1987.Ciclo A
LA SAGRADA FAMILIA DE JESÚS, MARÍA Y JOSÉ
Evangelio según san Mateo Mt 2,13-15. 19-23
Después que ellos se retiraron, el Angel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: «Levántate, toma contigo al niño y a su madre y huye a Egipto; y estate allí hasta que yo te diga. Porque Herodes va a buscar al niño para matarle» El se levantó, tomó de noche al niño y a su madre, y se retiró a Egipto; y estuvo allí hasta la muerte de Herodes; para que se cumpliera el oráculo del Señor por medio del profeta: De Egipto llamé a mi hijo. Muerto Herodes, el Angel del Señor se apareció en sueños a José en Egipto y le dijo: «Levántate, toma contigo al niño y a su madre, y ponte en camino de la tierra de Israel; pues ya han muerto los que buscaban la vida del niño» El se levantó, tomó consigo al niño y a su madre, y entró en tierra de Israel. Pero al enterarse de que Arquelao reinaba en Judea en lugar de su padre Herodes, tuvo miedo de ir allí; y avisado en sueños, se retiró a la región de Galilea, y fue a vivir en una ciudad llamada Nazaret; para que se cumpliese el oráculo de los profetas: Será llamado Nazoreo.
SERMÓN
Cayo Cornelio Tácito cuenta, en sus Anales, que, cuando en el quinto consulado de Nerón éste comenzó a mostrar los primeros signos de lo que, luego, sería su desenfrenada locura, apareció un cometa “cuya aparición pronostica –escribe Tácito- según la creencia vulgar, cambio de gobernante”. Así, pues, como si Nerón hubiera sido ya destronado, todo el mundo se preguntaba quién sería su sucesor. Se barajaron varios nombres y Nerón, según Suetonio , no tuvo recurso más expeditivo que mandarlos matar a todos juntos, con sus hijos pequeños, también posibles herederos. En estas materias de sucesión y de golpes siempre los gobernantes han sido extremadamente quisquillosos.
Especialmente quisquilloso fue nuestro héroe Herodes el Grande, hijo de Antípatro, un importantísimo jeque de los idumeos, pueblo ubicado al sur de Israel, en Edom, y que había sido conquistado y convertido al judaísmo por Juan Hircano, uno de los Asmoneos descendientes de Judas Macabeo. Antípatro, con ayuda de Pompeyo, había conseguido el poder en Judea, bajo jurisdicción romana, deponiendo a los asmoneos legítimos. Luego –y a pesar de haber estado junto a Pompeyo en Farsalia - obtuvo el favor de Julio César y consolidó con el título de ‘procurador' el poder de los idumeos sobre Judea.
Antípatro fue, luego, envenenado y, brevemente, volvieron al poder los asmoneos. Pero Herodes, su hijo y heredero, huyó a Roma. Y, consiguiendo el apoyo de Marco Antonio y Octavio fue nombrado por el senado “ rex amicus et socius populi romani ”, “rey amigo y socio del pueblo romano”, rey, por supuesto, de Judea.
Volvió a Israel y tomó a Jerusalén en el año 37. Desde entonces reinó sobre el territorio con el odio unánime de todos los judíos. Lo consideraban un extranjero que no sólo nada tenía que ver con David, sino que ni siquiera pertenecía a ninguna de las tribus de Israel.
Herodes, más tarde se equivocó y apoyó a Marco Antonio y Cleopatra en su lucha contra Octavio. A pesar de ello pudo lograr hacerse perdonar por éste –llegándose a arrodillar a sus pies- y, desde entonces, su trono estuvo seguro hasta su muerte. Sabía que lo que importaba, al fin y al cabo, era el beneplácito romano.
Pero lo mismo vivió siempre con la obsesión de que el pueblo no lo quería y que se tejían constantes conspiraciones a su alrededor. No sólo no dudó en asesinar a su mujer y a su suegra (lo cual sería perdonable), sino que mató a tres de sus hijos, innumerable parientes y miles de adversarios y sospechosos. Cinco días antes de su propia muerte hizo matar a otro de sus hijos y, falleció, gravemente enfermo, cuando estaba planeando una gran matanza entre sus cortesanos, porque decía que, como todos lo odiaban, ninguno iba a derramar una lágrima cuando falleciera, y con la matanza, en cambio, se iban a quedar llorando unos cuantos.
De hecho, no había hecho mal gobierno. Desde los legendarios tiempos de David y Salomón, nunca los judíos habían tenido un territorio más grande, próspero y bien administrado que este de Herodes el Grande (a quien no hay que confundir con el tetrarca Herodes-Antipas, uno de sus hijos, el que aparece más tarde durante la vida pública de Jesús; el que hace degollar a Juan Bautista). Pero, lo mismo, los judíos no lo querían, por idumeo y porque culturalmente era más heleno que judío, a pesar de la magnificencia con la cual había reconstruido el templo de Jerusalén.
Aunque nuestro Evangelio sea la única fuente en relatar el episodio de la muerte de los infantes de Belén, la cosa entra bien dentro de los esquemas de la época y las características de nuestro personaje. Si Belén, como parece, contaba en aquella época con dos mil o tres mil habitantes, se calcula que habría allí unos diez o quince varones de menos de dos años. Noticia, pues, insignificante para las crónicas de ese tiempo.
Y no crean tampoco que, en aquella época, irse a Egipto era un terrible destierro. De hecho había más judíos al borde del Nilo que en Palestina. Piensen Vds. que Alejandría tenía un millón de judíos y Jerusalén sólo 500.000, o menos. Ir a Egipto era como hoy, para un israelí irse a Nueva York o venirse a Buenos Aires, que son las dos ciudades con más judíos en el mundo. Tel Aviv es, recién, la tercera.
En cuatro o cinco días de caminata se podía, pues, llegar de Belén al lugar desconocido que eligió José para poner a salvo a su familia. Allá, sin duda, habrán encontrado parientes con los cuales instalarse durante un tiempo considerable.
En el año 4 antes de Cristo muere Herodes. (Como Vds. Saben, en el siglo VI, cuando se encomendó al monje Dionisio el Exiguo, archivero de Roma, datar los documentos a partir del nacimiento de Cristo, este fijó la fecha con un error de seis o siete años. Así que, en realidad Cristo, nació el año ¡6 ó 7 antes de Cristo!)
De todos modos, a la muerte de Herodes se repartió el reino en tres pedazos: el título de rey lo heredó Arquelao, el mayor, pero, como el pueblo judío aprovechó para sublevarse, tuvo que reprimirlo a costa de grandes matanzas. Estas le valieron la fama de cruel y temible que hace que José vaya a instalarse a Nazaret, a Galilea, donde, como tetrarca, había quedado Filipo, el tercer hijo de Herodes. Como en Galilea la población era minoritariamente judía Filipo no tuvo problemas con ella y gobernó tranquilo, sin pena ni gloria. Cometió el error, a su vejez, de casarse con Salomé, que lo habrá hecho bailar todos los días, porque, al poco tiempo, se murió -en el año 34-.
El segundo hijo vivo de Herodes fue Herodes Antipas que cuando Arquelao fue depuesto por los romanos, acusado de sanguinario por los judíos -lo cual nos hace pensar que no sería tan malo- tomó su lugar.
Pero, mientras tanto, José, María y Jesús se han ya instalado definitivamente en Nazaret.
Lo que importa no son, de todos modos, estos pocos acontecimientos históricos, sino la reflexión que, con citas del Antiguo Testamento hace Mateo sobre ellos, con el método ‘midráshico' de comentar que usaban los rabinos y que ahora sería largo de explicar.
Pero, en resumen, Mateo traslada todas las grandes vicisitudes del pueblo elegido -desterrado a Egipto, desterrado a Babilonia, perseguido por el faraón (que aquí es Herodes)- y atribuye toda esta historia de enfrentamientos a Jesús, ya desde su infancia.
La persecución de los judíos y de los poderes de este mundo; la apertura a los paganos -representados por los magos y por la Galilea de los gentiles-; el dolor incomprensible de la muerte y fracaso representados por los infantes inocentes, ya son como un resumen de la vida futura de Jesús prefigurada en el Antiguo Testamento.
Y pienso que es importante destacar que la imagen de la Sagrada Familia pintada por la tradición en la paz de Nazaret, en el ruido hacendoso de la carpintería de José, no es la que quiere mostrar Mateo. Al contrario, éste nos describe una historia terrible, dramática, marcada por la dificultad, la lucha, la hostilidad y la sangre. Lo hemos disfrazado todo con nuestros pesebres adornados y nuestras estampitas edulcoradas.
Esto es bueno recordarlo en nuestra época. Ya hace mucho tiempo que se quedó en el pasado, para las familias cristianas, la posibilidad romántica y tranquila de vivir la paz de Nazaret, destruida la cristiandad, en liquidación la sociedad cristiana. Ya no se huelen solamente las cacerolas humeantes de María, sus arrorrós, la sierra afanosa de José y el niño jugando con el aserrín. Se oye, más bien, a sacerdotes y escribas de los judíos, se oye el llanto mudo nuestros niños salvajemente asesinados antes de nacer o, luego, en sus mentes y sus corazones por una cultura y ambiente que asfixia y corrompe.
No nos engañemos con el falso ecumenismo, con las sonrisas y los abrazos, con la oración ‘en común', con el ‘todos somos hermanos', con las caras y peinados y narices de los perversos retocados por la cosmética de la propaganda. No estamos en paz. La familia cristiana está en guerra y el enemigo es poderoso y cruel.
Quien no se da cuenta de esto, quien –en el limbo de los benditos, tomando sol en la luna- piensa que todo anda más o menos bien, que el pluralismo es normal, que el que cada vez haya menos cristianismo es fruto de la casualidad o del progreso, que todo el mundo es bueno, que no existe el enemigo, que se puede seguir adelante sin alertas, cautela y combate, perderá inexorablemente, para Cristo, a su familia y, con la familia, a la única esperanza de la patria.
Hay que huir a Egipto, lamerse las heridas, defender a los nuestros, educarlos -en el ejemplo, el amor y la fe- para el combate, para la virilidad, para la fortaleza, para el martirio. La peor tragedia que nos puede suceder es no saber que estamos siendo implacablemente atacados y arrinconados.
Todos hoy debemos saber -y educar a los nuestros sabiendo- que ser cristianos no es fácil. Es duro. Y está siempre para recordárnoslo, más allá de la capa dulce de nuestras tradiciones navideñas, el sino doloroso y severo que, en la realidad desnuda leída en nuestros evangelios, marca, desde el comienzo, la vida de la familia de Jesús.