Sermones de LA SAGRADA FAMILIA DE JESÚS, MARÍA Y JOSÉ

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1992.Ciclo C

LA SAGRADA FAMILIA DE JESÚS, MARÍA Y JOSÉ   
(GEP 1992)

Lectura del santo Evangelio según san Lucas      2, 41-52
Los padres de Jesús iban todos los años a Jerusalén en la fiesta de la Pascua. Cuando el niño cumplió doce años, subieron como de costumbre, y acabada la fiesta, María y José regresaron, pero Jesús permaneció en Jerusalén sin que ellos se dieran cuenta. Creyendo que estaba en la caravana, caminaron todo un día y después comenzaron a buscarlo entre los parientes y conocidos. Como no lo encontraron, volvieron a Jerusalén en busca de él. Al tercer día, lo hallaron en el Templo en medio de los doctores de la Ley , escuchándolos y haciéndoles preguntas. Y todos los que lo oían estaban asombrados de su inteligencia y sus respuestas. Al verlo, sus padres quedaron maravillados y su madre le dijo: «Hijo mío, ¿por qué nos has hecho esto? Piensa que tu padre y yo te buscábamos angustiados» Jesús les respondió: «¿Por qué me buscaban? ¿No sabían que yo debo ocuparme de los asuntos de mi Padre?» Ellos no entendieron lo que les decía. El regresó con sus padres a Nazaret y vivía sujeto a ellos. Su madre conservaba estas cosas en su corazón. Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia delante de Dios y de los hombres.

SERMÓN

No vaya a creerse que los cuatro evangelios que conocemos son los únicos que fueron escritos en los primeros siglos de la Iglesia; ni el resto del nuevo Testamento la única literatura cristiana de aquella época. Desde el comienzo se multiplicaron los escritos sobre la figura de Jesús y sobre los problemas concretos de la Iglesia.

Pero no todos reflejaron exactamente los hechos acaecidos ni los interpretaron convenientemente. Muchos errores se cometieron al tratar de pensar y explicar quien era y qué había pasado con Jesús. Es así que gran parte de esa literatura no fue aceptada por la Iglesia y, es-tando al origen muchas veces de sectas heréticas, fue poco a poco desapareciendo de la vida cristiana. Finalmente, de toda esa literatura, la Iglesia terminó por aceptar solamente aquellos escritos que hoy se encuentran en el nuevo Testamento.

De vez en cuando, empero, en antiguas bibliotecas, en excavaciones, en hallazgos casuales, se encuentran algunas obras de esos sectores marginales. Quien quisiera tener acceso a algunas de ellas, aunque de época posterior a las nuestras, podría, por ejemplo, recurrir a los dos tomos de evangelios apócrifos que Hyspamérica editó hace unos cinco años en una colección dirigida por Borges.

Lo que inmediatamente llama la atención de estos escritos es su palpable diferencia de estilo y fondo con los evangelios verdaderos. La sobriedad, verosimilitud, seriedad y profundidad de éstos no pueden compararse a esa literatura a veces disparatada y fantasiosa.

Y eso se ve especialmente en los relatos sobre la juventud de Jesús. Por ejemplo, en el llamado evangelio del pseudo-Tomás sobre la infancia de Jesús, del siglo II, en donde el contraste no puede ser más flagrante.

Vemos allí descrito un Jesús portentoso, capaz de fabricar gorriones vivientes a partir del barro, alargar trozos de madera que el aprendiz de José a cortado mal, castigar a un compañero con la muerte y, luego, resucitarlo, realizar otras varias curaciones y resurrecciones, y otros rasgos increíbles que hacen del niño un pequeño monstruo.

Pero, uno de los detalles que más chocan, es el saber que el mocoso posee y que hace valer pedantemente delante de José y de los maestros de la sinagoga, Zaquías y Leví, a quienes apabulla con su ciencia precoz, ya demostrada cuando, bebe aún en brazos de María, camino a Egipto, se levanta en sus dos piernas y apostrofa sabiamente a unas palmeras para que se inclinen y ofrezcan dátiles a su madre.

Frente a unos profesores -cuenta este apócrifo-: "tomó el libro de la cátedra, y sin abrirlo ni pararse a leer las letras que en él estaban escritas, abrió su boca y se puso a hablar llevado por el Espíritu Santo, enseñando la Ley a los circunstantes que le escuchaban. Y una gran muchedumbre que se había congregado le oía, llena de admiración por lo hermoso de su doctrina y lo expedito de sus raciocinios".

Cuando ese mismo pseudoevangelio pretende relatar el episodio de Jesús perdido y hallado en el templo lo hace de esta manera: "Finalmente lo encontraron en el templo sentado en medio de los doctores. Todos estaban pendientes de él y se admiraban de ver que, niño como era, dejaba sin palabra a los ancianos y maestros del pueblo, desentrañando los puntos principales de la ley y las parábolas de los profetas" Y cuando se dan cuenta de que María es la madre del chico, le dicen "Dichosa de ti, ya que el Señor ha tenido a bien bendecir el fruto de tu vientre, porque gloria, virtud y sabiduría semejantes, ni las hemos oído ni visto jamás" .

Obviamente todo eso es disparatado y, más que legendario, fantasioso y absurdo, además de teológicamente incorrecto.

Si Vds. han, en cambio, escuchado el sobrio relato de Lucas de este episodio recogido por la tradición, habrán visto que de ninguna manera está Jesús entre los doctores de la Ley como profesor, como enseñando, sino al contrario, como discípulo, aprendiendo: "lo hallaron en el templo en medio de los doctores de la Ley escuchándolos y haciéndoles preguntas". Todo lo contrario de lo que intentan dibujarnos los apócrifos. Es verdad que se sorprenden de su inteligencia, pero ello no pasa de ser un elogio que cualquiera habrá escuchado de su hijo alguna vez en labios de alguna maestra; y además ¿quién dudará de que Jesús habrá sido en su juventud un muchachito más bien despierto?

Pero nada de la historia posterior que nos cuentan nuestros evangelios canónicos hacen pensar que Jesús, durante su niñez, hubiera despertado ninguna especial atención entre sus coetáneos. Al contrario: lo que se nota es la sorpresa que entre los suyos causa el que, de pronto, después del bautismo, se hubiera puesto a predicar y a juntar gente. Por otra parte, todos sabemos que a ese período preparatorio de su vida la Iglesia lo ha llamado siempre el de la vida oculta.

En realidad, si en algo se destacó Jesús, si algo sabía más que los demás, si por algo descolló, fue especialmente por lo que aprendió en el ejemplo y la palabra de su padres; cosa que fue haciendo de acuerdo a su edad, paulatinamente, como un chico normal. José y María no fueron algo secundario en la vida del Señor, ni solamente el instrumento necesario de su nacimiento: la Encarnación no hubiera sido posible en su pleno desarrollo humano fuera del ámbito de la comprensión de Dios que Jesús aprende de los labios de sus progenitores y que fue asimilando lentamente.

Lucas, que por otra parte es el único de nuestros evangelios que dice algo de esta parte de la vida de Jesús, se complace precisamente en destacar este progreso normal, humano, de Cristo: "Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia delante de Dios y de los hombres", cosa que ya había señalado en el versículo 40 de este mismo capítulo.

Y lo que quizá también sea bueno destacar es cómo Lucas hace notar no solo como Jesús va creciendo como todo hombre, sino también el crecer paulatino de la comprensión de sus padres, de María: " Ellos no entendieron lo que les decía". Y Lucas apunta otra vez, lo mismo que había señalado en el nacimiento: " María conservaba estas cosas y las meditaba en su corazón ". También ella habrá de aprender. Cuando una mujer de la multitud, más adelante, exclame "¡ Feliz el seno que te llevó y los senos que te amamantaron !", Cristo rectificará ese elogio: " Felices más bien los que escuchan la palabra de Dios y la practican" , dando a entender veladamente que la que antes no había comprendido, ahora está más cerca de entender, porque plenamente abierta a las exigencias de la palabra.

Así pues estamos muy lejos de toda la imaginería y vida extraordinaria y maravillosa que esa literatura apócrifa y cierta piedad cristiana mal entendida suele prestar a la vida de la familia del Señor.

Cristo es un muchacho normal, iniciado por su padres en su educación humana, nacional y religiosa; que acepta y asimila las leyes de su pueblo de labios de sus maestros autorizados -hoy precisamente lo vemos aprendiendo de los doctores de la ley-; que tiene primos, que tiene parientes, que tiene amigos, que tiene patria; que cumple con profunda fe sus deberes religiosos; que es acompañado por su madre hasta el fin de sus días y que ha recibido un fuerte impacto de la personalidad de José su padre; ya que, si bien es verdad que el evangelio no lo menciona nunca durante su vida pública -lo cual hace suponer que para entonces habría muerto-, es indudable que fue un padrazo; lo cual se hace evidente por la resonancia que este nombre "Padre" adquiere en labios de Jesús, y cómo lo aplica con respeto y con cariño para designar a nada menos que a Dios.

En realidad pocos detalles se nos dan sobre la vida familiar de Cristo, pero los evangelistas que alguna vez tratan de ella, nos dan los suficientes para mostrarnos las pautas principales de lo que ha de ser una familia cristiana.

Cristiana digo, porque suponemos todas aquellas reglas de prudencia y ley natural que, en el amor, la comprensión, el interés mutuo, la pedagogía, el trabajo y la disciplina son el fundamento natural de la buena marcha de cualquier hogar.

Pero lo cristiano es algo más: María sabe, aunque tendrá que hacerlo cada vez más concreto y real y doloroso en la carne viva herida de su amor materno, que Jesús no es solamente su hijo, es, antes que nada, Hijo de Dios. Esta diferencia es la que está marcada, casi diríamos con violencia, con acritud, como par destacar esa distancia, con la respuesta de Jesús: "¿No sabían que debo ocuparme de los asuntos de mi padre?"

Y en esto -siendo verdad que él es Hijo de Dios de manera antonomástica, porque su existencia humana está sostenida en la hipóstasis del Verbo, segunda persona de la Trinidad-, de alguna manera se ase-mejan a María todas las madres cristianas, porque, desde el momento en que bautizan a sus hijos, han de saber que, antes que nada, sus pequeños son hijos de Dios. En el bautismo Dios ha transmitido a sus hijos algo que ellas de ninguna manera llevaban en sus genes, en su carne y en su sangre y por lo tanto no podían dar: la vida misma de Dios. En todo caso ellas serán por segunda vez madres de sus hijos en cuanto mediante la fe que las lleva a bautizarlos los vuelven a engendrar a la vida divina.

Pero, desde entonces, tienen los padres una responsabilidad semejante a la de María y de José. Ya no están solamente educando a su propio párvulo: están educando a un pequeño príncipe de sangre, a un hijo de rey, a un hermano o hermana de Jesús, a un hijo de Dios.

Y si la cosa no fuera verdad ya en lo humano, lo sería a este nivel: nada hay más importante en la vida de la familia que llevar adelante esta misión de educar y sacar adelante a un hermano de Jesús y encaminarlo hacia la eternidad, hacia la Resurrección, hacia la vida de los hijos de Dios

Quizá José haya sido un hábil artesano, quizá un excelente mae s tro mayor de obras -que eso eran más bien los carpinteros en aquella época- casi un arquitecto, pero nada de lo que hizo en ese orden pervivió, no fue ello lo que le hizo pasar a la posteridad y mucho menos al cielo: fue su ser un hombre justo, un buen marido y un gran padre.

Tampoco María se hizo famosa por sus recetas de cocina ni por sus bordados, ni por lo que en otras circunstancias sociales hubiera podido hacer fuera de su casa, sino por haber sido madre de Jesús. De Jesús en la cuna. De Jesús en la Cruz.

Esa es la tarea más grande, esa es la misión más sublime, eso es lo más importante que se puede hacer en este mundo: engendrar, dar a luz y educar hijos e hijas de Dios para el cielo, para la eternidad. Y todo lo demás, en la sociedad humana y en la Iglesia, tendría que gi-rar alrededor de este propósito y servirlo.

Por supuesto que los padres habrán de enseñar a sus hijos todas aquellas costumbres y saberes que hagan de ellos capaces de ser valiosos en lo humano, pero, antes que nada, han de educarlos en el amor a Dios y en las virtudes cristianas, capaces de hacerlos buenos hermanos del Señor, hombres y mujeres valerosos y santos.

Y porque todo en este mundo hay que aprenderlo, y nadie, ni siquiera Jesús, nace sabiendo, también los padres tendrán que aprender a mostrar a sus hijos, en el ejercicio de su propia paternidad señera, digna, cariñosa y providente, la imagen del Padre que está en los cielos.

Y las madres, aprender de María a ir creciendo como tales, desde el puro instinto materno, mediante el dolor a veces, y la renuncia -renuncia incluso a la posesión quizá egoísta del hijo-, implicados en una verdadera maternidad, que busca primero que todo el bien del hijo y el cumplimiento de la palabra de Dios.

Y quizá también, por más fe que tengan, alguna vez se encontrarán sin entender, como María y José, qué es lo que Dios quiere de ellos y de sus hijos.

Que esta fiesta de la sagrada Familia , en el clima alegre y sereno de este tiempo de Navidad nos reafirme en el verdadero sentido de la familia cristiana y nos de fuerzas, entusiasmo y fe, tanto a los que están cumpliendo directamente esa misión, como a los que podemos y debemos ayudarlos a cumplirla.

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