Escritos parroquiales Pbro. Gustavo E. PODESTÁ |
Número: 98 En Madre Admirable, hacia JesÚs Eucaristía En medio de las agitaciones y de tantas angustias como nos causan las cosas de este mundo, nuestra comunidad parroquial finalizó el año con inmensa alegría y acción de gracias a Aquel para quien nada es imposible. Gracias a Él, a nuestra Admirable Madre y a la generosidad de muchos donantes, hemos podido avanzar substancialmente en las obras de restauración del templo y edificios parroquiales destruidos hace ya doce años en la luctuosa explosión de 1992. Terminando el 2003, pudimos ofrendar a la santísima Virgen el órgano original, restaurado y mejorado con un nuevo registro. Instrumento litúrgico por excelencia en el rito latino –como no se cansa de recordarlo Juan Pablo II-, el órgano tiene la virtud de crear una atmósfera propicia para el recogimiento y la oración litúrgica y para nuestro encuentro con el Creador de toda hermosura. Incluso si lo oímos en otro ámbito (un auditorio, por ejemplo) o produciendo composiciones no religiosas, su música nos trae siempre reminiscencias de templo católico, de sagrada liturgia, de altar y custodia, de incienso y letanías. Ningún otro instrumento es capaz de causar tales resonancias y cualquier otro -incluso muy bien ejecutado en un lugar sagrado y acompañando cantos religiosos- nos remite, aún sin quererlo, a circunstancias profanas. Llegado a su fin el año, y dentro de la Octava preparatoria de la Navidad, nuestra iglesia se vistió de luz y color para recibir al Niño Dios, recuperados sus vitrales , en una factura figurativa moderna que ha sido unánimemente alabada por la crítica artística nacional e internacional. Como otrora las catedrales medievales, joyas arquitectónicas donde todas las artes se daban cita para producir lo mejor de sí mismas y llevar al hombre a Dios, también nuestro pequeño templo ofrece ahora sus vidrieras coloreadas, que nos hablan del mundo celeste y de su cercanía. A modo de iconos, “ventanas abiertas al Cielo”, la cascada de colores que desciende hasta nosotros nos invita a elevarnos de la gris melancolía de las cosas temporales, para llevarnos hacia la luminosa alegría de lo que nadie nos puede arrebatar. A María, nuestra Señora y Madre muy Admirable, está dedicado el templo. Por lo mismo, Ella es su principal protagonista. Ingresamos en el recinto sacro y es Ella quien nos recibe en el fondo de la nave. Preñada del Hijo de Dios, grávida de la Palabra, la “ mujer revestida de sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre su cabeza ” (Ap. 12, 1.2), se yergue sobre el mundo sombrío –y especialmente Buenos Aires, allí representada-. Aplasta al Dragón que intenta vanamente devorar a la Luz. La vemos cual Reina, rodeada de su corte de apóstoles, dirigiendo su amorosa mirada a todo el que entra en nuestra parroquia. Desde esas ventanas posteriores, María está como la primera en participar del Santo Sacrificio de la Misa, ofrecido diariamente en honor del Tres veces Santo. Ya, así, nos damos cuenta de que penetramos en un ámbito sacro, templo consagrado por el Obispo. Toda nuestra actitud (desde lo más externo, como son la vestimenta y la postura, hasta lo más íntimo, como es la disposición del corazón) debe trasuntar nuestra conciencia de hallarnos en la presencia de Dios hecho Hombre en Jesucristo, hecho Eucaristía y reservado en el Sagrario. Una iglesia católica no es simplemente un lugar adecuado para el silencio y la oración. Una iglesia católica, con su Sagrario habitado, es una suerte de “anticipo del Cielo”, que nos permite entrar en intimidad cuasi física, en Jesucristo, con Dios. De allí que sea el templo el lugar propísimo para la administración y recepción de los sacramentos. De ello nos hablan los dos primeros vitrales: el de la izquierda, con la Presentación del Niño Jesús en el templo de Jerusalén; y, el de la derecha, con los desposorios de María y José . Presentamos nuestros propios niños para que nazcan a la vida de Dios en el bautismo; realizamos la unión plenificante del ser hombre -varón y mujer- en el sacramento del matrimonio. Pero la vida cotidiana de los hijos de Dios no transcurre en el ámbito físico del templo. Tampoco la de la Madre de Dios. De ello nos hablan los dos vitrales ubicados en las ventanas centrales. A la derecha, media noche, bajo la luz mortecina de la luna, la pequeña María montada en su borrico llega a Ain Karim. ¡La Visitación ! A la puerta de la casa está Isabel, la madre del Bautista. La anciana estéril, que ha concebido cuando ninguna esperanza quedaba, recibe a la joven Virgen, también encinta de modo más portentoso aún. Juan el Bautista salta de gozo en el vientre de su madre al oír la voz de María. El antiguo testamento llega a su fin: ya está aquí el alba de ‘la alianza nueva y eterna' anticipando el cumplimiento de todos nuestros deseos y esperanzas. En la vidriera del frente, los dorados y amarillos nos hablan del medio día. Bochorno del sol en su cenit; un alto en el camino que sigue una huella en el desierto, hacia Egipto. Bajo una fronda protectora, vemos a José, María y el Niño. José, el padre, el esposo, el custodio de la Señora y de su Hijo aparece vigilante y, a la vez, protector. La Virgen Madre mece a su bebe. “ El Amor que mueve al sol y a las estrellas ” descansa sereno, en los brazos de su criatura que es también, su madre. Es Él el verdadero Sol de justicia ; Él, quien ilumina los caminos a veces imprevistos y difíciles de nuestra vida. Finalmente, las dos vidrieras más cercanas al altar, nos hablan del “Sí” de María a la gracia, a la voluntad de Dios. Su “ hágase en mí según Tu palabra ” (Lc 1, 37) está significado, en ambos vidrios, en los brazos tendidos hacia lo alto y las manos abiertas: receptivas en la Anunciación , oferentes al pie de la Cruz . Los tonos brillantes del de la derecha indican el gozo del anuncio de su divina maternidad. La cruda y fría luz que nos llega del otro, a la izquierda, nos habla del dolor que ha traspasado el Corazón Inmaculado de la Madre en el sí postrero -no menos amoroso y libre que el primero- de la oblación del Hijo. Toda la vida de María Santísima es un constante repetir: “he aquí la esclava del Señor; hágase en mi según has dich”. No quiere su voluntad propia; no duda del amor de Dios; no teme dejarse llevar por el designio del Padre eterno sobre su persona. Se pone en Sus manos. Cree y se entrega. Por eso, Él puede obrar maravillas en Ella. Ella misma es la máxima maravilla hecha mujer. Como el Hijo que lleva en su seno desde su “hágase” es la máxima maravilla hecha varón. Y así, como el varón nuevo y la mujer nueva, los vemos en el monte Calvario, unidos en la misma oblación hecha al Padre. Quedamos junto al altar. En él se ofrece diariamente Jesucristo. En el Sagrario Iluminado adoramos la divina Presencia. Los vitrales del ábside, enfrentando a los de la entrada, nos hablan, en San Francisco y San José, de la pléyade de santos que, en el espejo de María, desde el divino sacrificio se han ido añadiendo a la Iglesia triunfante, guiados, en el camino de la vida, por el andar oferente y eucarístico de Jesús y de su Madre. Aprovechemos estos días de descanso –o de menor actividad- para renovar nuestra unión con Ellos. Que nuestra admirable Madre nos alcance esta gracia para el 2004 que estamos comenzando.
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