DOMINGO
31º DURANTE EL AÑO Mt 23,1-12 GEP
03-11-02
Quien en pasajes como éste, u otros similares del Nuevo
Testamento, quisiera justificar algún tipo de antisemitismo o antijudaísmo estaría sumamente equivocado. Y la contraria
exigencia de algún grupo judío de purgar nuestra Biblia cristiana de toda
referencia que signifique alguna crítica al judaísmo está totalmente
desprovista de argumentos. Es verdad que alguno podría, entendiendo mal la
letra del texto, basar su poco cristiano antisemitismo en uno que otro pasaje,
pero siempre se trataría de una mala interpretación. Recordemos cómo cierta vez
que un presidente leyó en Luján un pasaje de los Hechos de los Apóstoles en que
se mencionaba la persecución de ciertos judíos a la iglesia naciente, cómo hubo
protestas desde algunos desubicados representantes de la comunidad hebrea.
Lamentablemente a veces los mismos católicos dan pie a estas falsas
comprensiones. Existe, por ejemplo, un proyecto de la Comisión de Liturgia del
Episcopado francés que, para impedir esas interpretaciones agraviantes,
propone, cada vez que aparece en los pasajes que se leen los domingos, el
término “judío” en una actitud agresiva a los cristianos, traducir “judío” por
“enemigo”. Con lo cual no hacen sino empeorar las cosas. Pero es que, si
seguimos así, no faltará alguien que acuse ante la Comisión de Defensa de los
Derechos Humanos o ante nuestras increíbles leyes antidiscriminatorias, que los
evangelios son ilegales y culpables de incitación al delito.
Como esos diputados
provinciales que acusaron a un libro de texto de la Escuela de Policía
Provincial Juan Vucetich, de ‘discriminación’
porque señalaba las características habituales de los sospechosos, a su juicio
prejuzgando, discriminando, o, peor, de ‘desviación ideológica antidemocrática’
porque afirmaba la verdad más elemental de cualquier teoría política sensata:
la de que la autoridad legítima, en última instancia, viene de Dios. Al final
lo único que quedará prohibido, en esta ‘anticivilización’, será ser y
comportarse como cristiano.
Que la historia posterior de la Iglesia haya sufrido,
descarada o abiertamente, la constante persecución de los altos dirigentes del
judaísmo, es otra cosa, solo judicable con métodos
históricos, y que para nada prejuzga sobre la mayoría de nuestros hermanos
judíos, religiosos o no, ni de su integración esencial a la sociedad civil.
Todos conocemos honestísimas personas judías, ni desdeñamos el tenerlas por
amigos. Que haya cristianos que, a pesar de ser cristianos, sean antisemitas es
asunto diferente.
Pero acusar de ello
al Nuevo Testamento ya es otra cuestión. Todos los escritos del nuevo
testamento fueron escritos por judíos. Y hasta muy después del año 70, cuando
ya estaban redactados prácticamente todos ellos, no se produjo la excomunión con
la cual el nuevo Sanedrín reunido en Jamnia (Yabné) fulminó a los cristianos, ni se redactaron las
maldiciones contra ellos que aún se leen en la sinagoga. Hasta entonces el
cristianismo se consideraba uno de los tantos grupos entre los judíos, como los
saduceos, los esenios, los zelotes, los fariseos. Y
es sabido la competencia y rivalidad que había entre
unos y otros. Aún dentro de los fariseos existían facciones irreconciliables,
como, por ejemplo, contemporáneas a Cristo, la de la escuela de Hillel y la de la escuela de Shammai.
Vds. podrán encontrar
críticas mucho más violentas a los fariseos y otras escuelas rivales, en los
escritos de Qum Ram
de los esenios y en otros escritos judíos, que entre los escritos cristianos.
No olvidemos los improperios contra el pueblo hebreo con los cuales se desatan
los mismos profetas. Ejemplo: la primera lectura de hoy. El mismo Talmud, rejunte de escritos y dichos fariseos, es mucho más
autocrítico de lo que se piensa. Una ley general de
los grupos en conflicto es la de que cuanto más tienen en común más intensa es
su conflictividad. Baste, por ejemplo, pensar en las internas partidarias de
nuestros días.
El que el fariseísmo,
después de la caída de Jerusalén y del sanedrín de Jamnia,
haya tomado la manija del judaísmo internacional no es culpa de los cristianos,
sino de simples circunstancias históricas. Los fariseos no estaban de acuerdo
con la guerra antirromana y no combatieron contra
ellos en la famosa insurrección de los sesenta, de modo que fueron prácticamente
la única facción sobreviviente. Facción que, en medio de dificultades extremas,
admirablemente prolongaron la vida de ese tipo de judaísmo hasta nuestros días.
También sobrevivió
hasta nuestros días, mucho más admirablemente, y en medio de persecuciones más
terribles, el judaísmo ‘cristiano’, es decir la Iglesia, ya no basado en
ninguna discriminación racial, sino extendido a todos los pueblos, católico.
Que eso quiere decir “católico”: “universal”, no racial ni étnico.
De todos modos, cuando Mateo redacta su evangelio,
decenios después de la prédica de Jesús, como era de práctica en las escuelas
tanto paganas como judías de la época, utiliza la estilización a veces
peyorativamente deformada, ficticia, del adversario, no para denostar a éste,
sino para referirse a problemas de la propia comunidad y como advertencia a
algún desviado que se estaba comportando a semejanza de sus rivales. El pasaje
de Mateo de hoy se dirige no tanto a los fariseos históricos, sino a los
integrantes de su propia comunidad cristiana que tienden a portarse como los
fariseos ficticios.
Y tanto es aún su
respeto por el judaísmo, del cual se considera parte, que incluso, citando
palabras de Jesús, admite la autoridad de los escribas y fariseos: “Haced y
guardad lo que os digan” y reconoce la legitimidad de la ‘cátedra de
Moisés’ en la cual se sientan. (Recordemos que en la literatura judía, la
cátedra de Moisés se llamaba al asiento en las sinagogas desde donde se
impartía y enseñaba doctrina después de haber leído de pie la Sagrada
Escritura.) Tal como nos narran los evangelios, el mismo Jesús se sentó alguna
vez, al menos en Nazaret y Cafarnaún,
en la llamada ‘cátedra de Moisés’. Mateo, pues, al redactar su evangelio, de
ninguna manera está pensando directamente en los judíos, sino en los miembros
dirigentes de su propia comunidad cristiana que, cuando enseñaban a su pueblo
fiel lo hacían muy bien, pero, después, no practicaban ni cumplían con lo que
predicaban. Es a nosotros, que tantas veces podemos escandalizarnos de este o
aquel sacerdote, de este o aquel obispo, que Mateo dirige las palabras de Jesús
“hagan y cumplan lo que ellos dicen, pero no se guíen por sus obras, porque
no hacen lo que dicen.” La autoridad de la cátedra de Moisés o la de las
cátedras episcopales o los púlpitos no tiene porqué juzgarse desde la
coherencia de vida o no de sus ocupantes, sino desde la pura verdad que puedan
o no tener sus palabras.
Lo cual no quita la
responsabilidad a los predicadores, ni las graves cuentas que tendrán que dar a
Dios por los escándalos que, a los más débiles en la fe, puedan provocar con su
inconducta.
Es sabido que en Jamnia [–para los que no lo recuerden: Jamnia,
en la costa del Mediterráneo al sur de Jaffa (Jope), es el lugar donde el
rabino fariseo Johannan ben
Zakkai, que había huido de Jerusalén antes de su
toma por los romanos metido en un cajón de muerto, reorganizó el Sanedrín hacia
los años setenta y pico, y estableció las bases fundamentales del judaísmo
contemporáneo-] ... es sabido, digo, que en Jamnia
se produjo una fuerte estructuración del rabinato,
con cargos bien jerarquizados que respondían a la necesidad de establecer una
férrea autoridad, capaz de salvar la unidad del pueblo judío del desastre
causado por la guerra casi de exterminio que había debido llevar Roma contra
ellos. Allí se forjó piramidalmente, aún en el mismo Sanedrín, una jerarquía en
donde, desde el Gran Rabino hasta los rabinos inferiores, había una amplia gama
de funciones intermedias. En hebreo rabino –que es el término que usa hoy el
evangelio: “no os llaméis rabís”, “rabinos”-
quiere decir “mi maestro”, o “monseñor” o “excelencia”. Todo ello acompañado de
gran aparato y diversas maneras de vestirse y, en las reuniones, de
distribuirse los lugares.
También en Jamnia fueron reglamentadas las escuelas rabínicas. Y había
grandes diferencias entre los discípulos avanzados, que ya estaban por ser
ordenados rabinos, y los que recién ingresaban. Sobre todos ellos imponía dura
disciplina el rabino maestro, que según las costumbres era servido hasta en las
tareas más elementales de su vida doméstica por sus discípulos, que debían
llamarle sumisamente “padre”, “Abba”.
No podemos escandalizarnos demasiado de todas estas cosas
ni juzgar con excesiva severidad a los fariseos de Jamnia
y sus sucesores, porque lo mismo pasa en cualquier sociedad estructurada,
incluso en la Iglesia, en donde abundan los ‘monseñores’ de toda laya, los
‘archiobispos’, ‘obispos’ y ‘subobispos’, las distintas maneras de vestirse de
cada uno y las precedencias en el trato y los lugares.
Pero sería absurdo que no pudiéramos distinguir un
general de un soldado raso. Lo intentaron los rusos después de la revolución
comunista y, en eso, como en tantas cosas, después, tuvieron que volver atrás.
El que estas diferencias de función y responsabilidades existan hace al bien
del conjunto de la sociedad. Sin embargo todos sabemos bien los abusos a los
cuales todo ello puede prestarse cuando se buscan los puestos no por
competencia o espíritu de servicio, sino para usufructuar los títulos y sus
privilegios.
Es evidente que Mateo, el evangelista, ya comienza a
notar tentaciones de este tipo en su propia comunidad del norte de Siria. Por
eso, al ridiculizar a los fariseos -pensemos que los rabinos de Jamnia pretendían llamarse “padres del mundo”- en el
fondo está mirando a los cristianos de su naciente iglesia. Es probable que la
frase de Jesús “no llaméis a nadie padre”, originalmente haya sido
pronunciada por éste para marcar la radical opción del cristiano, más allá de
los lazos de familia, con respecto a su seguimiento. Algo así como “el que
ama a su madre o a su padre o a sus hijos... más que a mi, no es digno de mi”.
Es posible también que hubiera algo de polémica con la pretensión de los judíos
de declararse superiores por tener como “padre” –decían – a Abrahán”. Pero, en
Mateo, la frase se entiende, sobre todo, desde la novedad de la predicación de
Cristo respecto a la paternidad de Dios sobre los cristianos y, por ello, de su
fraternidad básica. Es obvio que Mateo no quiere prohibir que los hijos llamen
“papá” a sus propios padres, ni a quienes puedan cumplir funciones paternas en
la sociedad o en la iglesia –a los senadores romanos se los llamaba “padres”
(‘patres conscripti’). A los hombres de edad, en casi
todas las civilizaciones, un hombre joven lo llamaba también, respetuosamente,
“padre” y no con el casi despectivo “abuelo” de nuestros días (“¡abuelo! ¡córrase!”)-.
Mateo lo que quiere es advertir sobre el peligro
constante de la búsqueda de honores y de títulos en desmedro del servicio que
toda autoridad debe ejercer. Y aduce las frases del supremo Maestro quien, sin
embargo, antes de morir lava los pies de sus discípulos, y, según sus propias
palabras, vino “a servir, no a ser servido”. Y a pesar de ello Jesús
nunca abdicó de su serena y paternal autoridad: “hijitos míos” les dice a sus
discípulos en su gran discurso de despedida. Como lo harán también San Juan y
San Pablo a los suyos. Incluso Pablo se llama a si mismo ‘padre’ de los
cristianos de Corinto.
En fin, algo semejante
habría que decir sobre el título de doctores o preceptores o profesores o
jefes, como quiera traducirse el título “kazeguetés”.
Jamnia había llevado el abuso de estos títulos a
extremos poco simpáticos como preceptuar, por ejemplo, que a ellos se les debía
mucho más respeto que a los propios padres. ¿Y no sabemos acaso de tantos
políticos y aún sindicalistas llegados a congresistas que, sin haber terminado
ni siquiera el secundario, se echan encima el título de “doctor”?
De todos modos es
patente para todos la intención de Jesús -y, luego, de Mateo que recoge
sus dichos- no de acusar a los judíos, ni tanto de apostrofar y
ridiculizar a los que buscan toda esa parafernalia humana para alcanzar su
pequeña cuota de prestigio y privilegios en esta vana sociedad, sino de inducir
a los discípulos, a nosotros, al servicio mutuo, a la humildad del que ha de
mandar para bien de todos, al amor fraterno del que ocupe el puesto que ocupe,
a la esencia del comportamiento cristiano que es, sobre todo, entregarse, hacer
de si mismo caritativo obsequio a Dios y al prójimo.