Escritos parroquiales Pbro. Gustavo E. PODESTÁ |
Número: 91 JUNIO Este año, guiados por Madre Admirable, Maestra de la vida interior, junio se presenta como particularmente propicio para que progresemos en nuestra unión con Dios. Todos sus domingos nos regalan sendas fiestas, de entre las más importantes en el ciclo litúrgico anual. De modo que, cada uno de ellos puede devenir para nosotros, estemos solos o compartamos el día con nuestra familia o con amigos, un tiempo privilegiado para la oración, para la plática que tenga por objeto no ya las mudables e inestables realidades de estos tiempos, sino las eternas. Así dice la liturgia, en el Prefacio de las misas de los Apóstoles, respecto de su misión: “para que la Iglesia permaneciera siempre en la tierra... para anunciar a los hombres las realidades eternas”. Iniciamos el mes con la solemnidad de la Ascensión del Señor a los Cielos. Él, Jesucristo, habiéndose humillado hasta la muerte de cruz, hasta el descenso a los infiernos (como rezamos en el Credo ), es ensalzado por el Padre eterno y glorificado por sobre todas las cosas (Cfr. Fil 2, 6-11). Él, como hombre nacido de María Virgen, unido hipostáticamente al Verbo, está ya en contemplación de la Trinidad Santísima, a donde ha ido a prepararnos un lugar (Cfr. Jn 14, 2). Por Él tenemos acceso al Padre en un sólo Espíritu. Con Él, incorporados a Cristo, el Verbo hecho carne, somos Uno con el Padre y el Amor. En Él, nuestra esperanza de Gloria, de vida bienaventurada, no queda defraudada. Cristo, exaltado junto al Padre, promete un otro abogado , un paráclito que intercede por nosotros durante nuestra peregrinación en esta tierra y nos conduce al conocimiento de la verdad plena (Cfr. Jn 14, 16. 25- 26). Su Espíritu vivificante , nos es comunicado por las aguas sacramentales del bautismo, y por Él renacemos a Vida nueva, Vida de hijos de Dios. El Espíritu que todo lo renueva con su soplo creador, fecunda nuestros corazones como otrora las aguas primordiales (Cfr. Gn 1, 2). La solemnidad de Pentecostés nos convida a dejarnos moldear por el Espíritu Santo, a entregarnos con docilidad a la Gracia, para que sea ella, no razonamientos puramente humanos, el principio de nuestros actos, la fuente de donde procedan nuestro pensar y nuestro querer, haciéndonos santos, como el Padre Celestial es Santo (Cfr. Lev 19, 3 y Mt 5, 48) . Y así, desde el tiempo y en el tiempo, somos abrazados en la Eternidad. Y, se nos revela un ápice del secreto –‘misterio', en griego- escondido de Dios, desconocido por los antiguos, manifestado ahora luminosamente en Jesucristo: el Tres veces Santo, el Altísimo, que es Tres Personas, Tres Hipóstasis, el que Engendra, el Engendrado, el Expirado, Padre-Hijo-Espíritu Santo, un Solo Dios verdadero, un Solo Eterno, un Solo Inmenso, un Solo Increado. La solemnidad de la Santísima Trinidad (este año, el tercer domingo de junio) nos introduce místicamente en el arcano divino, como pregustando lo que seremos cuando Lo veamos tal cual es (Cfr. 1 Jn 3, 2). Pero, ¿cómo transitar por estos caminos desérticos, en medio de tantas tentaciones, con tan pesadas tribulaciones? Si a duras penas se mantiene en pie el justo (Cfr. 1 Pe 4, 18), ¿qué podemos esperar nosotros, que nos sabemos débiles -incluso si tenemos claros nuestros principios, y pronto y bien dispuesto el ánimo-, vulnerables, frágiles, pecadores? Es verdad que podemos confiar en que nadie es tentado por encima de sus fuerzas (Cfr. 1 Cor 10, 13); más aún, que el Espíritu viene en auxilio de nuestra debilidad (Cfr. Rm 8, 26). Justamente, para que podamos marchar sin desfallecer, para salir victoriosos de las batallas cotidianas de toda vida auténticamente cristiana (esto es, de verdadera identificación con Jesucristo), para alimento de nuestras fuerzas y sostén de nuestra fragilidad, Jesucristo se nos ofrece en Eucaristía. Humilde apariencia (para la vista, el gusto, el olfato, el tacto) de pan y vino, transubstanciados en “Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad” -todo, íntegro- del Hijo de Dios y de María, entregándose a nosotros, poniéndose a nuestra merced, en nuestra manos, (¡ay!, hoy más que nunca), humillándose una y otra vez a lo largo de los siglos, sometiéndose a la palabra de un simple hombre -un pecador- que dice y hace: “Esto es mi Cuerpo, ¡entregado por vosotros!”. La solemnidad de Corpus Christi , del Santísimo Cuerpo y Sangre del Señor debería hacernos caer de rodillas ante nuestros sagrarios, ante la custodia, ante el Señor Sacramentado que, por nosotros los hombres y por nuestra salvación, bajó del Cielo y se encarnó por el Espíritu Santo, de María Virgen, y se hizo hombre (Credo) , y se hizo Hostia, y se hizo Pan Eucarístico, Alimento de Vida Eterna. María Santísima, nuestra Admirable Madre, nos conduzca y acompañe durante este mes de junio, en nuestro ascenso espiritual hacia la Patria verdadera que nos ha sido conquistada y prometida.
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