1991.Ciclo B
LA SAGRADA FAMILIA DE JESÚS, MARÍA Y JOSÉ
Lectura del santo Evangelio según san Lucas 2, 41-52
Los padres de Jesús iban todos los años a Jerusalén en la fiesta de la Pascua. Cuando el niño cumplió doce años, subieron como de costumbre, y acabada la fiesta, María y José regresaron, pero Jesús permaneció en Jerusalén sin que ellos se dieran cuenta. Creyendo que estaba en la caravana, caminaron todo un día y después comenzaron a buscarlo entre los parientes y conocidos. Como no lo encontraron, volvieron a Jerusalén en busca de él. Al tercer día, lo hallaron en el Templo en medio de los doctores de la Ley , escuchándolos y haciéndoles preguntas. Y todos los que lo oían estaban asombrados de su inteligencia y sus respuestas. Al verlo, sus padres quedaron maravillados y su madre le dijo: «Hijo mío, ¿por qué nos has hecho esto? Piensa que tu padre y yo te buscábamos angustiados» Jesús les respondió: «¿Por qué me buscaban? ¿No sabían que yo debo ocuparme de los asuntos de mi Padre?» Ellos no entendieron lo que les decía. El regresó con sus padres a Nazaret y vivía sujeto a ellos. Su madre conservaba estas cosas en su corazón. Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia delante de Dios y de los hombres.
SERMÓN
Desde muy antiguo se detecta la presencia de judíos en Egipto. No solo los casi legendarios del tiempo de Moisés, sino, ya una vez constituidos en nación, los que por diversas razones emigraban al próspero valle del Nilo. En las estelas de Kárnak y Tanis de los años 590 antes de Cristo, se enumeran, entre las tropas que acompañaron a Psamético II en su campaña contra los etíopes, a mercenarios griegos, fenicios y judíos. También, cuando Jerusalén es tomada y destruída por Nabucodonosor en el 586, muchos judíos buscaron refugio en Egipto, y el faraón Apries los acogió favorablemente. Es entonces cuando varias colonias judías se instalaron allí, la más meridional de las cuales, Elefantina, cerca de Asuán, creció con rapidez y, en época persa, se hizo particularmente próspera. Recientes excavaciones arqueológicas han permitido encontrar un templo a Yahvé que hacía entonces competencia al de Jerusalén.
Pero la emigración judía a Egipto alcanzó su cota más alta en la época helenística. Desde el comienzo del gobierno de los Lágidas o Ptolomeos oleadas sucesivas de inmigrantes hebreos se establecieron allí, sobre todo en la ciudad fundada por Alejandro, Alejandría, donde, de los cinco barrios que la componían, los judíos ocupaban al menos dos. Y hasta alcanzan altos puestos de gobierno; amén de conservar una relativa independencia, con sus propias autoridades y tribunales.
Cerca de Menfis, había otra gran ciudad judía, Leontópolis, fundada por Onias IV, hijo de sumos Sacerdotes y permitida por el faraón Tolomeo VI Filométor, con su propio templo a Yahvé.
Es verdad que después de la conquista romana los judíos en Egipto perdieron algunos de sus privilegios, pero, al menos hasta la rebelión del 70, conservaron sus posesiones y su plena libertad.
Hay que pensar que el fenómeno de la dispersión de los judíos por todo el mundo, no solo en Egipto, era ya algo constitutivo de la nación hebrea, cuyo suelo "no podía sustentar a tanto número de ellos", como explica Filón de Alejandría en el siglo I. Para darse cuenta de ello digamos que, en la época de Jesús, en Palestina, habría más o menos medio millón de judíos, mientras que en el resto del imperio totalizaban los ocho millones, según cálculos más o menos fidedignos. Lo cual, en la época, era una cifra comparativamente enorme, porque significa que de cada 10 romanos uno era judío; y la cosa aumentaba en Egipto: uno de cada cinco.
Por lo cual, como vemos, la huida a Egipto no hay que dramatizarla como si la familia de Jesús marchara realmente al exilio, a tierra extranjera. Sea donde fuere que se hayan instalado en Egipto se habrán encontrado ciertamente con conocidos y familiares que los habrán recibido y ayudado fraternalmente. José, sin embargo, habrá encontrado trabajo algo precario, porque, con los romanos, abundaban en Egipto los judíos desocupados, ya que, entre otras cosas, les habían quitado la posibilidad de enrolarse como mercenarios, oficio del cual hasta entonces muchos habían vivido.
De tal modo que, en cuanto el jefe de familia, a la muerte de Herodes, vio la oportunidad de regresar a sus tierras, volvió. No, sin embargo, a Judea, porque Arquelao gozaba de una fama tan brutal como su padre; tanto que, en el año 6 de nuestra era, Augusto lo depuso y lo desterró castigado a Vienne, en las Galias.
El asunto es que, por estos caminos tortuosos, la providencia hace que finalmente Jesús se instale en Galilea, la llamada 'tierra de los gentiles'.
En realidad cuando el evangelista Mateo recuerda estos hechos, al escribirlos allá por los años 50, veinte años después de la Pascua, ya se ha hecho evidente que los judíos en su mayoría han rechazado a Cristo. Por eso se complace en mostrar como, ya desde pequeño, no es en Judea donde Jesús es recibido; por el contrario: allí es rechazado y perseguido. En cambio es en Egipto -¡el lugar tradicional del exilio, de los enemigos de Israel, del faraón!- y, luego, en Galilea -tierra de paganos-, es justamente allí donde encuentra refugio.
Todo el evangelio de Mateo intenta presentar la figura de Jesús como la del nuevo y definitivo Moisés; pero paradójicamente el antiguo papel del Faraón, perseguidor en aquel entonces de los judíos y que manda matar a todos los niños hebreos, ahora lo desempeñan, respecto de Jesús, los mismos judíos, aquí representados por Herodes y Arquelao.
Así el evangelista prepara el terreno para mostrar como el evangelio, que es primero anunciado a los judíos, pasará luego a todo el mundo, a nosotros.
En fin, sea lo que fuere de las comparaciones que intenta sugerir nuestro evangelista, el hecho es que, contrariamente a otros relatos legendarios de infancia de hombres célebres y aún de cierta hagiografía cristiana, en la infancia de Jesús, tal cual contada por Mateo, no sucede nada milagroso, prodigioso, maravilloso. Aún para salvar al niño se recurre a las medidas ordinarias de la prudencia humana, a la diligencia y sensatez de José. Dios conduce la vida de su Hijo, a la vez por las circunstancias de los acontecimientos políticos de su tiempo, y por las decisiones y circunstancias personales de su familia.
Como cualquiera de nuestras propias vidas, que decurre enmarcada por los eventos históricos, políticos y económicos del mundo y de nuestro país, que por supuesto influyen en nuestro modo de vivir, pero que se desarrolla fundamentalmente en los normales problemas de nuestra vida de trabajo, de estudio, de relaciones y de familia. La obra de Dios no suele darse, para la mayoría, en un contexto espectacular de milagros e intervenciones portentosas o de vida pública; tampoco específicamente en lo que se ha dado en llamar la vida religiosa, sino en esa vida ordinaria de casi todos nosotros, que tenemos que desarrollar, no en la estratosfera de ninguna falsa mística, sino bien encarnados en nuestras circunstancias familiares, en nuestro trabajo, en nuestras dificultades, en nuestros éxitos, en nuestros dolores y alegrías.
El cristianismo no viene a sacarnos sino excepcionalmente de nuestros compromisos de todos los días, de nuestras tareas, de nuestro amor de familia, sino al contrario, a darle un significado más profundo, un mordiente más trascendente, que hará que nos santifiquemos, no apartándonos del mundo y de nuestros compromisos sino transformándolos, sublimándolos, densificándolos. A través de la mirada de la Fe que nos hace ver las cosas y los acontecimientos, no solo desde sus causalidades próximas y desde sus explicaciones puramente humanas, sino desde la voluntad de Dios -como hace Mateo con todos estas mudanzas de José-; mediante la rectificación de la Esperanza , que hace que todas nuestras obras, aún las más pequeñas tareas de nuestra casa, de nuestros estudios y de nuestro trabajo, los más pequeños placeres y dolores, los refiramos siempre al fin, al cielo, y sirvan por ello a nuestra santificación; y por medio, finalmente, de la varita mágica de la Caridad que hace que, cualquier cosa, por más pequeña y poco importante que parezca, si se realiza por amor a Dios y al prójimo, alcance valor inmenso.
Que -mediante la fe, la esperanza y la caridad- Jesús, María y José, nos enseñen a vivir siempre en grande lo pequeño.