Sermones de LA SAGRADA FAMILIA DE JESÚS, MARÍA Y JOSÉ

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1994.Ciclo B

LA SAGRADA FAMILIA DE JESÚS, MARÍA Y JOSÉ

Evangelio según san Lucas , Lc 2,22-40
Cuando se cumplieron los días de la purificación de ellos, según la Ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarle al Señor, como está escrito en la Ley del Señor: Todo varón primogénito será consagrado al Señor y para ofrecer en sacrificio un par de tórtolas o dos pichones , conforme a lo que se dice en la Ley del Señor. Y he aquí que había en Jerusalén un hombre llamado Simeón; este hombre era justo y piadoso, y esperaba la consolación de Israel; y estaba en él el Espíritu Santo. Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de haber visto al Cristo del Señor. Movido por el Espíritu, vino al Templo; y cuando los padres introdujeron al niño Jesús, para cumplir lo que la Ley prescribía sobre él, le tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: «Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz; porque han visto mis ojos tu salvación, la que has preparado a la vista de todos los pueblos, luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel» Su padre y su madre estaban admirados de lo que se decía de él. Simeón les bendijo y dijo a María, su madre: «Este está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción - ¡y a ti misma una espada te atravesará el alma! - a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones» Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, de edad avanzada; después de casarse había vivido siete años con su marido, y permaneció viuda hasta los ochenta y cuatro años; no se apartaba del Templo, sirviendo a Dios noche y día en ayunos y oraciones. Como se presentase en aquella misma hora, alababa a Dios y hablaba del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén. Así que cumplieron todas las cosas según la Ley del Señor, volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño crecía y se fortalecía, llenándose de sabiduría; y la gracia de Dios estaba sobre él.

SERMÓN

Cualquier estudiante secundario podría dar una lista más o menos completa de los grandes dioses del panteón romano: Júpiter, Juno, Neptuno, Mercurio, Venus, etc. Y todos hemos visto frecuentemente la reproducción de sus estatuas o de sus grandes templos de la antigüedad.

Lo que es menos conocido, empero, es que estas grandes divinidades eran casi figuras oficiales, a las cuales respondía también un culto estatal, público, pero en realidad muy poco popular. Esos templos servían para las grandes ceremonias republicanas o imperiales; y éstas eran practicadas por funcionarios sacerdotes y se realizaban en provecho de las necesidades del fasto cortesano, pero de ninguna manera respondían a la devoción individual.

El romano común, amén de multitud de supersticiones y recursos mágicos a divinidades menores, tenía, en cambio, especialísimo respeto y cariño por los dioses domésticos, los llamados lares, que protegían el hogar y daban prosperidad y unidad a la familia. Sus modestas estatuas ornaban todas las casas y no había día en que el romano no les tributara especial veneración. Aunque nunca produjeron una obra de arte semejante a la de las reproducciones, pagadas por el estado, de los grandes dioses, ellos, los lares, eran los que verdaderamente se llevaban el aprecio y las oraciones de la gente.

En realidad ésta era la manera que tenía el romano, quizá sin darse cuenta, de reconocer que lo más importante de su vida pasaba, no por el mercado que dominaba Mercurio, no por la guerra que manejaba Marte, no por el placer que fomentaba Venus, no por la política en la que tronaba Júpiter, sino por las realidades cercanas, cotidianas, raigales que presidían los lares, y que constituían el verdadero mundo del romano y de todo hombre.

¡Y qué importante era para el romano pertenecer a esta o aquella familia! El orgullo de una línea, de una estirpe, de un apellido, no era la vana figuración del nombre en la sección sociales de los diarios, ni el apellido bián que adornaba una vida disipada, sino la responsabilidad de una tradición, de una casa, de un entretejido de abuelos, padres, hermanos, tíos, primos, viviendo la recia urdimbre de afectos venerados, de ejemplos señeros y de apoyos comunes.

Los grandes dioses oficiales eran tan lejanos como lejanos eran para la mayoría el emperador, las figuras públicas, los problemas políticos. En realidad, el mismo imperio romano, al alargar con sus conquistas las perspectivas del mundo a dimensiones ecuménicas, había causado una gran crisis en las estructuras sociales de la antigua Roma. De la ciudad pequeña, gobernada por allegados, asentada en familias y en tribus, en donde todos eran conocidos por sus vecinos, en donde cada uno era persona -la vieja República Romana que recordaban con nostalgia Tácito y Suetonio - se había pasado a la dimensión ya impensable del imperio, donde una administración casi mecánica convertía a los nombre propios en números anónimos, esfuminaba el concepto de ciudadanía, y convertía a Roma y a las grandes capitales en metrópolis abigarradas, en donde inmigrantes de toda laya disolvían las costumbres ancestrales con sus modalidades foráneas, sus dioses bárbaros y sus dialectos ininteligibles que convergían, finalmente, en una jerga internacional sin raices ni recuerdos, sin literatura y sin héroes.

Para peor, la irrupción de las inmensas riquezas del imperio, la formación de nuevas clases de ricos, la movilidad de las costumbres, destruía rápidamente las tradiciones y aún conmovía a la familia. A pesar de los decretos del emperador Augusto tratando de moderar las costumbres y dar solidez a los hogares, la integridad y robustez del antiguo romano y su gente se fué perdiendo aceleradamente.

Salvo algunas pocas familias rurales o fuertemente apegadas a la tradición, el hombre de la época vivía, en los foros y los mercados, en la política y el comercio, el rebote noticioso y aún económico de los grandes problemas internacionales, pero en el fondo se sentía huérfano de afectos duraderos, de religaciones cercanas, de apoyos fraternos. No se diga nada de la gran masa de los esclavos y deportados, que eran el basamento material de esa sociedad romana en descomposición.

Es en ese mundo de hombres y mujeres disgregados, sostenidos solo endeblemente por la estructura estatal y los lazos económicos, donde irrumpe, como una fuerza innovadora, consolante, vivificante, aún desde el punto de vista humano, haciendo volver al hombre su mirada a su entorno vivo, a su prójimo, a su familia, el cristianismo.

Como nunca, se revela en él, al hombre, la trascendencia suprema de Dios, no confundido con ninguna fuerza de la naturaleza -ni con la naturaleza misma-, Señor del cielo y de la tierra y de todas las dimensiones posibles. Pero, al mismo tiempo, también como nunca, aparece como un Dios cercano al hombre, habitante no de lejanos olimpos ni de fastuosos templos, sino al modo de los lares, de la escena familiar, de la escena doméstica, del corazón humano, de la mente y afecto de cada uno.

Una de las imágenes más conmovedoras de esa cercanía es, precisamente, el nacimiento de Jesús, su sagrada familia. Era el mismo Dios omnipotente quien había vivido la existencia humana en una familia normal; sacralizando lo que de más cercano y vivencial tiene el hombre: los lazos con los suyos. No las finanzas, no la alta política, no la tecnología.

Lo que esta imagen representó para la vida de occidente, en revaloración de la familia, en promoción de la dignidad de la mujer, en acentuación de aquellos valores que son los más importantes para lograr la felicidad de todos, aún en este mundo, es fácil de pensar.

Pero mucho más fácil de pensar ¡y de ver! es lo que significa hoy la destrucción de todo eso. Más fácil, porque hoy la humanidad dispone de los medios necesarios para ponderar científicamente el mal que representa para el hombre la disolución de lo familiar, la ruina del hogar, el exilio de los lares.

No se trata ya de una discusión teórica, de algo que pueda ser objeto de opinión de un grupo de charlatanes en una cámara de diputados o senadores, se trata de estadísticas, se trata de consecuencias computables, en criminalidad, en drogadicción, en psicopatologias, en desequilibrios de la personalidad, en denatalización, en atestados divanes de psicoanalistas y psicólogos...

Paradójicamente, cuando más está demostrado en el campo de la psicología profunda, de la etología, de la sociología, aún de la neurología, lo fundamental que son, para la formación de la persona humana, las relaciones con los padres, con los hermanos, y las bondades de una pareja estable para la educación de la prole y para la seguridad y crecimiento de la personalidad de los mismos cónyuges; cuando más está estudiado el desastre psíquico que significa para las partes un fracaso matrimonial; cuando aún macroeconómicamente está probada la importancia de la familia como núcleo de inversiones duraderas y consumos jerarquizados; cuando más la pedagogía contemporánea se da cuenta de la endeblez de una educación escolar que no esté precedida y acompañada por la de la familia; cuando aún los gastos de salud son mayores en las familias disueltas como mayor es en ella la incidencia de las enfermedades... tanto más una clase dirigente venal, corrupta e inconsciente se lanza a aprobar leyes destructoras de la familia, empezando por el divorcio y la legitimación del adulterio y terminando por la aprobación del aborto...

Más: irresponsablemente da lugar, aliada con una intelectualidad espúrea, antinacional, ajena al pueblo, a la liberalización de las costumbres, a la destrucción de las tradiciones, a la triste sordidez de la pornografía, del consumismo, de la religión del dinero, de las discotecas, del escapismo de la televisión; induce a la competencia feroz; promueve la urbanización y vivienda inhumanas, y tantas otras cosas que insidian e impiden el fundar una familia en serio, con posibilidades materiales, pero, sobre todo, con conciencia de compromiso, de amor y de misión.

Los mismos psicólogos que hablan de la culpabilidad de los padres en los traumas y problemas de los jóvenes, fomentando su rebelión, al mismo tiempo los incitan a ellos mismos a ser a su vez padres irresponsables, gozadores de un sexo sin gracia, desconocedores de la hondura humana del verdadero amor, separando erotismo de compromiso, amor de donación, sexo de procreación...

Y la que lleva el mayor peso de los problemas es la pobre mujer. Se la prepara como a un muchacho, se la encamina en pregonada igualdad, a un trabajo, a una profesión, a una carrera. Pero si tiene hijos -como debe, por cierto, tenerlos, si contrae matrimonio- es ella la que tiene que renunciar a su realización profesional y quedarse en su casa. Y, ésto, al mismo tiempo que no se valora su papel de madre. Y mientras por un lado la inseguridad del divorcio le impide dedicarse plenamente a los hijos y tiene que estar preparada al por-si-acaso del abandono, eso mismo le hace temer el tener todos los hijos que quisiera o pudiera tener. Al tener pocos hijos, después del trabajo agotador de tenerlos unos años constantemente dependiente de ella, finalmente se van y queda sola en casa sin saber qué hacer. Tiene que salir a buscar trabajo, si no lo tenía ya, y en inferioridad de condiciones respecto de los varones, que a ello pudieron dedicarse full-time. Y, si siempre ha trabajado, los que sufren son los hijos.

Si en cambio ha querido sacrificar el tener hijos para ser exitosa en su profesión, tarde o temprano su instinto la lleva a querer tener al menos uno. Y como lo tiene, no por amor y misión y deseo de dar la vida, sino por ella misma, para sentirse 'realizada' también como madre, el hijo le saldrá inevitablemente torcido, se transformará en fastidio, y aunque ella pueda darle de todo, como lo único que necesita el chico es amor y ella no se lo dio ni se lo sabe dar, el ciclo de fracasos continúa. Lo mismo pasa con las parejas que se casan solo con 'amor de pareja', como se dice, y no para fundar un hogar.

El hijo o la hija criados en semejante clima ya no tendrán experiencia de familia, a su vez no sabrán fundar una, el círculo de incomprensiones, rupturas y desconciertos se multiplica, se retuerce, se bifurca, se hace irreparable...

Y no es solo un problema social: es un problema que hace a la felicidad de las personas. No solo por la formación de la personalidad, como insisten los psicólogos, sino porque el saber o no vivir en familia, en amistad, en compromiso, hace a lo que de más intenso y vivo hay en la psique y corazón humanos.

No hay otro fracaso comparable en la vida de un hombre o de una mujer que la incapacidad de amar o ser amado. No hay ignorancia más siniestra y destructiva que el no saber cómo amar, y solo haber oído hablar y aprender formas desviadas del amor.

Por eso, la fiesta de hoy, en medio del misterio de la encarnación que estos días hemos celebrado, hace volver nuestra miradas, más allá del individuo Jesús, al entorno necesario del desarrollo de su personalidad humana: su padre, su madre, y aún esos hermanos que no tuvo, porque su misión lo llevó a sacrificarlos en aras de la manifestación de su exclusiva filiación divina y de una fraternidad que debía extender un día a todos nosotros.

Que esa sagrada Familia ore y vele por las nuestras, y las haga llegar un día, juntos y felices para siempre, a nuestro hogar del cielo.

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