31º DOMINGO DURANTE EL AÑO   Lc. 19,1-10   (GEP 31/10/04)

 

            Alguien me comentó que, en uno de esos canales supuestamente científicos como el Discovery o el History Channel, se mostraba a unos investigadores que, emitiendo con unos raros aparatos determinados sonidos, lograban debilitar y hasta resquebrajar algún tipo de piedras. Pretendían así demostrar la historicidad de la leyenda del famoso episodio bíblico de la caída de las murallas de Jericó al soplar de las trompetas de Josué (Jos 6, 1-21). Algo así como los ‘salames’ que, de vez en cuando, aparecen ascendiendo a diversas montañas buscando los restos del Arca de Noé; o los que realizan investigaciones en el Loch Ness buscando al famoso monstruo.

            Lo cierto es que Jericó, la ciudad que hoy atraviesa Jesús, en el tiempo que supuestamente habría sido tomada por el legendario caudillo Josué, sucesor de Moisés, allá por el año 1200 antes de Cristo, ya era una ciudad abandonada hacía mucho tiempo. En todo caso un montón de escombros con antiguas murallas de piedra y adobe derruidas.

 

         Jericó es una ciudad célebre en muchos sentidos. Ha sido casi exhaustivamente estudiada por los arqueólogos; y sus excavaciones han sido realmente de interés. Porque no solo se trata de la ciudad situada a más baja altura de la superficie de la tierra -300 metros debajo del nivel del mar-, sino porque es la más antigua que se conozca.

            En medio del desierto, es un oasis preciosísimo alimentado por diversos ‘waddis’ que se encuentra casi en la desembocadura del Jordán al Mar Muerto y a unos veinte kilómetros de Jerusalén. Hay evidencias de habitación humana paleo o mesolítica de al menos 10.000 años antes de Cristo. Pero ya en el sexto milenio existía una civilización neolítica y una ciudad estable, con casas de material, templo, probablemente dedicado a la luna -Jericó quiere decir justamente “ciudad de la luna”-, agricultura, oficios, e indicios de arte. Es pues la primera ciudad conocida de la historia de la humanidad. Curiosamente falta la cerámica que, hasta estos descubrimientos, se asociaba al neolítico. Es un neolítico, pues, atípico, carente de cerámica. La ciudad, ante diversas olas de invasores –se cuentan al menos veinte- fue destruida, conquistada y reconstruida varias veces. Esas reconstrucciones se van sucediendo y tapando las unas a las otras a lo largo de los siglos y las ha descubierto y fechado la pala del arqueólogo. Neolítico precerámico, cerámico, calcolítico, bronce I, bronce medio, bronce último, se van sucediendo capa tras capa. El bronce último, del 1500 al 1200, es el que podría ubicar los acontecimientos de Josué, pero precisamente en ese estrato, como hemos dicho, no se encuentra el más mínimo indicio de murallas o, incluso, de ciudad. El sistema de defensas había existido sí, e imponente, pero setecientos años antes, en el Bronce temprano.

            De todos modos hay que pensar que la leyenda de Josué fue escrita muchísimo después, hacia el siglo VI antes de Cristo, cuando los judíos desterrados en Babilonia, después de la caída de Jerusalén del 586, liberados por Ciro el Grande estaban preparando su vuelta a Tierra Santa, precisamente a través del Jordán y del paso obligado de Jericó.

            Es para sostener y alentar esta vuelta a los desterrados que ya se sentían instalados en Babilonia y muchos de los cuales no querían regresar, que se redacta la saga de Josué ingresando en Tierra santa. Lo mismo que tenían que tratar de hacer los desterrados. Y hay que tener en cuenta que es, también, para esta época, previa al regreso a su patria, que se recoge el antiguo mito del paraíso, de donde el hombre habría sido expulsado por Dios e impedido por sus querubines –monstruos guardianes de los templos, en la mitología asirio-babilónica-, a la manera como los judíos habían sido echados de su Tierra, a causa de sus pecados, por mano, justamente, de los babilonios.

            El paraíso está concebido, como Vds. saben, a imagen de un oasis en el desierto. ‘Paraíso en edén’, dice la Biblia. Y ‘paraíso’ quiere decir, en persa y griego, jardín u oasis; y edén –contrariamente a lo que la gente supone- estepa o desierto. Paraíso en edén, quiere decir, pues, literalmente ‘oasis en el desierto’.

            Y el oasis en el desierto más conocido por los judíos era precisamente Jericó. Ya se atribuye a Salomón el que, en su época, adornara su palacio y el templo con rosas traídas de Jericó. En tiempos de dominio griego, y todavía en los de Cristo, Jericó era el lugar de los ‘countrys’ o casas de fin de semana de los ricos de Jerusalén. Se han hallado los cimientos de varias de ellas. Lujosísimas.

            Jericó era llamada también ‘la ciudad de las palmeras’ y estaba llena de huertos, de árboles y de flores. El mismo Herodes el Grande construyó allí un palacio de verano, donde finalmente murió. Y era un lugar tan renombrado y bello -un verdadero paraíso-, que Marco Antonio, después de conquistarlo, se lo obsequió, como la mejor presea de su regalo de bodas, a Cleopatra. Le fue devuelto a Herodes por Augusto en premio a su apoyo durante la guerra, que culminó con la victoria de Augusto sobre Marco Antonio en Actium o Accio en el 31 AC y el suicidio posterior de ambos amantes. Gran satisfacción de Herodes porque, mientras tanto, los cuantiosos impuestos recaudados en Jericó iban todos a parar a las arcas de Cleopatra.

            El asunto es, repito, que, mucho antes, en el siglo VI antes de Cristo, los judíos que narraron la gesta de Josué y recogieron el mito del paraíso, lo hicieron porque la expulsión del hombre del Jardín en el Edén era una imagen del destierro de los Judíos. Como el telón de fondo de ambas historias era Jericó, la vuelta del destierro a Tierra Santa que esperaban los judíos, se prefiguraba, en la leyenda de Josué, por su conquista de Jericó, la puerta de entrada a la Tierra Santa, el paraíso.

            Y la conquista de ese paraíso se haría no por el poder de las armas, ni de las tropas, ni de la guerra, ni de la astucia, sino ahora pacíficamente, mediante la plegaria y la oración. Simbolizadas por las trompetas, que no eran sino los largos cuernos vaciados, los ‘shoffars’, que servían tradicionalmente a los sacerdotes para llamar a los judíos a la alabanza y el arrepentimiento. Recordemos que con esos cuernos se inauguraban, desde las torres del Templo, las grandes fiestas de Pascua y de Pentecostés.

            Así pues el relato de Josué era una especie de alegoría de cómo, mediante la oración y el arrepentimiento, y, por lo tanto, del cumplimiento de la Torá, el hijo de Abraham podía volver o permanecer en Tierra Santa, en relación amical con Dios, justificado, salvado. Eso era el verdadero oasis, paraíso, en medio del desierto de este mundo: la oración y la amistad con Dios, preanuncio de la patria nueva.

            Como decíamos, en época de Jesús, Jericó había multiplicado su milenario esplendor. Era considerado el jardín de Jerusalén, lugar de descanso de fin de semana y de veraneo. Paso obligado para los judíos del norte que, para ir a la Capital, no querían atravesar el impuro territorio samaritano y hacían un rodeo por la Transjordania. Paso obligado, también, para las caravanas que, procedentes de la Mesopotamia y Arabia, llegaban con sus mercaderías a Palestina.

            Nudo clave de comercio, en donde las aduanas herodiana y romana sacaban jugosas rentas con sus impuestos. Ya sabemos el sistema: la recaudación impositiva se licitaba a manos privadas: los llamados publicanos, grandes empleados del gobierno. El que en Jericó hubiera un ‘archi-telones’, un ‘jefe de publicanos’, significa que había varios de ellos trabajando como subcontratistas para él. Sería ciertamente un hombre extremadamente rico, tipo alto funcionario de nuestros gobiernos corruptos.

            Y no tenía más remedio que recaudar más allá de lo justo, porque las licitaciones garantizaban una determinada cantidad para el gobierno y las ganaba quien ofreciera la suma más alta, que después debía recuperar con ganancia a costa de los desdichados e inermes contribuyentes. (¡Pensar que en Estados Unidos la guerra de independencia se inició a causa de un pequeño impuesto al té, que pretendía cobrar Inglaterra para que, a partir de entonces, ningún ciudadano fuera obligado a pagar impuestos que no votara! Aquí, en nuestra democracia trucha, todavía estamos peor que en la época de los arbitrarios publicanos, más los latrocinios de abajo y, sobre todo, de arriba, ambos avalados y defendidos por nuestra lamentable Suprema Corte.

            Pues bien Zaqueo, para decirla claro, era para los judíos una especie de Lavagna o Marzorin o Righi o Zaffaroni. Y, sin embargo, algo todavía al hombre le quedaba de esa ‘imagen y semejanza’ de Dios que dicen que ni siquiera está borrada del todo en el peor de los criminales y corruptos.

            Sí: algo de eso le quedaba a este desagradable retacón. Odiado como era por todos, para peor con el complejo de los petizos, que los hace por ello más arrogantes y altaneros, seguramente saldría siempre llevado por dos robustos esclavos nubios en una litera custodiada por ‘patos vica’ y cuidadosamente cerrada por cortinas.

            De allí que resulta realmente extraño, casi milagroso, el ver al minúsculo escurriéndose por las calles de Jericó sin disfraz alguno y subiéndose algo ridículamente a una ancha rama de sicómoro. ¡Quién sabe que oscuros remordimientos, qué noticias de Cristo, que pensamientos o recuerdos de su infancia le habrán llevado a decidirse a enfrentar este bochorno! ¡Semejante personaje trepado a un árbol! Pero había muchos publicanos y pecadores y ricos en Jericó, algunos honestos otros deshonestos. Zaqueo es el único que obedece a este llamado lejano que pugnó por abrirse en su mente corrompida y aleteó un momento en su conciencia. A tantos nos aletean a veces pensamientos buenos, y solemos apagarlos, perder la oportunidad, matar la inspiración, o dejarla que se vuele otra vez, distraídos por otras preocupaciones. Zaqueo tuvo la suerte o la gracia de retener la inspiración, transformarla en idea y tomar la súbita decisión de salir furtivamente a ver a Jesús. Dos segundos más, a lo mejor, y la noticia traída por uno de sus publicanos dependientes de que había un par de mercaderes que estaban discutiendo el pago de una regalía lo hubiera dejado en lo suyo.

            ¡Oh Dios que no deje nunca pasar tus momentos de inspiración, tus llamados, tus golpes a mi puerta! -“¡ ... «Mañana le abriremos», respondía, para lo mismo responder mañana!”-

            Y lo inesperado, lo que no estaba en sus planes, lo que le hace ser visto por todos, lo que le cambiará la vida: el Señor se detiene debajo de la rama en la cual con sus patitas cortas y su túnica arremangada se encuentra grotescamente encaramado...

            O los que lo rodeaban vocean su nombre execrado y lo señalan con el dedo o, más probablemente, porque el corazón de Jesús ya tiene su nombre sabido desde siempre, ‘Zaqueo’, le llama. ‘¡Zaqueo!’ y dicen que no hay nada más dulce para cada uno que su propio nombre, -por eso los políticos astutos y exitosos nunca olvidan un nombre-. Dulce nombre. “Dicen que el hombre no es hombre/ mientras que no oye su nombre/ de labios de una mujer./ Puede ser.”, cantaba Antonio Machado. Puede ser. Pero eso es todavía poca cosa: lo cierto es que hombres, varones y mujeres, no somos, hasta que no hayamos escuchado nuestro nombre pronunciado desde siempre por Dios. “Zaqueo, baja pronto”.

            Y ahora Zaqueo, que ha oído su nombre pronunciado por Jesús, baja como un rayo, y volando, ahora a la vista de todos -su nombre ha sido purificado por los labios de Jesús-, entra a su casa y, orden tras orden, en medio del alborozo y la alegría, prepara la mesa para su no esperado huésped.

            La alegría de Dios. Gracia quiere decir etimológicamente eso, alegría. Alegría de Jericó, alegría del jardín en el desierto, alegría del Paraíso, del banquete, de la Tierra Santa a la cual no es necesario ir, sino que viene, en Jesús.

            Desde su destierro en el negocio, en el expolio de los anónimos a los cuales ha robado impuestos y retornos, Zaqueo regresa de su exilio y vuelve a Dios mediante Jesús. Las trompetas han sonado nuevamente en Jericó.

            Jesús vino a buscar lo que estaba perdido, y lo encontró. Uno por uno, nombre por nombre. (El pastor que llama a cada oveja por su nombre –dice Juan- y, si pierde una, deja las noventa y nueve restantes en el redil, en el oasis, y sale al edén, al desierto para buscarla.) Y de petizos y pecadores, hace gigantes y santos. De piedras, hijos de Abrahán. Y de intocables, impuros y malditos, comensales de su mesa.

            Y de placeres y ambiciones, los lleva a la alegría. Y desde el destierro de este mundo, a Jericó, al jardín ubérrimo, a la Tierra prometida, al banquete del cielo.

            Amén.