Escritos parroquiales Pbro. Gustavo E. PODESTÁ |
Número:93 Primer misterio luminoso “Este es mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta toda mi complacencia” (Mt 3, 17). La Voz que resuena desde lo alto proclama el gozo de Dios por el hombre nuevo, que emerge de la corriente del Jordán. Fue en las aguas del mar donde comenzó la vida –al decir de los paleontólogos- hace cuatro mil millones de años. Pero ya la intuición del hombre primitivo –en la experiencia quizá de la abundancia de peces del mar, de los nueve meses que pasa el hombre bañado en el agua del vientre de su madre y de la vitalidad que a la tierra seca traen la lluvia y los ríos- cantaba, en casi todos los antiguos mitos, que era de las aguas primordiales de donde surgía la vida, mediante la tierra-madre de cuyo barro, finalmente, sería formado el ser humano. Algo de ello recoge el poema del Dios Creador de Gn. 1 cuando habla de que “En el principio” (antes del día tercero cuando ordena a las aguas que se aparten para que “ dejen aparecer lo seco [v 9]”) . el espíritu de Dios aleteaba por encima de las aguas ”. Adrede la escena del Bautismo de Jesús trae, al recuerdo de los lectores bíblicos, estas reminiscencias. El bautismo del Señor es como el comienzo de una creación nueva, de donde surge no el hombre viejo destinado a la muerte, sino el Hombre Nuevo, Imagen perfecta de Dios, irradiación de su Gloria e impronta de su Sustancia (Hbr 1, 3). Ahora si podemos leer, en plenitud de sentido y sin sarcasmo alguno, la frase de Dios: “He aquí al hombre hecho como uno de nosotro” (Gen 3, 22). Sí: “en Él tengo mi complacencia” . Sí: finalmente Dios, en este instante “ vio que el hombre -‘varón y mujer lo creó'- era muy bueno ” (Gn 1, 31). Al contemplar el primer misterio de la Luz - El bautismo de Jesús en el Jordán -, nosotros, cada uno, escuchamos, finalmente, esa Voz gozosa de Dios. Porque sabemos que tanto el Antiguo Testamento como la propia experiencia humana declaran el estado del hombre anterior a Cristo, previo al nuevo nacimiento bautismal, imperfecto, mezcla de gozos y desdichas, fatiga, trabajo, desequilibrios dentro y afuera, con uno mismo, con los otros, con Dios, desgaste, acabose último ... La Revelación dramatiza este estado hablando de una disconformidad o “dis-placencia” de Dios con su creatura imperfecta, aún inacabada: “Viendo el Señor cuánto había crecido la maldad del hombre sobre la tierra y que su corazón no tramaba sino aviesos designios todo el día, se arrepintió de haber hecho al hombre en la tierra , doliéndose grandemente en su corazón. ” (Gen 6, 5. 6; Cfr. También S 53, 4; Jer 17, 9 y paralelos). Con un lenguaje adaptado a nuestra humana capacidad, el escritor sagrado expresa la incompatibilidad absoluta que existe entre Dios-Santidad y nuestra ‘condición de pecado'. Nada de ello ‘complace' a Dios. Los salmos presentan al Altísimo ansioso, abajándose por ver si encuentra alguien que viva según la condición de imagen suya: “ Se inclina el Señor desde los cielos hacia los hijos del hombre, para ver si hay alguno sensato, alguien que busque a Dios. ” Y no encuentra ninguno que refleje Su gloria; al contrario, “ Todos se extravían igualmente descarriados, no hay nadie que haga el bien, ni uno solo siquiera. ” (S 14, 2. 3). Pero Dios no ceja en sus propósitos de amor: desciende hasta su creatura, escudriña los corazones y los pone a prueba (Cfr. S 138, 23) para moverlos a la conversión; para que lo busquemos nosotros a Él y nos acojamos a su Misericordia. Porque, “ en el principio Dios plasmó a Adán, no porque tuviese necesidad del hombre, sino para tener en quien depositar sus beneficios. ” (S. Ireneo). Puesto que ‘ el Amor es difusivo de sí' (como ya había intuido Platón), Dios quiso difundir su Ser-Bondad Absoluta creándonos (no sólo “en el principio”, sino a cada uno de nosotros); pero, porque es Amor, se da para ser libremente recibido por el amado. Dios busca quien lo ame y se entregue a su Amor. Al final lo encuentra ¡en María! ¡en Jesucristo!: “ Este es mi Hijo, mi Amado, en quien tengo mi complacencia. ” Ya no puede decirse que busque en vano, mirando desde los Cielos. Su mirada se detiene en Jesús y María Santísima –‘ Dios creó al hombre, varón y mujer, lo creo' -, y se complace en ellos. “ ¡Y vio Dios que era muy bueno! ” Pero los evangelistas no hablan del Bautismo de Jesús solo para recordar el hecho histórico de su descenso y salida del agua del Jordán, el aletear del Espíritu sobre Él y su proclamación como Hijo de Dios muy querido. El episodio quiere hablarnos también de nuestro bautismo, de lo que significó para nosotros como nuevo nacimiento, del regocijo de Dios cuando pudo enviar a su Espíritu a aletear sobre la fuente bautismal que nos recibía en brazos de nuestros padres. Ahora ya no solo carne destinada a la muerte, sino, por el Espíritu –como dice Jesús a Nicodemo (Jn 3, 6)-, hijos muy queridos llamados a la Vida. El cristianismo primitivo hablaba del bautismo también como ‘la ‘iluminación'. El hombre que alcanza -y a la vez descubre- su verdadera vocación, más allá de lo terreno. Y con su vocación el camino para alcanzarla: “ Yo soy el camino, la verdad y la Vida ” (Jn 14,6). Por eso se le da al bautizado o a su representante una candela, encendida en el Cirio Pascual. ¡Primer misterio luminoso! ¡La luz de nuestro bautismo! Nuestra condición de varones y mujeres nuevos, destinados a vivir más airosamente que con las fuerzas y pujos de nuestra pobre biología que, sola, no alcanza a ‘complacer a Dios'. Dejémonos iluminar por Cristo; dejémonos transformar por Él; dejémonos plasmar como arcilla en manos de nuestro Alfarero, que quiere hacernos hijos suyos, imágenes suyas, lámparas que iluminan y desgarran la tenebrosa oscuridad de este mundo. ‘Complazcamos' al Padre. Animémonos a vivir coherentemente nuestra condición de bautizados, a pesar de la incomprensión, el rechazo, el abucheo o la risa del mundo, a fin de que, como María Santísima, nuestra Admirable Madre, “ todos nosotros, a cara descubierta, reflejemos como espejos la gloria del Señor y nos vayamos transformando en la misma imagen, de gloria en gloria, movidos por el Espíritu del Señor ” (2 Cor 3, 18).
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