2003.Ciclo C
LA SAGRADA FAMILIA DE JESÚS, MARÍA Y JOSÉ
(GEP 28/12/03)
Lectura del santo Evangelio según san Lucas 2, 41-52
Los padres de Jesús iban todos los años a Jerusalén en la fiesta de la Pascua. Cuando el niño cumplió doce años, subieron como de costumbre, y acabada la fiesta, María y José regresaron, pero Jesús permaneció en Jerusalén sin que ellos se dieran cuenta. Creyendo que estaba en la caravana, caminaron todo un día y después comenzaron a buscarlo entre los parientes y conocidos. Como no lo encontraron, volvieron a Jerusalén en busca de él. Al tercer día, lo hallaron en el Templo en medio de los doctores de la Ley , escuchándolos y haciéndoles preguntas. Y todos los que lo oían estaban asombrados de su inteligencia y sus respuestas. Al verlo, sus padres quedaron maravillados y su madre le dijo: «Hijo mío, ¿por qué nos has hecho esto? Piensa que tu padre y yo te buscábamos angustiados» Jesús les respondió: «¿Por qué me buscaban? ¿No sabían que yo debo ocuparme de los asuntos de mi Padre?» Ellos no entendieron lo que les decía. El regresó con sus padres a Nazaret y vivía sujeto a ellos. Su madre conservaba estas cosas en su corazón. Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia delante de Dios y de los hombres.
SERMÓN
El criterio de juventud, de adultez, de vejez, cambia mucho según las diversas épocas. La vida, gracias a los adelantos de la medicina, en nuestros tiempos se ha alargado considerablemente. Aún así hay que pensar que, en la actualidad, existen enormes diferencias de lugar a lugar: la expectativa de vida, en países como Botswana, Angola y el Congo son respectivamente de apenas 32, 36 y 46 años; la de Brasil, 67; la Argentina, 71 los varones y 79 las mujeres; la de Australia y Japón, 77 los varones y 84 las mujeres; la de Estados Unidos, 74 los primeros, 80 las segundas.
Difícilmente se encuentren restos fósiles del paleolítico o neolítico de más de cuarenta años. No mucho más debía ser la expectativa promedio de Palestina en época de Jesús. Los verdaderamente ancianos, que sin duda existían, eran excepciones curiosas. Ciertamente no se daba lo que se está dando en Italia en estos momentos cuando, por cada tres habitantes que cumplen ochenta años nace un solo bebe.
No solo esto: el período de aprendizaje, de dependencia de los seres humanos respecto de sus padres y, por lo tanto, la entrada en adultez, en los países desarrollados, se ha prolongado enormemente. La casi necesidad de una carrera universitaria, la realización, también, casi obligada de un master, de un postgrado, hace que, tanto el varón como la mujer, lleguen a la plena independencia no antes de los 25 o 26 años.
Pero todavía, en ciertas regiones de África en que el niño empieza a trabajar casi en cuanto es capaz de sostenerse sobre las dos piernas y su instrucción se da en el curso del trabajo, sus ceremonias de ingreso a la vida adulta, de 'guerrero', se hacen muy tempranamente, a veces a los doce años. Ni hablar de los niños de la guerra que han aparecido en lugares como Angola o Rwanda, pequeños asesinos entrenados para matar desde los ocho o nueve años. Ni hablemos de nuestros 'chicos de la calle', sin más familia que el rufián que los explota, precozmente adultos a fuerza de terribles experiencias.
En fin, que, si bien es cierto que los rabinos intentaron, en épocas posteriores a Jesús, aconsejar que los varones no se casaran antes de los dieciocho años, es posible que, en tiempo de Jesús, la costumbre fuera hacerlo en edades más tempranas. De hecho el varón alcanzaba todos los derechos y obligaciones legales al cumplir los trece años. Desde entonces, aunque adolescente, pertenecía plenamente al pueblo adulto de Israel y, por ejemplo, tenía derecho a entrar en el Patio o Atrio de los Israelitas en el templo de Jerusalén y no solo hasta el de las mujeres.
Es posible que la circunstancia que rodea los hechos del evangelio de hoy sea precisamente la del ingreso de Jesús en la vida legalmente adulta. Por eso no habría que hablar del "Niño perdido y hallado en el templo": ni era ya 'niño', ni se había 'perdido': estaba allí voluntariamente porque, finalmente, se sabía un joven llegado a la adultez.
Desde el final de la monarquía, pero sobre todo en los siglos V y IV antes de Cristo, durante la dominación persa, a la vuelta del exilio en Babilonia, se había legislado la obligación de que todos los judíos habían de peregrinar tres veces por año a Jerusalén, en ocasión de la Pascua, de Pentecostés y de la fiesta de los Tabernáculos.
Pero eso era viable cuando la población judía se concentraba en un territorio relativamente pequeño, alrededor de la ciudad. Cuando las fronteras, gracias a los Macabeos, y luego, a los manejos políticos de Herodes , se extendieron hasta el norte de Galilea, el triple viaje anual se hizo casi imposible, por lo menos a los que vivían más lejos. Obligar a un judío de Nazaret a ir tres veces por año caminando a Jerusalén, sería lo mismo que decirle a un católico porteño que debe ir tres veces por año caminando a San Nicolás. Una, vaya y pase: tres días de caminata y con vuelta en ómnibus, pero tres, ¡imposible! Con espíritu deportivo y juventud una al año... y bastante más cerca: a Luján.
De tal manera que, por más piadosos que fueran los galileos -y evidentemente eran piadosos María y José-, cuanto mucho hacían una única peregrinación al Templo por año.
Y ésta que nos narra nuestro evangelio fue muy especial, porque, por primera vez, los acompañaba Jesús y, confirmando su adultez, mediando su decimotercer año, entraría en el atrio de los adultos.
Los peregrinos, dada la inseguridad de los caminos, no iban solos. Se organizaban en grupos de aldeas vecinas. Quizá contrataran entre todos alguna guardia de seguridad, como las que tenemos que tener, en nuestros días, por todas partes, no siendo suficiente la policía. Para que todo saliera barato se necesitaban muchos peregrinos, trescientos, cuatrocientos. (Un 'charter', digamos, pero andando.) Ocho o nueve horas de caminata diarias, a 30 o 40 kilómetros por día, necesitarían desde Nazaret -o Séforis, la ciudad más cercana, posiblemente punto de concentración y de partida- para llegar a Jerusalén, tres días, al menos, de camino.
No había rutas, apenas senderos, por donde se avanzaba en columnas de dos o tres personas, formando una larguísima fila. A la cabeza, un grupo de varones jóvenes, con contundentes bastones y una que otra espada; en el medio, las mujeres y los niños; atrás, los hombres.
Esto explica, quizá, el curioso incidente de la pérdida. María, añorando ya no tener de la mano a su hijo, pero orgullosa de que marchara al flanco, seguramente, de su padre. José, algo preocupado de que Jesús no estuviera con él, pensando -algo decepcionado- que Jesús, extrañando a "su mamá", estaría con ella... con la esperanza, empero, de que, asumiendo sus deberes de adulto, ya estuviera con los jóvenes de la punta. De todos modos Jesús ya no era de hecho un niño y lo peor que se podía hacer era estar continuamente vigilándolo. Ya sabemos lo puntillosos que son los chicos cuando se creen grandes y les parece que sus padres todavía los tratan como a párvulos. María y José, por más inquietos que estuvieran, eran todo lo contrario de -como se dice hoy- 'padres castradores', y querrían hacer sentir a Jesús que ya era grande y responsable, sobre todo a la vuelta, y después de semejante ceremonia como la de entrar, por la puerta de Nicanor, por primera vez, al Atrio de los adultos.
Pero, claro, aunque su pedagogía de dejar tranquilo a Jesús es lo que se esperaría en dichas circunstancias de dos padres como María y José, lo que no era esperable es que Jesús no hubiera partido con ellos o -como afirman algunos filólogos que reconstruyen el texto original hebreo- que hubiera regresado a Jerusalén, solo, el segundo día de camino.
Es que la experiencia de la conciencia humana de Jesús en su primer contacto adulto con el templo debe haber sido impactante. Hay que recordar que el templo no era solamente un espectacular edificio y espléndido lugar de culto. En realidad en 'el Templo' propiamente dicho nadie podía entrar, excepto los sacerdotes; y, en el 'santo de los santos', solo el Sumo Sacerdote, una vez al año. Lo que se llamaba 'el templo' era también la inmensa explanada que rodeaba a la sagrada construcción, grande como la plaza de Mayo, el Patio de los Gentiles, y que estaba enmarcada por inmensos pórticos, recovas, grandes espacios alargados y cubiertos donde, a la manera de los foros romanos, se desarrollaba una inmensa actividad, desde la comercial de los cambistas y vendedores de ofrendas, hasta las conversaciones religiosas y políticas de los judíos.
Era bajo esos enormes pórticos, muy probablemente en el larguísimo que se asomaba a pico al valle del Cedrón, en frente del Monte de los Olivos, el llamado pórtico de Salomón, donde se sentaban en sus sillas doctorales, sus cátedras plegables, los grandes doctores de la ley, afamados jurisconsultos y teólogos, rodeados de sus discípulos acuclillados a sus pies y escuchándolos y, de vez en cuando, haciéndoles preguntas.
Es muy probable que la mente despierta y ágil de Jesús, en su primera visita al templo de Jerusalén, se haya visto más atraída por esas enseñanzas y diálogos de los doctores y sus alumnos que por los cánticos ululantes de los sacerdotes y los sangrientos holocaustos del altar con el ruido horrible de las reses evisceradas y el desesperado balar de las ovejas degolladas, todo en medio de humaredas densas de grasas y carnes calcinadas. Tampoco se habrá sentido a gusto ni cerca de la Puerta de las Ovejas, por donde ingresaban las que eran llevadas a empujones al matadero del altar de los sacrificios, ni en el Pórtico Real donde se apiñaban los negociantes, los cambistas y los ladrones de carteras -tal cual lo demostró luego Jesús en sus hechos y parábolas-.
No: prefirió, en el silencio del Pórtico que daba al valle del Cedrón y los Olivos, el lento enseñar y grave reflexionar de los doctores. Es la única vez que vemos a Jesús aprendiendo de los maestros de Israel. La iconografía suele mostrar a Jesús más o menos pequeño, como si él mismo fuera quien enseñaba y discutía a los doctores. Pero el evangelio no dice eso: dice que los escuchaba y aprendía y que, en todo caso, como discípulo inteligente, los asombraba con la justeza de sus preguntas.
Otra vez, como en casi todo el evangelio de la infancia, vemos la transición del Antiguo Testamento al Nuevo. Las polémicas con los doctores de la ley vendrán mucho más tarde, y en la medida en que éstos se opongan a Jesús. Ahora Lucas quiere mostrar al Señor como recibiendo íntegramente la enseñanza de la Escritura hebrea. Lo ha mostrado ya en el papel que asigna a Juan Bautista, a Simeón, a la profetiza Ana, a Isabel, a Zacarías. Aún José y María en su peregrinación -como, años antes, en la circuncisión- se han mostrado siempre como totalmente fieles israelitas, y eso transmitieron a su hijo.
Todo ello será asumido por Jesús, será el humus de su pensamiento, la materia a partir de la cual proclamará su propio evangelio, pero llevado todo a una plenitud inimaginable. Es el Antiguo Testamento y la enseñanza de sus sabios, de sus doctores, lo que preparó la mente humana de Jesús a ir tomando cada vez más conciencia de su misión y, finalmente, de Su divino Ser. Nada de eso lo hubiera podido entender ni predicar con una educación china, ni hindú, ni azteca, ni budista... La encarnación solo podía producirse en un judío plenamente judío.
Y esto es lo que pretende mostrarnos Lucas en este evangelio. Jesús no solo bebiendo su manera de ver las cosas en la gran tradición de la Escritura, sino en la cultura erudita de Judá, en la mente y lenguaje de sus grandes sabios y doctores.
Y es por eso que regresa o se queda en Jerusalén, en el Templo, para, desde allí, tratar de entender y comprenderse. La Iglesia siempre tuvo que defender, a pesar del rechazo global que hizo de Jesús gran parte del pueblo judío y sus autoridades, que el Viejo Testamento de ninguna manera se contraponía al nuevo, sino que era plenificado por éste. El Nuevo Testamento es el legítimo heredero, no el adversario del Viejo. Y éste, si bien solo alcanza plenitud en el Nuevo y, dejado a si mismo, solo se abre impotente a una esperanza difusa y hace agua por todas partes, sigue siendo la clave hermenéutica de la compresión del nuevo.
Pero el pasaje leído hoy, es especialmente importante, porque nos trae las primeras palabras registradas atribuidas a Jesús . Hasta aquí eran los demás los que hablaban sobre él. En este punto él mismo toma la palabra. Y las inaugurales frases que pronuncia -ahora que ya instruido por sus padres, por la cultura de Israel y por sus maestros puede dirigir la mirada sobre su propia intimidad y tratar de interpretarse- son, al mismo tiempo, de serena conciencia de su misión y de su especialísima relación filial con Dios. Misión de ayudar al Padre -" estar en las cosas de su Padre "-; conciencia de ser, antes que nada, hijo de su Padre celestial, y por ello verdadero Señor y Dueño del Templo y de Jerusalén.
Ya volverá como tal -¡y así lo recibirán!-. Pero ahora, regresa a su aldea y, como dice el evangelio, mientras vive en la casa de sus padres, a la manera de todo buen hijo, aunque muchacho y aún mayor, sigue 'sujeto a ellos'. Y Jesús -termina diciendo Lucas- " seguía creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia delante de Dios y de los hombres . Mientras su madre conservaba estas cosas en su corazón ". Ella también (en realidad como cualquier madre, que nunca termina de conocer del todo a su hijo) tenía que seguir creciendo en el conocimiento de Jesús. Como madre; pero también como discípula.
Cristo pues no solo es hijo biológico, genético de María: es hijo de José y María en el sentido más humano de la palabra, en esa acción coordinada -que ha sido obra del psicoanálisis descubrir- del padre y la madre formando afectiva e intelectualmente a sus hijos.
Pero Jesús es, también, hijo de su educación, de su cultura, de su patria. Todo ello ha conformado la psique sana, la personalidad humana, la virilidad bien definida, el modo íntegro y correcto de ver y actuar, de Jesús.
El hombre, varón y mujer, no crecen como tales fuera de una recta relación con el padre y la madre, fuera de auténtico e indisoluble matrimonio, y ninguna burda sustitución y mucho menos aberrante junta sodomita puede asumir esta tarea sin deformar a la persona. Tampoco una cultura inhumana o chata o televisiva y roquera, ni códigos de convivencia y legislaciones inmorales que violentan todos y cada uno de los diez mandamientos, son capaces de programar la conciencia o la manera de pensar y de vivir recta y sana del individuo humano.
Por eso el primer domingo después de Navidad, de la unión de Dios con 'el hombre verdaderamente hombre', naturalmente se abre a completar el concepto de la Encarnación con la idea de la familia, único lugar donde todos los hombres, incluso Jesús, podemos hacernos realmente hombres. Y familia no solo es pareja. Es, como dice el evangelio de hoy, papá y mamá, parientes y amigos, tradiciones sacras, cultura, sentido de patria. Todas cosas que, lamentablemente, nos están empezando a faltar a los argentinos.
Jesús, José y María, nos ayuden, pues, a salvar a la familia, al sentido común, a la verdadera cultura y -colmo sería de nuestra navideña alegría- a recuperar la Patria.