1979.Ciclo C
LA SAGRADA FAMILIA DE JESÚS, MARÍA Y JOSÉ
30-XII-79
Lectura del santo Evangelio según san Lucas 2, 41-52
Los padres de Jesús iban todos los años a Jerusalén en la fiesta de la Pascua. Cuando el niño cumplió doce años, subieron como de costumbre, y acabada la fiesta, María y José regresaron, pero Jesús permaneció en Jerusalén sin que ellos se dieran cuenta. Creyendo que estaba en la caravana, caminaron todo un día y después comenzaron a buscarlo entre los parientes y conocidos. Como no lo encontraron, volvieron a Jerusalén en busca de él. Al tercer día, lo hallaron en el Templo en medio de los doctores de la Ley , escuchándolos y haciéndoles preguntas. Y todos los que lo oían estaban asombrados de su inteligencia y sus respuestas. Al verlo, sus padres quedaron maravillados y su madre le dijo: «Hijo mío, ¿por qué nos has hecho esto? Piensa que tu padre y yo te buscábamos angustiados» Jesús les respondió: «¿Por qué me buscaban? ¿No sabían que yo debo ocuparme de los asuntos de mi Padre?» Ellos no entendieron lo que les decía. El regresó con sus padres a Nazaret y vivía sujeto a ellos. Su madre conservaba estas cosas en su corazón. Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia delante de Dios y de los hombres.
SERMÓN
Las fiestas de fin de año, que dan oportunidad a las familias de reunirse festivamente, en ambiente de alegría, de regocijo; las vacaciones que, bien usadas, serán también ocasión de convivencia más reposada, continua, tranquila, y la presencia, en la liturgia navideña, de esas tres queridas personas que son Jesús, María y José, han hecho que la Iglesia, en este tiempo, quisiera recordar especialmente la realidad familiar por medio de esta solemnidad de hoy que es la de la Sagrada Familia.
Vasili Dmítrievich Polénov, Jesús entre los doctores del templo (1844-1927)
Pero, es claro, dirán Vds., el texto del Evangelio que hemos escuchado no parece ser el más adecuado para la celebración. ¿No daría más bien ésta la impresión de una familia descuidada? Se les pierde un hijo pequeño y, tan tranquilos, recién al caer la tarde se dan cuenta de su ausencia.
Y el reproche tendría lugar si la pérdida la hubiera tenido una familia de hoy, pero las cosas, antes y en Palestina, eran muy distintas.
La fiesta de Pascua, que obligaba al traslado una vez al año, generalmente a pie, a los judíos de Palestina, implicaba, por problemas de logística y seguridad que las aldeas se trasladaran en masa y, las pequeñas, como la de Nazaret, unidas al de varias aldeas vecinas. Todos se conocían entre sí; muchos de ellos, incluso, eran parientes y consanguíneos, los traslados se hacían en grupos que no se ceñían a la familia, los niños iban por un lado, los jóvenes por otro, los varones adelante, las mujeres al fondo. Todos sabían que podían confiar en que el cuidado se repartía por todo el numeroso grupo. Jesús, ya sintiéndose grande, se hubiera ofendido, como cualquier niño que comienza a desprenderse de las faltas maternas, de una excesiva vigilancia y habrá declarado bien su independencia caminando con sus bulliciosos primos y amigos de su misma edad.
Por supuesto que hoy es diferente: imagínense una mamá que sale con su hijo a hacer compras por Florida y de pronto se da cuenta de que hace cinco minutos que no lo ve. Ella sí que se asustaría.
Caesar van Everdingen (1616-1678)
Pero así estamos, en el mundo de hoy, con estas minifamilias. Desvinculados, desprotegidos, en estas megalópolis donde a nadie le importa un pito del otro y todavía si lo pueden pisar a uno lo pisan. ¡Qué terrible enfrentarse solos a todo esto! ¡Cómo no va a haber corazones solitarios; o ácidos, agresivos, con esa agresividad que es propia del inseguro, de aquel que precisamente no puede pisar el humus sólido y fértil de los lazos del amor y del parentesco!
Por eso dan algo de lástima los hijos únicos ‑sean en esto culpables o no los padres‑ ¡tan bien tenidos y mantenidos! Con los mejores juguetes, las mejores ropas, los mejores colegios. A veces únicos ‑y esto es terrible‑ por comodidad de los padres, porque dan trabajo, porque nos atan, porque nos ligan a la esclavitud de los pañales y de la mamadera, o porque, para mi ego materno, me basta un pequeño rey, muñequito bien vestido y hosannado en quien vuelco todas mis frustraciones y mis ambiciones. ¡Pobrecitos! Perfectamente nutridos, mimados, enjuguetados y encolegiados –pequeños monstruos del presente y del futuro‑; en el mejor de los casos siempre con problemas de adaptación a los demás, carentes de la dura per enriquecedora escuela de la fraternidad compartida y del regalo verdadero que ello representa para su educación y su vida futura.
No sé si será verdad o no que los chicos nacen con un pan bajo el brazo, pero de lo que estoy seguro es que el mejor regalo que pueden hacer los padres a sus hijos es darles más hermanos, aunque tangan que heredar los pantalones y pijamas usados de sus mayores, aunque tenga que usar juguetes de plástico, aunque tengan que ir a colegios del estado. Que, al fin y al cabo, la educación que no se recibe en casa no se puede comprar tampoco en el mercado de los colegios caros.
¡Alegría de las familias grandes, de los lazos de amor, de los hermanos y los primos! Aturdidos, cansados, pobres, atados al trabajo y a los pañales, pero implantados sólidamente en la vida, acompañados, unidos, en el amor. ¡Felices!
Pero esto de la Sagrada Familia nos dice muchas más cosas. Entre ellas que el hecho de la Encarnación es una asunción plena de lo humano. Jesús no es un aerolito que viene del espacio, que nace en un repollo, un paracaidista extraterrestre.
El Verbo no se encarna en un individuo aislado, porque, en realidad, así, no sería verdaderamente hombre. El ser humano es producto de una familia y Jesús debe toda su psicología humana no solo a los cromosomas de María sino al ambiente familiar donde creció. Cualquiera hubiera podido reconocer en Jesús los tonos de voz, los giros, los gestos, la apostura de José. Cualquiera, en sus ojos profundos, la delicadeza y el alma exquisita de María y las influencias de sus parientes y de su pueblo patrio.
Y el Verbo asume lo humano no solo para elevarlo a Su gracia en este mundo, sino para transformarlo para siempre en la eternidad.
La Resurrección de todo el hombre, alma y cuerpo, nos habla también de la resurrección de todo lo que constituye al hombre como tal y, por tanto, también de la resurrección de todo lo que habrá habido de bueno, digno y cristiano en nuestras propias familias.
Cuando construimos una familia cristiana aquí en la tierra, los cristianos sabemos que no solo estamos haciendo una indispensable obra temporal para nuestro bien, el de nuestros hijos, el de la sociedad y de la Iglesia, sino para toda la eternidad.
Porque muchos habrá aquí presentes para quienes hablar de la familia es hablar de un hecho pasado. Porque el tiempo se ha ido volando y las navidades hoy no son sino el recuerdo nostálgico de etapas mejores de la vida. Y muchos ya se han ido, o separado, o muerto, o distanciado, o peleado.
No importa, porque ese es el destino de todas las obras puramente humanas: pasar. Pero la promesa de Cristo apunta a un futuro más allá del tiempo en donde todas las realidades buenas de esta tierra, elevadas a la infinitésima potencia de lo divino, volverán a brillar. Y todas las realidades sórdidas, purgadas en el fuego del amor de Dios, desaparecerán. Y, así, no solamente pervivirán los lazos que la caridad sobrenatural haya creado con los hermanos de Cristo, con los santos, sino que también recuperaremos, con creces, todo lo nuestro, todos los nuestros.
Y, entonces, nuestros hijos estarán junto a nosotros, no en su realdad a lo mejor mezquina de la desilusión presente, sino en la concreción plena de todo lo esperábamos de ellos cuando los acunábamos en nuestros brazos. Y mi marido será no el señor gordo, pelado y protestón que se sienta hoy a mi lado, sino el caballero radiante que adornaron mis ilusiones de novia. Y mi mujer no usará más ruleros en mi presencia, ni cremas blancas y pringosas, ni se quejará constantemente, sino que será de nuevo mi dama, la de mis sueños dorados y, por supuesto, con todo aquello bueno que, cuando las cosas han ido bien, fueron destilándose día a día en un amor en perpetuo crecimiento.
Todo lo triste y malo pasará al olvido. Solo lo bueno y dichoso pervivirá.
Y entonces sí, todos juntos, en la alegría de la definitiva familia, festejaremos el nuevo y último año de la eternidad, en el gozo maravilloso de la perpetua Navidad.