Escritos parroquiales
Pbro. Gustavo E. PODESTÁ

Número: 96
Noviembre, 2003

  Cuarto misterio luminoso: La transfiguración de Jesús

  La Transfiguración es un episodio clave en la predicación evangélica. Anticipando la gloria de la Resurrección, Jesús, el hijo de María, el hijo del carpintero, el rabí salido de Nazaret (de donde, según las malas lenguas, no podía salir nada bueno , cfr. Jn 1, 46), aparece resplandeciente, luminoso, Su cuerpo trasluciendo la Divinidad. La Transfiguración es la manifestación sensible de la plenitud de la divinidad que habita corporalmente en Jesús de Nazaret (Cfr. Col 1, 19 y 2, 9), el misterio luminoso por excelencia. En la pedagogía de Jesús, este episodio, anterior a la gloria de la Pascua y tan distinto al de su vida normal, itinerante, de enseñanza, de encuentro con la gente, de penas y alegrías, de preparación a la cruz, ocupa señero lugar.

El relato aparece, con ligeras diferencias cada uno, en los Sinópticos. También Pedro, en su segunda carta, hace mención directa de ello (Mt 17, 1-8; Mc 9, 1- 8; Lc 9, 28- 36 y II Pe 1, 17- 18)

Nos dice Juan Pablo II , en su Carta Apostólica sobre el Rosario , que esta escena de la transfiguración “ puede ser considerada como icono de la contemplación cristiana ” (n° 9), esto es, como la representación pictórica de lo que adoramos en la oración y de la actitud que debemos tener todos los cristianos cuando oramos. Porque, lo central en nuestra vida de bautizados, lo que ha de dar garra y fuerza a nuestras actividades cotidianas de estudio, de trabajo, de cuidado de la familia, de deporte... debe ser nuestra personal relación con el Señor, amado por sobre todas las cosas, buscado antes y por encima de todo, encontrado en el silencio meditativo, frente al sagrario, en la liturgia.

Es en nuestra subida al monte, en nuestro permanecer orantes, donde descubrimos que, más allá de nuestras inquietudes y necesidades temporales, que son, a veces, lo único que nos lleva a rezar, el Señor se hace Dios-con-nosotros, sobre todo para llevarnos a Él. Es la Divinidad lo que resplandece en el rostro luminoso de Jesús; es al Padre a quien escuchamos en la Voz que resuena en las alturas acreditando al Hijo muy amado . Divinidad, por supuesto, que no siempre se hace patente -¡ay nuestras oraciones áridas, fatigosas, en las cuales tantas veces nada sentimos, nada nos parece recibir! y, sin embargo, ¡cuánto valen a los ojos del Señor!- y solo La entrevemos en la Nube que oculta y manifiesta.

Cuando la Iglesia primitiva, principalmente en Oriente, comenzó a representar a Dios en Cristo, surgieron los iconos (‘imágenes', en griego). No cualquiera debía, ni podía, pintarlos. Para figurar al Invisible, el monje pintor debía no sólo llevar una vida santa, sino prepararse para ello con un largo ayuno y prolongada oración contemplativa, en soledad. Y lo primero que debía pintar, una vez preparado, era justamente la Transfiguración.

¿Por qué este momento de la vida del Señor y no otro? Porque es allí cuando los discípulos recién comienzan a comprender quién es Jesús, porque es de ese encuentro y contemplación donde habrá de surgir la construcción de la verdadera imagen de Dios en cada uno de nosotros. Todo la vida del cristiano ha de ser un tratar de ir transformándonos, a partir de la oración, con la ayuda de la gracia, en imágenes de Cristo. "El Señor es Espíritu...Todos nosotros, a cara descubierta, contemplamos la gloria del Señor como en un espejo y nos transformamos en la misma imagen, cada vez más gloriosa, a medida que obra en nosotros el Señor, que es el Espíritu" ( 2 Cor, 3, 17-18) . Es nuestra vocación: " A los que de antes conoció a esos predestinó a ser conformes con la imagen de su Hijo" Rom 8, 29.

La oración es el instante de contemplar, amar y dejarse transformar por el modelo. Ella era la que inspiraba al monje pintor la imagen que delineaba. Sin oración no había arte, como sin ella no podemos transformarnos en Cristo. Subir con Jesús al monte, alejarnos (mentalmente) del trajín diario, de las preocupaciones y problemas, y colocarnos ante Él; silenciar nuestro corazón, nuestra cabeza, y escuchar la Voz del Padre eterno; quedarnos allí, diez minutos, quince, treinta, en Su compañía y saber que el Amor de Dios se derrama en nosotros.

Luego, transcurrido el tiempo que destinamos a la oración, podemos “descender” del monte, aun en compañía de Jesús, y retomar nuestras actividades, renovados, reconfortados, también nosotros luminosos, vestidos “del hombre nuevo, que sin cesar se encamina hacia el perfecto conocimiento, renovándose según la imagen de su Creador" Col 3, 10. Que así nos quiere Aquel que nos llamó y nos eligió para que seamos -como Él- luz que ilumina al mundo.

En este mes, mariano por excelencia, pidamos a nuestra Madre Admirable, maestra de Vida Interior, la gracia del espíritu de oración.

 

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