2000.Ciclo C
LA SAGRADA FAMILIA DE JESÚS, MARÍA Y JOSÉ
(GEP, 31-12-00)
Lectura del santo Evangelio según san Lucas 2, 41-52
Los padres de Jesús iban todos los años a Jerusalén en la fiesta de la Pascua. Cuando el niño cumplió doce años, subieron como de costumbre, y acabada la fiesta, María y José regresaron, pero Jesús permaneció en Jerusalén sin que ellos se dieran cuenta. Creyendo que estaba en la caravana, caminaron todo un día y después comenzaron a buscarlo entre los parientes y conocidos. Como no lo encontraron, volvieron a Jerusalén en busca de él. Al tercer día, lo hallaron en el Templo en medio de los doctores de la Ley , escuchándolos y haciéndoles preguntas. Y todos los que lo oían estaban asombrados de su inteligencia y sus respuestas. Al verlo, sus padres quedaron maravillados y su madre le dijo: «Hijo mío, ¿por qué nos has hecho esto? Piensa que tu padre y yo te buscábamos angustiados» Jesús les respondió: «¿Por qué me buscaban? ¿No sabían que yo debo ocuparme de los asuntos de mi Padre?» Ellos no entendieron lo que les decía. El regresó con sus padres a Nazaret y vivía sujeto a ellos. Su madre conservaba estas cosas en su corazón. Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia delante de Dios y de los hombres.
SERMÓN
Muy pronto los cristianos quisieron saber detalles sobre la infancia de Jesús. ¿Cómo había sido de niño aquel que todos reconocían después de la Resurrección como su Dios y Señor? Curiosidad del público común en la vida de los grandes hombres: ¿cómo habrían sido en sus infancias Augusto, Ciro el Grande, Siddarta Gautama, Alejandro Magno? ¿algo preanunciaba en su juventud lo que serían de grandes? Y, como antes de haber alcanzado la fama nadie se había ocupado de guardar sus memorias y actividades juveniles, esos relatos, recogidos en general muy tardíamente, resultaban poco verosímiles, llenos de datos legendarios y aún maravillosos. De Jesús -aparte su nacimiento- de su niñez y juventud conservamos casi ningún recuerdo verídico. Recién en el siglo IV o V aparecen los llamados evangelios de la mocedad, cuatro o cinco, uno de ellos atribuido al apóstol Tomás y que jamás la Iglesia consideró auténticos, por eso se llaman apócrifos.
Esos apócrifos llaman inmediatamente la atención por sus rasgos fantasiosos, por la cantidad de prodigios que en ellos despliegan los protagonistas, por la falta de contextos históricos genuinos... Vale la pena leerlos para darse cuenta de la distancia abisal que los aleja del estilo sobrio, la doctrina precisa y el despojo narrativo de nuestros verdaderos evangelios.
Pero éstos, de la juventud de Jesús, prácticamente no dicen nada. Sí, dijimos, de los acontecimientos que rodean al nacimiento, que solo traen Mateo y Lucas. Pero aún estas narraciones, más que recuerdos allegados para responder a la curiosidad del lector, son construcciones profundamente teológicas, enraizadas en la historia, pero más bien tendientes a presentar la realidad profunda de Jesús.
Eso sucede también con este aisladísimo relato de la niñez de Jesús, el niño grande perdido y hallado en templo. Versión en la cual no es fácil hacer encajar realísticamente todos los datos: ¿cómo es que los padres emprendieran el viaje sin asegurarse de que su hijo estaba en la caravana? ¿Cómo se dan cuenta de la ausencia de su hijo recién un día después? ¿cómo y dónde pernoctó Jesús hasta que lo encontraron? Es que a Lucas no le interesan esos detalles: pretende simplemente mostrar a Jesús, no en una edad cualquiera, intermedia entre su nacimiento y su vida pública, sino en el momento en que se suponía -según los parámetros de la época- que el varón alcanzaba el uso de razón y podía comenzar a desempeñarse con libertad. Y lo que quiere decirnos es: Jesús, desde el momento en que adquiere conciencia adulta de si mismo, comienza a saberse hijo de Dios de un modo especialísimo . Eso mismo que se afirmaba en tercera persona en el momento de la concepción -el relato de la Anunciación (Lc 1, 35)- y que se dirá en segunda persona en el momento del bautismo (Lc 3,22), de la transfiguración (9,35), de la glorificación (Hb 1,5): "Tu eres mi Hijo muy querido!", aquí se pone en primera persona como algo de lo cual Jesús es sabedor desde que toma conciencia de si. Al mismo tiempo, respecto a sus padres terrenos, establece desde el vamos esa cristiana distancia que le llevará a decir un día: "¿Quién es mi madre, quienes mis hermanos?: quien cumple la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre" (Mr 3, 33). Ese cumplimiento, precisamente, que hace a la santísima Virgen ¡y a José! muchísimo más que padres biológicos de Jesús. Frase que, también para los padres cristianos, es un llamado al ejercicio de una verdadera paternidad, más allá de la de la carne y de la sangre.
Pero esa paternidad, los mismos María y José, que no entienden la respuesta de Jesús, tendrán que ir plenificándola en la fe con el tiempo. "No entendieron lo que les decía" También nosotros, tantas veces, sentimos la sorpresa de no entender del todo a nuestros hijos y, de pronto, darnos cuenta de que son personas autónomas y espacialísimas, y que pertenecen a Dios más que a nosotros mismos... (Y, allí, que no siempre comprendemos lo que quiere Dios de ellos y de nosotros...)
Algo parecido sucede en el otro relato evangélico -esta vez de Juan- que se refiere a la vida de joven de Jesús, antes de su ministerio público: el suceso de las bodas de Caná. Ahí también, en el orden de la fe, Jesús ha de poner una cierta distancia entre él y su madre. Cuando María le señala: " No tienen vino" , le contesta: "¿Qué a mi y a ti? ¿Qué tengo yo contigo, mujer?" (Jn 2,4) insólito tratamiento de un hijo para con su madre. También este relato de fondo histórico -y que, al decir del exegeta norteamericano, recientemente fallecido, Raymond Brown, sería un lejano recuerdo del Jesús mozo reelaborado por Juan- está cargado de hondísimos significados teológicos que van mucho más que el del mero prodigio de un Cristo aprendiz de enólogo.
Así pues, los únicos atisbos que nos quedan de treinta años de vida privada de Jesús de ninguna manera nos alcanzan para reconstruirla y solo son utilizados por los evangelistas para hacer teología. Y, sin embargo, de ellos, de lo que sabemos de nuestra propia experiencia humana y de lo que los historiadores, con la ayuda de la arqueología y documentos de aquel tiempo, nos dicen de las condiciones de vida familiares en Galilea en la época de Jesús, podemos, desde ya, extraer una constatación extraordinaria: el hecho notable de que la vida de niño y de joven de Jesús fue una vida absolutamente normal . Nada que ver con los detalles fabulosos, mágicos, que le prestan los absurdos apócrifos, ni con los rasgos extraordinarios que, a lo mejor, una desencaminada piedad quisiera observar en él.
Cuando, más tarde, Jesús se revela en toda su actividad taumatúrgica y profética, sus conciudadanos se asombran de ello; evidentemente porque, mientras convivió con ellos en Nazareth, no habían observado en él nada fuera de lo común: " ¿No es este el hijo del carpintero? ... ¿y sus primos y primas no viven entre nosotros? (Mr 6,3)"
Pero es que Dios no necesitaba de otra cosa para venir a todos: un ser humano, bien humano y bien hermano nuestro y, por eso, con una común y verdadera familia.
Familia religiosa, ciertamente, impregnada de Escritura, de amor a Dios. Y es que no hay otra manera de ser verdaderamente humanos sino siendo religiosos, ya que el hombre es un ser naturalmente religioso. Solo una sociedad corrompida adrede, puede extirpar del ser humano, de la vida familiar, la dimensión trascendente. La relación con Dios no es algo añadido artificialmente a la vida de familia, es algo que debería constituir su verdadera esencia. Lo extraño, lo antinatural, lo enfermizo, lo artificial no es un núcleo familiar que sea devoto y que rece, sino precisamente lo contrario, un ámbito familiar carente de Dios, presidido por la televisión, por el desencuentro, por los problemas del dinero... Eso es lo artificial, logrado después de no tantos siglos de revolución anticristiana y de sometimiento del cerebro del hombre a las ideologías, a la estupidez, a la chabacanería, a la prepotencia del sexo y al manipuleo de los medios.
La conducta y el saber humanos de Jesús, desde su niñez, se impregna de la cultura judía naturalmente llena de Dios. Lo vemos en su madre abierta a la oración, en el cumplimiento de los ritos de la purificación y presentación en el templo, en esta ida a Jerusalén que no era obligatoria sino para los varones mayores, no para las mujeres ni para los menores de trece años, en su padre, orgulloso de su prosapia dávida, dinastía servidora de Dios, ungida por los profetas, atento a la voz de Dios, casto por su llamado a la sublime misión... Aún si no supiéramos quién es la Virgen, la 'bendita entre todas las mujeres', y José, el casto y santo protector de la madre y del hijo de Dios, las brevísimas pinceladas históricamente constatables de estos relatos nos revelan una vida familiar empapada de Dios y de obediencia a su voluntad.
Pero también una vida naturalmente plena, gozosa, de sereno trabajo, de unidad familiar templada en el peligro, de ceñida pobreza exigida por las condiciones de su oficio y de su tiempo, de cálida camaradería de parientes y de tíos, de primos y de amigos, tal cual lo señalan no solo las condiciones generales de una época en donde la familia lo era todo y la aldea una gran casa entrecruzada de parentescos y amistadas perdurables donde todos se conocían y estimaban, sino por el recuerdo de esta peregrinación comunitaria a Jerusalén y de la fiesta de Caná. ¡Fiesta, si las había, la de bodas! El 'summum' de las alegrías bulliciosas de la época: vino y música, baile y cuentos, mesa común, compartir recuerdos, augurar venturosos futuros...
No, nada extraordinario: por eso mismo, como prolongación de la Navidad y de la humanación del Verbo, la Iglesia quiere que el domingo inmediato al festejo del nacimiento de Jesús sea la fiesta de la Sagrada Familia. No hay ser humano -por lo menos no hay ser humano equilibrado, acabado, plenificado- sin familia. Eso es lo normal, eso es lo ordinario. O eso tendría que serlo. Y, si al mismo tiempo que de la Sagrada Familia, la Iglesia, con ocasión de ella, nos invita hoy a reflexionar en el significado de nuestras familias, lo hace justamente porque aquella, en su aspecto humano, nada tiene de extraordinario, de anormal, salvo la unicidad de su hijo en aras del simbolismo sagrado de la virginidad de María.
Lo extraordinario no es, no, la monogamia, la fidelidad, la indisolubilidad, la castidad, la abertura a la procreación, el noviazgo casto. Eso es lo normal, lo sano. Eso es lo que vivieron siempre las sociedades fuertes y, tanto más, las cristianas. Lo extraordinario, lo pervertido, lo que causa estupor, lo deforme, lo sórdido, contrario a los verdaderos instintos humanos, es la promiscuidad, la infidelidad, las relaciones premaritales, las parejas de hecho, los contubernios homosexuales, el intercambio de consortes... Lo normal, lo previsible, lo natural, son los hijos que nacen con padre y con madre que los quieren y que se quieren, los chicos con hermanos, los que son cuidados, educados, vestidos, amados, contenidos, retados cuando corresponde... Lo anormal, lo penoso, la triste consecuencia del desorden, son los chicos de la calle, los chicos huérfanos con padres vivos, las madres solteras, los muchachos drogados, los delincuentes juveniles, los enfermos de sida, los bebedores de cerveza, los adictos a las discotecas, los que van armados a la escuela y atacan con navajas a sus maestras, los que no respetan a los mayores y vociferan groserías públicamente, los que no saben un ardite de verdadero amor, de trato respetuoso, de compromiso humano... y han agotado su inocencia aún casi antes de entrar en la adolescencia...
Eso es lo enorme, lo aberrante, lo morboso, lo increíble, lo pasmoso, lo que no debería ser y sin embargo los medios promueven, los legisladores fomentan, tantos psicólogos defienden, la educación oficial impulsa....
Cuando la Iglesia defiende los valores naturales de la familia, del noviazgo cristiano, del matrimonio, no está proponiendo un ideal imposible, ni tan siquiera una santidad fuera de lo común, reservada a pocos, sino la plataforma mínima de la formación del hombre, el ámbito indiscutible de su verdadera felicidad, el único lugar en donde todos podemos y debemos hacernos hombres y desde allí, a la manera de Cristo, ahora si, hacernos santos.
Jesús, María y José nos lo concedan.