuestro gozo será colmado. Porque, muchas son las cosas que anhelamos ahora, mas ninguna logra saciarnos plenamente una vez que la obtenemos. Muchas son las que buscamos, pero una sola es necesaria (Lc 10, 41 b ). Y en su posesión solamente descansaremos, ya que Él lo es todo (Eclo 43, 29 b ).

Que Madre Admirable, la Madre que alienta, la Madre que consuela, la Madre que comprende nuestras debilidades y miserias de pequeños hijos, la Madre que sufrió todo lo que Jesús, la Madre que desde el Cielo, ya coronada, es capaz de conseguirnos al peor de los peores la gracia del perdón, nos auxilie y, de su mano, nos conduzca a la verdadera Vida y Felicidad. La de la Resurrección.

¡Felices Pascuas!

 

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