Sermones de LA SAGRADA FAMILIA DE JESÚS, MARÍA Y JOSÉ

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1973.Ciclo B

LA SAGRADA FAMILIA DE JESÚS, MARÍA Y JOSÉ   
(GEP 30-XII-73 )

Evangelio según san Lucas , Lc 2,22-40
Cuando se cumplieron los días de la purificación de ellos, según la Ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarle al Señor, como está escrito en la Ley del Señor: Todo varón primogénito será consagrado al Señor y para ofrecer en sacrificio un par de tórtolas o dos pichones , conforme a lo que se dice en la Ley del Señor. Y he aquí que había en Jerusalén un hombre llamado Simeón; este hombre era justo y piadoso, y esperaba la consolación de Israel; y estaba en él el Espíritu Santo. Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de haber visto al Cristo del Señor. Movido por el Espíritu, vino al Templo; y cuando los padres introdujeron al niño Jesús, para cumplir lo que la Ley prescribía sobre él, le tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: «Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz; porque han visto mis ojos tu salvación, la que has preparado a la vista de todos los pueblos, luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel» Su padre y su madre estaban admirados de lo que se decía de él. Simeón les bendijo y dijo a María, su madre: «Este está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción - ¡y a ti misma una espada te atravesará el alma! - a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones» Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, de edad avanzada; después de casarse había vivido siete años con su marido, y permaneció viuda hasta los ochenta y cuatro años; no se apartaba del Templo, sirviendo a Dios noche y día en ayunos y oraciones. Como se presentase en aquella misma hora, alababa a Dios y hablaba del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén. Así que cumplieron todas las cosas según la Ley del Señor, volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño crecía y se fortalecía, llenándose de sabiduría; y la gracia de Dios estaba sobre él.

SERMÓN

Hoy es el día de la Sagrada Familia. Y es interesante ver cómo la Iglesia elige para su ilustración escriturística un texto más bien extraño, en donde, en lugar de mostrarnos la idílica imagen tradicional de la familia de Jesús: María cosiendo, José trabajando, el niño ayudándolo, todo en un ambiente de serenidad y dulzura, se nos pone ante los ojos un momento terrible de la familia: Jesús perdido, y los padres alarmados buscándolo.
Pero, pensándolo bien, ¿es que encontramos acaso en alguna parte de los relatos evangélicos alguna escena de la familia tal cual la solemos imaginar? Más bien al contrario: vean Vds. que siempre que aparecen andan, de una manera u otra, metidos en líos. Desde el comienzo: la perplejidad de José ante el embarazo sobrenatural de María, el viaje extenuante a Belén y nacimiento fuera del sanatorio, la salida presurosa a Egipto perseguidos por el cobarde furor de Herodes, la pérdida de Jesús a los doce años, la precoz viudez de María, la vida peligrosa de Cristo, el calvario, la Cruz.
No. Realmente el evangelio no nos da demasiado pie para imaginarnos la arcádica existencia que nos muestran pinturas y estampas de la vida de la sagrada Familia.

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Jason Jenicke, Sagrada Familia

Y, sin embargo, algo nos lleva a pensar que estas pacíficas imágenes de ninguna manera son falsas. Hay algo en José, en María y en Jesús que nos obliga a suponer que, en los largos períodos de la vida de Cristo que van desde su niñez al comienzo de su vida pública, un sosiego y paz fundamental caracterizaron su pasar. Y ese algo no es solamente la personalidad estupenda de cada uno de los miembros de la familia –tres santos ¡y qué santos!-, tampoco lo que suponemos de lo que podía ser la vida cotidiana en una pequeña aldea de Galilea, -serían en todo caso siempre suposiciones-, sino la actitud de los tres justamente en esos momentos atribulados que son los únicos que nos refiere la Escritura.
Aún en los más angustiosos no vemos nada que signifique desconcierto, nerviosidad, miedo, desconfianza. Las medidas, bajo la autoridad paterna de José, son tomadas pensándolas, maduramente, con decisión viril. Incluso en el instante más horrendo, la cruz, nada hay de indigna desesperación, rebeldía, gritos o lamentos. “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”. Y Juan cuenta, con un laconismo cargado de significación, que María estaba ‘de pie’ junto a la cruz.
Si, como si una paz interna, potente, plena, sofocara los embates exteriores de la pena y la tribulación.

Pese a ello, justamente en la escena que acabamos de leer, daría la impresión de que hubo ansiedad en la búsqueda de Jesús. No por lo que dice nuestro texto de que lo buscaban ‘angustiados’, puesto que la traducción de griego ‘adunómenoi’ no es exactamente angustiados como vierte nuestra versión argentina sino ‘doloridos’. ¡Y cómo no iban a estar doloridos ellos que sabían que su hijo un día debía comenzar su calvario y quizá pensaron que allí tempranamente su hora había sonado! Pero, además, por las palabras de Jesús: “¿Por qué me buscabais?”
¿No parece acaso haber en ellas una tenue censura? No a María de la que sabemos que nunca pecó. Pero no nos consta en cambio lo mismo de José. ¿Acaso la frase de Jesús no entrañaba quizá una tierna reprobación de aquella ansiedad tal vez demasiado humana con que el desolado padre lo había estado buscando?
Pero ¿cómo no iba a estar preocupado –se pregunta uno- tres días buscándolo, el único hijo, ese hijo de su mujer que él sentía como su propio hijo, y que Dios había confiado a sus humanas manos de marido y mujer?
Claro era el Verbo, la Palabra hecha carne, la segunda Persona de la Beata Trinidad ¡pero también era su pequeño hijo! El que jugaba sobre sus rodillas, al que había aprendido a caminar tomado de sus callosas manos, el que desde sus primeras palabras lo había llamado con el nombre de papá.

¡Pobre José! ¡Pobre María! Debían ya comenzar la obra del desprendimiento, de la renuncia, debían ya a empezar a separarse de aquel que no había venido solamente para ellos sino para cumplir la voluntad de su Padre. Lo sabían desde el principio y lo habían aceptado, pero ahora Dios les pedía que comenzaran a concretar esa renuncia. ¡Todos sabemos qué fácil es prometer para el futuro! Pero, cuando llega el momento, cuando no es mañana ni dentro de un mes o un año sino ahora ¡qué difícil!
“¿No sabían que yo debo ocuparme de los asuntos de mi Padre?”
Y, mal leída, esta frase tiene no se qué tono de insolencia, quizá de inhumana frialdad. Contestar así a estos dos pobre padres que hace días que lo buscan por todos lados y a los cuales no se ha ocupado de avisarles donde está.
Pero, bien leída, deja adivinar, detrás de ella, no reproche sino tristeza por tener que herirlos, aceptación de una voluntad superior más allá del cariño humano, de su afecto de hijo. También Jesús ¡pobre Jesús de apenas doce años! ya comienza su cruz, porque ¡cómo no iba a sentir él, dolosamente, la pena que causaba a sus padres!
Recuerdo, en la época en la cual para entrar al seminario abandoné mi casa, lo que más me hizo sufrir no fueron las cosas que dejaba sino ver la aflicción que producía en mis padres. Por un lado el llamado silente y frío de Dios, por el otro los afectos humanos, el desgarrón de la familia, la tristeza de los míos. Por un lado la perentoria obligación de la vocación, por el otro la angustia de ver sufrir por causa de uno a aquellos a quienes más se quiere.

Pero estas experiencias no son exclusivas de la sagrada Familia ni de las vocaciones religiosas. Toda familia cristiana se inserta de una manera u otra en el misterio de la familia de Jesús.
Porque el sacramento del matrimonio y la fe cristiana no nos garantizan de ninguna manera que la vida de familia vaya a transcurrir en la paz serena de la Arcadia. También serán falsas para nosotros en algún momento –quizá muchos- las imágenes de la mamá cosiendo, el padre trabajando, los hijos ayudando. Estampas de colores para consumo de beatas. Porque también huida a Egipto, pobreza de Belén, hijos perdidos en Jerusalén, en los exámenes, en el trabajo o quizá en el, peor, extravío del pecado. También la viudez y soledad de María, otrosí el Calvario. Ellos serán el pan frecuente de la familia cristiana mientras peregrina en esta tierra hacia la eternidad. No estamos todavía en el cielo. No hemos fundado aún la familia definitiva. Y, sin embargo, nuestra esperanza cristiana y el poder del sacramento del matrimonio que presiden la marcha del hogar hacen que, a pesar y en toda circunstancia, aún la más triste y crucificante, subsista en el interior de los cristiano una inmensa paz. Como la de María de pie junto a la cruz. Porque en el fondo sabemos que Dios gobierna todos los acontecimientos, aun los más negros, y los encamina hacia nuestro verdadero bien.

Pero el símil con la Sagrada Familia es más profundo todavía: porque desde que bautizamos a nuestros hijos, como José el carpintero, sabemos que ellos, aunque siguen siendo nuestros, son, mucho más, hijos de Dios. Quedan bajo nuestra custodia, pero pertenecen sobre todo a Dios.
Tremenda responsabilidad, pero también inmensa paz y serenidad para los padres, porque el mismo Padre del cielo se ocupará de ellos aunque a veces los lleve o permite que transiten caminos que no entendamos y estemos ansiosos y perplejos como José.
Sepamos, también, desde el comienzo, que Dios –como a Abraham- puede reclamarlos para Él cuando Le parezca o porque los llame a entrar en un convento o al sacerdocio o a separarse de nosotros para fundar un nuevo hogar, o los abandone aparentemente en el extravío o los llame quizá a la enfermedad o a Su paterna y definitiva compañía a través de la muerte.
Él es dueño y Señor. Y Él ama a sus hijos infinitamente más que nuestro humano amor de padres y de madres, y sabe mejor que nosotros qué es lo que les conviene.

Y sigue el símil, porque los hijos -¡cuántas veces los hijos!-  para seguir el llamado superior de nuestro Padre del cielo, cumplir Su voluntad, seguir Su ley, oír Su tajante voz que nos llama a través de nuestro honor cristiano, fidelidad a nuestros ideales, integridad, no tendremos que causar -con inmensa pena- algún dolor a nuestro padres si se atraviesan en nuestro camino con miras exclusivamente humanas o prosaicas.
No saben Vds.” tenemos que decirlas “que debo ocuparme de los asuntos de mi Padre” “Aquel que ama a su padre, a su madre, a sus hermanos, a su mujer, a sus hijos, más que a Mí, no es digno de ser mi discípulo”.

No hermanos. El bautismo, el matrimonio cristiano, no es ninguna póliza de seguro contra terrenas desgracias. Es esperanzada semilla de eterna felicidad, promesa de cielo, comienzo de familia definitiva.

Pero, aún así, si hay alguna posibilidad de felicidad en esta tierra esa es la vida sólida de una familia auténticamente cristiana. Porque aunque alguna vez haya dolor, enfermedad, desavenencias, incluso separaciones, cruces, muertes, nada de eso quitará la serenidad y paz fundamental que viene de la Esperanza, del saberse en manos de Dios nuestro Padre, del que aunque a veces no sepamos hacia donde y por donde nos lleva es al fin y al cabo quien tiene en sus manos el timón de nuestras familias y nuestras vidas.
Así Él nos lo haga firmemente creer, esperar y vivir.

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